Recordamos a Ángel Pestaña Nuñez en el aniversario de su muerte (11 de diciembre de 1937), uno de los anarquistas de mayor peso en la historia y una de las figuras más sobresalientes del sindicalismo español, que se dedicó hasta su último día a luchar contra "el fascismo que quiere matar a nuestro pueblo".
¿Dónde cree usted que va el Mundo?
La preguntita se las trae, como diría un
madrileño castizo. Pero dejando aparte casticismo, que nada o muy
poco representan, sino es dar la sensación exacta de la habilidad que para la picaresca tiene la
mayoría de nuestro pueblo, en lo que de fundamental la
pregunta tiene: ¿Dónde cree usted que va el siglo?, contestamos concretamente,
terminantemente: a realizar el ideal de justicia, de equidad y de
fraternidad que iluminó con sus fulgores el enorme volcán que fue la
Revolución francesa. Porque hay que decirlo de una vez, hay
que convencer a las gentes de que viven en el error.
Un día, día ya lejano de nosotros, el pueblo
francés, harto de soportar las insolencias y despilfarros de
una monarquía tan odiosa para él como lo era la última monarquía
borbónica para todos los españolés, asaltó la Bastilla, clavó en lo más alto
de sus muros la bandera tricolor, tomó los Poderes de las manos reales y,
tremolándolos a manera de pendón de guerra y combate, los ciñó como
una diadema a la cabeza del pueblo, proclamó a éste soberano y le hizo
dueño absoluto de sus destinos.
Pero esta posesión no pasó de ser un sueño. Cierto es
que en las nuevas Tablas de la Ley que elaboró aquélla magna epopeya, se
decía que todos los hombres nacían libres e iguales y que todos tenían el
mismo derecho a la vida; pero quizá, debido al estado pasional que
precediera a la declaración, olvidaron quiénes redactaron los
Decálogos del nuevo Derecho, señalar cómo los hombres habían de asegurar ese derecho y por qué
medios podían y debían hacerlo efectivo. Y en la lucha para aclarar
aquel descuido de los redactores del Decálogo del Derecho para todos,
andamos enredados los hombres hoy, y riñen y se disputan los pueblos, y
ahora, cuando el fracaso de la democracia pura ha demostrado
que cuanto se ha hecho no responde al fin a conseguir, es cuando
comenzamos los hombres a darnos cuenta de la verdadera situación que
ocupamos en el mundo y del error y falta entonces cometido.
¿Cuánto tiempo hemos tardado en averiguarlo?
Más de un siglo, ¡Cien largos años! Pero démoslos por bien empleados,
ya que si una centuria se le antoja mucho a un hombre al compararla con la
duración de su existencia, es muy poca cosa, nada, apenas un
instante, comparada con la existencia de la humanidad.
Por lo mismo, la centuria pasada en busca de
ese ideal que habrá de redimirnos, tenía que llevarnos, forzosa y
forzadamente, a entrar en otra centuria capaz de realizar el ideal que la
anterior concibiera.
¡Ah! ¡El ideal! ¿Pero qué es? ¿Existe realmente
el ideal? Naturalmente que existe el ideal. Nadie lo niega; nadie lo
pone en duda; nadie lo discute ya. Pero sucede que apenas si nos
entendemos en lo que ha de ser este ideal.
Para algunos, para los bien hallados con lo
presente, no hay necesidad de ir a buscar el ideal, pues ya lo tememos
aquí. Por lo tanto, buscarlo es una quimera; más aún: una tontería.
Para los cansados, para los vencidos, el ideal
está allá, lejos, ¡muy lejos! Tan lejos lo ven que dicen que no
llegará jamás. Lo ven a través de sus miradas visionarias y cansinas, de
caballeros de alta y ennoblecedora espiritualidad; pero como han perdido
la fe, en vez de acercarse al ideal o verlo cómo él se acerca, se
alejan más de él cada día.
Para los ambiciosos no ha llegado aún; pero
llegará. ¡Vaya si llegará! Lo importante es dejarlos hacer, que nadie
les moleste, que ninguno se interponga en su camino ni malogre sus
planes. Dejándoles las manos libres, ellos alcanzarán el ideal, diríamos
mejor su ideal, porque, en realidad de verdad, no tienen ni
quieren otro. Y el suyo ya sabemos como es.
¿Y para los demás? Porque la humanidad no se compone sólo de los bien hallados con lo actual, de los vencidos y
ambiciosos. Existen éstos, naturalmente; pero existen también los otros,
los demás, que somos los que formamos las inmensas muchedumbres. ¿Existe para nosotros
el ideal? Claro que sí; y por él luchamos, y por él sufrimos, y por él nos
afanamos.
¡Ah! ¡El ideal! Vendrá, llegará un día. No
importa que, a pesar de haber luchado por él, no se haya
alcanzado hasta ahora. No importa que la estela de estas luchas quede
marcada con piedra blanca en el largo camino por la humanidad recorrido.
No importa que en la perspectiva del tiempo todos nuestros afanes no
sean de regocijo y de alegría. No importa todo eso, porque ni los
pueblos ni los hombres alcanzan lo que quieren en un día. A veces
necesitan años, décadas, centurias...
A veces más tiempo aún.
¿Quiere decir ello...? Que no debemos cansarnos jamás. Que si los beocios carecen de sabiduría, no por eso hemos de
cansarnos de predicarles el Evangelio de la Cultura. Como tampoco hemos de
cansarnos de predicar el Evangelio del desinterés a los fenicios. Sería
un grave error abandonar tan hermosa tarea.
Y si ayer los pueblos no pudieron alcanzar el
ideal, o no supieron, nosotros hemos de hacer lo posible por alcanzarlo. ¿Para qué nos serviría, si no nos sirve para eso,
esta existencia que gozamos? ¿Para qué el continuo pasar de los días?
¿Para qué el magnífico discurrir de las horas?
Cabe, sin embargo, que nos pongamos de
acuerdo acerca de cuál ha de ser este ideal tan
anheladamente perseguido por unos y por otros. Pues pudiera ocurrir que si los hombres no lo han alcanzado hasta hoy,
se deba, más que a falta de medios para conseguirlo, a carencia de
coincidencias de cómo ha de ser ese ideal. Posiblemente sea la mayor
dificultad a vencer. Posiblemente no lleguemos a entendernos jamás. Pero
si este caso subsiste, entonces no cabe otro remedio que aceptar lo
que quieran los más, es decir, los que coincidan en una mayoría de
propósitos. Porque lo natural es que los hombres sepan siempre cómo
quieren hacer las cosas; pero también es bueno que sepan cómo son
estas cosas que quieren hacer.
Si preguntáis a las gentes en qué consiste ese
ideal, os responderán inmediatamente, antes que hayáis terminado la
pregunta: El ideal es realizar la Justicia, la Equidad y la Fraternidad
entre los hombres. Y lo que no sea hacer esto, añadirán, no es, ni puede
ser, ese ideal. Ya hemos entrado nuevamente en otro círculo vicioso.
¿Pero qué entendemos por justicia, por equidad, por fraternidad? ¿Lo que hacen los de arriba? ¿Lo que quieren los de
abajo? Interrogante difícil de contestar.
Sin embargo, hay una certidumbre avalada por el lento pasar de los días.
Hace años, siglos, que se ofreció a la humanidad la redención. Se la dijo: sufre, pena. Hora, padece. No importa. Cuanto más sufras, cuanto más padezcas, cuanto más penes y
llores aquí, más altamente te serán compensados tus dolores allá. Pero los
que predicaron, los que aconsejaron esta moral de renunciación a los
bienes y cosas! terrenas, hicieron todo lo contrario de lo que
aconsejaban. Sin perder de vista lo que allá pudieran obtener, procuraron
tener aquí lo que pudieron. Cuanto más, mejor. No predicaron con el ejemplo.
Amortiguado el fervor religioso por el desengaño,
se la ofreció su redención aquí, en la tierra. Se la dijo: trabaja,
afánate, suda; canta y sonríe a la vida; si tienes dolores, olvídalos un
tanto; y a poco que lo quieras y en ello pongas el propósito, mejores días
vendrán para tí. Y creyó. Y se afanó y trabajó. Hasta le dijeron
que había de matarse entre sí por lograr ese ideal de superación que
le enseñaban, y mató, incendió y destruyó. Pero tampoco le valió gran
cosa.
Sin embargo, mucho es el camino recorrido. Hay una lección: la de la experiencia; hay un ideal: el de la realidad de
cada día. ¿Qué nos dicen estas experiencias y este ideal? ¿Qué nos enseñan
con sus lecciones? Que en todo ese pasado había algo engañoso, algo equivocado; que había error de perspectiva o premeditada intención de
engañar. Por esto decimos que es mucho el camino recorrido.
El concepto que se tiene hoy de la idea de equidad y justicia es algo muy distinto al concepto que se tenía tiempo atrás.
Ayer pudo decirse a los hombres y a los pueblos que renunciaran a los
bienes de la tierra en nombre de Dios o en nombre de las leyes, y los
hombres y los pueblos se lo creyeron. Pero hoy no puede decírseles lo
mismo. No lo creen ya. Esa fe ha muerto en ellos. Por eso decimos que es
mucho el camino recorrido. Por eso los siglos pasados han sido la escuela
donde pueblos y hombres aprendieron. Por eso los siglos
presentes son...
¿Dónde cree usted que va el siglo? Pues ni más
ni menos que a realizar el ideal de justicia, de equidad
y fraternidad entre los hombres, tal y como ellos lo entienden hoy,
que es algo muy distinto a como lo entendían ayer. Va a realizar la
verdadera igualdad sobre la tierra prescindiendo en absoluto del Dios de
los cielos, si hay cielos y si hay Dios, y de las leyes escritas,
en tanto que estas leyes se opongan a que esa magnífica trilogía viva
entre los mortales. Va a decir a los poderosos: Señores: Basta ya de
comedia; se acabó un acto. El telón baja para alzarse de nuevo, pero ni
la obra ni los personajes serán los mismos. Todo cambiará.
Aquello terminó y empieza esto. ¿Les parece mal? Peor para ustedes. Y
no se molesten, que la cosa no tiene importancia, aunque tenga miga, como
el pan.
Porque el pensamiento, a tenor de todo lo demás, va elaborando una concepción nueva de la vida, va sacando, de los
sustratos inferiores, que en este orden de cosas es el pueblo explotado y
vilipendiado, el material de las construcciones futuras, un tanto
arbitrarias si a ustedes les parece, pero jamás tanto, ni de mucho,
como lo fueron las de ayer.
Admitimos que ante los restos mortales que van
a recibir el beso amoroso de la madre Tierra, exclame dolorido el corazón
del poeta que "cualquiera tiempo pasadio fué mejor"; pero sólo
lo admitimos como bella figura literaria, como recurso emotivo que incite
nuestra sensibilidad a afanarse para el mañana. Fuera de aquí lo
rechazamos en absoluto. Estamos más dispuestos a invertir el orden de los
factores exclamando "que cualquiera tiempo pasado fué peor". Y
no lo tome la gente a broma, que va en serio. Y muy en serio.
El panorama que el mundo ofrece a quien quiere
contemplarlo desapasionadamente, es harto elocuente, para los
incrédulos, si los hay. Por doquiera se alza la voz de la razón clamando
contra lo que ocurre; por doquiera los hombres nos debatimos en luchas
bárbaras, fratricidas, crueles, por conquistar el malestar que a
todos domina.
El mismo interrogante que sirve de epígrafe a
estas lineas, ¿no es un grito de protesta contra todo esto y una
invocación hacia el mañana, más agudo, más buido, más penetrante que el
"grito en la noche" del fecundo y por muchos leído novelista?
Cuando se interroga al mañana, ¿no es quizá
porque se sienta lacerante y desgarradora la injusticia de hoy? ¡Qué
duda cabe! Negarlo sería negar la verdad, la rotación de los días, la
existencia de los astros. Tiempo perdido si así fuese, ya que negando nada
se adelanta. Y si unos negasen, otros afirmarían. Si unos dijesen que
todo está bien, otros vendrían a decir que todo está mal. Y si los
poderosos, los gobernantes y los bienavenidos con esto dijesen que bien
está todo como está, de abajo, de los profundos de la vida, se alzaría una
vez más la voz de las muchedumbres que sufren diciendo y afirmando lo
contrario.
No; no es posible que haya hombres medianamente
cultos, medianamente justos, medianamente sensibles que no sientan los
extremecimientos de la injusticia social, que no se sientan contristados
por lo que pasa. Y no queremos ni nos interesa tocar la cuerda sensible, más
pronto sensiblera, de las gentes. Queremos más bien que sea la razón la
que juzgue. Acudimos a la lógica, a la justicia, en el más amplio, más sereno y
augusto sentido que el concepto justicia pueda
interpretarse. Queremos que ante el drama trágico que el mundo vive,
no sean lágrimas vertidas de los ojos quien lo contemple, sino que la
razón y el conocimiento lo examinen. Queremos, en fin, que nadie, nadie,
luche a brazo partido, atropellándolo todo: honor, sentimiento, respeto a
los demás, por procurarse una mísera pitanza, cuando pudiera obtenerse sin
cometer ninguna de esas bajezas. Queremos para los hombres, ¡para todos
los hombres!, la cordialidad necesaria para vivir una
vida racional, plena y humana. Creemos que no es mucho pedir.
¿Lejos? ¿Que está muy lejos esa posibilidad?
¡No! No tanto como los hombres suponen. ¡Está cerca, muy cerca!
Cabalgamos ya sobre el hipógrafo que ha de llevarnos. Cabalgamos sobre el
siglo de las realidades y de las gestas fecundas.
A esto va el siglo presente y a esto hemos de ir
inexorablemente los hombres que en él vivimos.
Lo pasado, pasado está ¡Fué! Esto es todo.
¿Bueno? ¿Malo? No importa. No debe preocuparnos ya más. Ahora nos
toca mirar a lo porvenir, a lo que vendrá, no a lo que fue. A lo que será mañana. A lo que
alumbrará la aurora de los nuevos días de nuestra existencia.
Y no lo olviden los que lo ven todo de color de
rosas. Entre luchas, entre sangre, entre lamentos, entre imprecaciones y
blasfemias, entre gritos de rabia, protestas y estertores de dolor el
mundo nuevo se alumbrabra, este mundo hacia el cual va el siglo que
vivimos. Este mundo que quiere plasmar en realidad inexcusable
el "amaos los unos a los otros'' que, no por tener
sabor cristiano, deja de ser un imperativo de la conciencia.
¿Hay quien no lo cree así, cuando el grito de las reivindicaciones de las multitudes explotadas atruena diariamente el espacio? Sordos de oído, de conciencia y de corazón serán quienes no lo
oigan.
Advertimos también que las multitudes, hoy, ya
no piden clemencia, ya no quieren caridad, ya no demandan limosna; tal lenguaje no pertenece a nuestro siglo, a este siglo que tantas cosas
promete. Estas multitudes que gritan quieren trabajo, quieren pan, quieren
vivir con dignidad. Rechazan la dádiva, pero aceptan, estaría mejor
dicho que exigen, la condición social equivalente a su condición de seres
humanos.
Y el siglo cuya primera parte vivimos, ha de ir a
dar esto a los hombres, si no quiere ser infecundo e inútil en la
cronología de los grandes acontecimientos.
Ángel Pestaña
Barcelona y septiembre de 1932
Publicado en "¿A
dónde va el siglo? Rusia, Méjico y España", de Teófilo Ortega
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