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1217. Recordando a Ángel Pestaña

Recordamos a Ángel Pestaña Nuñez en el aniversario de su muerte (11 de diciembre de 1937), uno de los anarquistas de mayor peso en la historia y una de las figuras más sobresalientes del sindicalismo español, que se dedicó hasta su último día a luchar contra "el fascismo que quiere matar a nuestro pueblo".


¿Dónde cree usted que va el Mundo?

La preguntita se las trae, como diría un madrileño castizo. Pero dejando aparte casticismo, que nada o muy poco representan, sino es dar la sensación exacta de la habilidad que para la picaresca tiene la mayoría de nuestro pueblo, en lo que de fundamental la pregunta tiene: ¿Dónde cree usted que va el siglo?, contestamos concretamente, terminantemente: a realizar el ideal de justicia, de equidad y de fraternidad que iluminó con sus fulgores el enorme volcán que fue la Revolución francesa. Porque hay que decirlo de una vez, hay que convencer a las gentes de que viven en el error.

Un día, día ya lejano de nosotros, el pueblo francés, harto de soportar las insolencias y despilfarros de una monarquía tan odiosa para él como lo era la última monarquía borbónica para todos los españolés, asaltó la Bastilla, clavó en lo más alto de sus muros la bandera tricolor, tomó los Poderes de las manos reales y, tremolándolos a manera de pendón de guerra y combate, los ciñó como una diadema a la cabeza del pueblo, proclamó a éste soberano y le hizo dueño absoluto de sus destinos.

Pero esta posesión no pasó de ser un sueño. Cierto es que en las nuevas Tablas de la Ley que elaboró aquélla magna epopeya, se decía que todos los hombres nacían libres e iguales y que todos tenían el mismo derecho a la vida; pero quizá, debido al estado pasional que precediera a la declaración, olvidaron quiénes redactaron los Decálogos del nuevo Derecho, señalar cómo los hombres habían de asegurar ese derecho y por qué medios podían y debían hacerlo efectivo. Y en la lucha para aclarar aquel descuido de los redactores del Decálogo del Derecho para todos, andamos enredados los hombres hoy, y riñen y se disputan los pueblos, y ahora, cuando el fracaso de la democracia pura ha demostrado que cuanto se ha hecho no responde al fin a conseguir, es cuando comenzamos los hombres a darnos cuenta de la verdadera situación que ocupamos en el mundo y del error y falta entonces cometido. 

¿Cuánto tiempo hemos tardado en averiguarlo? Más de un siglo, ¡Cien largos años! Pero démoslos por bien empleados, ya que si una centuria se le antoja mucho a un hombre al compararla con la duración de su existencia, es muy poca cosa, nada, apenas un instante, comparada con la existencia de la humanidad.

Por lo mismo, la centuria pasada en busca de ese ideal que habrá de redimirnos, tenía que llevarnos, forzosa y forzadamente, a entrar en otra centuria capaz de realizar el ideal que la anterior concibiera.

¡Ah! ¡El ideal! ¿Pero qué es? ¿Existe realmente el ideal? Naturalmente que existe el ideal. Nadie lo niega; nadie lo pone en duda; nadie lo discute ya. Pero sucede que apenas si nos entendemos en lo que ha de ser este ideal.

Para algunos, para los bien hallados con lo presente, no hay necesidad de ir a buscar el ideal, pues ya lo tememos aquí. Por lo tanto, buscarlo es una quimera; más aún: una tontería.

Para los cansados, para los vencidos, el ideal está allá, lejos, ¡muy lejos! Tan lejos lo ven que dicen que no llegará jamás. Lo ven a través de sus miradas visionarias y cansinas, de caballeros de alta y ennoblecedora espiritualidad; pero como han perdido la fe, en vez de acercarse al ideal o verlo cómo él se acerca, se alejan más de él cada día.

Para los ambiciosos no ha llegado aún; pero llegará. ¡Vaya si llegará! Lo importante es dejarlos hacer, que nadie les moleste, que ninguno se interponga en su camino ni malogre sus planes. Dejándoles las manos libres, ellos alcanzarán el ideal, diríamos mejor su ideal, porque, en realidad de verdad, no tienen ni quieren otro. Y el suyo ya sabemos como es.

¿Y para los demás? Porque la humanidad no se compone sólo de los bien hallados con lo actual, de los vencidos y ambiciosos. Existen éstos, naturalmente; pero existen también los otros, los demás, que somos los que formamos las inmensas muchedumbres. ¿Existe para nosotros el ideal? Claro que sí; y por él luchamos, y por él sufrimos, y por él nos afanamos.

¡Ah! ¡El ideal! Vendrá, llegará un día. No importa que, a pesar de haber luchado por él, no se haya alcanzado hasta ahora. No importa que la estela de estas luchas quede marcada con piedra blanca en el largo camino por la humanidad recorrido. No importa que en la perspectiva del tiempo todos nuestros afanes no sean de regocijo y de alegría. No importa todo eso, porque ni los pueblos ni los hombres alcanzan lo que quieren en un día. A veces necesitan años, décadas, centurias...

A veces más tiempo aún. 

¿Quiere decir ello...? Que no debemos cansarnos jamás. Que si los beocios carecen de sabiduría, no por eso hemos de cansarnos de predicarles el Evangelio de la Cultura. Como tampoco hemos de cansarnos de predicar el Evangelio del desinterés a los fenicios. Sería un grave error abandonar tan hermosa tarea.

Y si ayer los pueblos no pudieron alcanzar el ideal, o no supieron, nosotros hemos de hacer lo posible por alcanzarlo. ¿Para qué nos serviría, si no nos sirve para eso, esta existencia que gozamos? ¿Para qué el continuo pasar de los días? ¿Para qué el magnífico discurrir de las horas?

Cabe, sin embargo, que nos pongamos de acuerdo acerca de cuál ha de ser este ideal tan anheladamente perseguido por unos y por otros. Pues pudiera ocurrir que si los hombres no lo han alcanzado hasta hoy, se deba, más que a falta de medios para conseguirlo, a carencia de coincidencias de cómo ha de ser ese ideal. Posiblemente sea la mayor dificultad a vencer. Posiblemente no lleguemos a entendernos jamás. Pero si este caso subsiste, entonces no cabe otro remedio que aceptar lo que quieran los más, es decir, los que coincidan en una mayoría de propósitos. Porque lo natural es que los hombres sepan siempre cómo quieren hacer las cosas; pero también es bueno que sepan cómo son estas cosas que quieren hacer.

Si preguntáis a las gentes en qué consiste ese ideal, os responderán inmediatamente, antes que hayáis terminado la pregunta: El ideal es realizar la Justicia, la Equidad y la Fraternidad entre los hombres. Y lo que no sea hacer esto, añadirán, no es, ni puede ser, ese ideal. Ya hemos entrado nuevamente en otro círculo vicioso.

¿Pero qué entendemos por justicia, por equidad, por fraternidad? ¿Lo que hacen los de arriba? ¿Lo que quieren los de abajo? Interrogante difícil de contestar.

Sin embargo, hay una certidumbre avalada por el lento pasar de los días. 

Hace años, siglos, que se ofreció a la humanidad la redención. Se la dijo: sufre, pena. Hora, padece. No importa. Cuanto más sufras, cuanto más padezcas, cuanto más penes y llores aquí, más altamente te serán compensados tus dolores allá. Pero los que predicaron, los que aconsejaron esta moral de renunciación a los bienes y cosas! terrenas, hicieron todo lo contrario de lo que aconsejaban. Sin perder de vista lo que allá pudieran obtener, procuraron tener aquí lo que pudieron. Cuanto más, mejor. No predicaron con el ejemplo.

Amortiguado el fervor religioso por el desengaño, se la ofreció su redención aquí, en la tierra. Se la dijo: trabaja, afánate, suda; canta y sonríe a la vida; si tienes dolores, olvídalos un tanto; y a poco que lo quieras y en ello pongas el propósito, mejores días vendrán para tí. Y creyó. Y se afanó y trabajó. Hasta le dijeron que había de matarse entre sí por lograr ese ideal de superación que le enseñaban, y mató, incendió y destruyó. Pero tampoco le valió gran cosa.

Sin embargo, mucho es el camino recorrido. Hay una lección: la de la experiencia; hay un ideal: el de la realidad de cada día. ¿Qué nos dicen estas experiencias y este ideal? ¿Qué nos enseñan con sus lecciones? Que en todo ese pasado había algo engañoso, algo equivocado; que había error de perspectiva o premeditada intención de engañar. Por esto decimos que es mucho el camino recorrido.

El concepto que se tiene hoy de la idea de equidad y justicia es algo muy distinto al concepto que se tenía tiempo atrás. Ayer pudo decirse a los hombres y a los pueblos que renunciaran a los bienes de la tierra en nombre de Dios o en nombre de las leyes, y los hombres y los pueblos se lo creyeron. Pero hoy no puede decírseles lo mismo. No lo creen ya. Esa fe ha muerto en ellos. Por eso decimos que es mucho el camino recorrido. Por eso los siglos pasados han sido la escuela donde pueblos y hombres aprendieron. Por eso los siglos presentes son...

¿Dónde cree usted que va el siglo? Pues ni más ni menos que a realizar el ideal de justicia, de equidad y fraternidad entre los hombres, tal y como ellos lo entienden hoy, que es algo muy distinto a como lo entendían ayer. Va a realizar la verdadera igualdad sobre la tierra prescindiendo en absoluto del Dios de los cielos, si hay cielos y si hay Dios, y de las leyes escritas, en tanto que estas leyes se opongan a que esa magnífica trilogía viva entre los mortales. Va a decir a los poderosos: Señores: Basta ya de comedia; se acabó un acto. El telón baja para alzarse de nuevo, pero ni la obra ni los personajes serán los mismos. Todo cambiará. Aquello terminó y empieza esto. ¿Les parece mal? Peor para ustedes. Y no se molesten, que la cosa no tiene importancia, aunque tenga miga, como el pan.

Porque el pensamiento, a tenor de todo lo demás, va elaborando una concepción nueva de la vida, va sacando, de los sustratos inferiores, que en este orden de cosas es el pueblo explotado y vilipendiado, el material de las construcciones futuras, un tanto arbitrarias si a ustedes les parece, pero jamás tanto, ni de mucho, como lo fueron las de ayer.

Admitimos que ante los restos mortales que van a recibir el beso amoroso de la madre Tierra, exclame dolorido el corazón del poeta que "cualquiera tiempo pasadio fué mejor"; pero sólo lo admitimos como bella figura literaria, como recurso emotivo que incite nuestra sensibilidad a afanarse para el mañana. Fuera de aquí lo rechazamos en absoluto. Estamos más dispuestos a invertir el orden de los factores exclamando "que cualquiera tiempo pasado fué peor". Y no lo tome la gente a broma, que va en serio. Y muy en serio.

El panorama que el mundo ofrece a quien quiere contemplarlo desapasionadamente, es harto elocuente, para los incrédulos, si los hay. Por doquiera se alza la voz de la razón clamando contra lo que ocurre; por doquiera los hombres nos debatimos en luchas bárbaras, fratricidas, crueles, por conquistar el malestar que a todos domina.

El mismo interrogante que sirve de epígrafe a estas lineas, ¿no es un grito de protesta contra todo esto y una invocación hacia el mañana, más agudo, más buido, más penetrante que el "grito en la noche" del fecundo y por muchos leído novelista?

Cuando se interroga al mañana, ¿no es quizá porque se sienta lacerante y desgarradora la injusticia de hoy? ¡Qué duda cabe! Negarlo sería negar la verdad, la rotación de los días, la existencia de los astros. Tiempo perdido si así fuese, ya que negando nada se adelanta. Y si unos negasen, otros afirmarían. Si unos dijesen que todo está bien, otros vendrían a decir que todo está mal. Y si los poderosos, los gobernantes y los bienavenidos con esto dijesen que bien está todo como está, de abajo, de los profundos de la vida, se alzaría una vez más la voz de las muchedumbres que sufren diciendo y afirmando lo contrario.

No; no es posible que haya hombres medianamente cultos, medianamente justos, medianamente sensibles que no sientan los extremecimientos de la injusticia social, que no se sientan contristados por lo que pasa. Y no queremos ni nos interesa tocar la cuerda sensible, más pronto sensiblera, de las gentes. Queremos más bien que sea la razón la que juzgue. Acudimos a la lógica, a la justicia, en el más amplio, más sereno y augusto sentido que el concepto justicia pueda interpretarse. Queremos que ante el drama trágico que el mundo vive, no sean lágrimas vertidas de los ojos quien lo contemple, sino que la razón y el conocimiento lo examinen. Queremos, en fin, que nadie, nadie, luche a brazo partido, atropellándolo todo: honor, sentimiento, respeto a los demás, por procurarse una mísera pitanza, cuando pudiera obtenerse sin cometer ninguna de esas bajezas. Queremos para los hombres, ¡para todos los hombres!, la cordialidad necesaria para vivir una vida racional, plena y humana. Creemos que no es mucho pedir.

¿Lejos? ¿Que está muy lejos esa posibilidad? ¡No! No tanto como los hombres suponen. ¡Está cerca, muy cerca! Cabalgamos ya sobre el hipógrafo que ha de llevarnos. Cabalgamos sobre el siglo de las realidades y de las gestas fecundas.

A esto va el siglo presente y a esto hemos de ir inexorablemente los hombres que en él vivimos.

Lo pasado, pasado está ¡Fué! Esto es todo. ¿Bueno? ¿Malo? No importa. No debe preocuparnos ya más. Ahora nos toca mirar a lo porvenir, a lo que vendrá, no a lo que fue. A lo que será mañana. A lo que alumbrará la aurora de los nuevos días de nuestra existencia.

Y no lo olviden los que lo ven todo de color de rosas. Entre luchas, entre sangre, entre lamentos, entre imprecaciones y blasfemias, entre gritos de rabia, protestas y estertores de dolor el mundo nuevo se alumbrabra, este mundo hacia el cual va el siglo que vivimos. Este mundo que quiere plasmar en realidad inexcusable el "amaos los unos a los otros'' que, no por tener sabor cristiano, deja de ser un imperativo de la conciencia.

¿Hay quien no lo cree así, cuando el grito de las reivindicaciones de las multitudes explotadas atruena diariamente el espacio? Sordos de oído, de conciencia y de corazón serán quienes no lo oigan.

Advertimos también que las multitudes, hoy, ya no piden clemencia, ya no quieren caridad, ya no demandan limosna; tal lenguaje no pertenece a nuestro siglo, a este siglo que tantas cosas promete. Estas multitudes que gritan quieren trabajo, quieren pan, quieren vivir con dignidad. Rechazan la dádiva, pero aceptan, estaría mejor dicho que exigen, la condición social equivalente a su condición de seres humanos.

Y el siglo cuya primera parte vivimos, ha de ir a dar esto a los hombres, si no quiere ser infecundo e inútil en la cronología de los grandes acontecimientos.


Ángel Pestaña
Barcelona y septiembre de 1932
Publicado en "¿A dónde va el siglo? Rusia, Méjico y España", de Teófilo Ortega









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