Uno de estos bombardeos inesperados de Madrid, me ha cogido de improviso en una calle, cuyas casas no son construidas precisamente para soportar granadas de artillería. Algunas de ellas se edificaron casi antes que el primer cañón. Han comenzado a estallar tan cerca las granadas que busco el abrigo de un portal. Me han llamado de uno de ellos. Me ha llamado una muchacha muy bonita, vestida de luto riguroso que está nerviosa en el quicio de la puerta:
—Venga, venga aquí, que está seguro.
A su lado hay un perrillo
blanquisucio que rebrinca a cada explosión y ladra furiosamente, sin separarse
de las faldas de su ama. Rebrinca de una manera grotesca porque tiene rota y
encogida una de las patas posteriores. Es una birria de perro, de los que
nosotros llamamos ratoneros. Tiene la piel cortada como por la sarna, es
cojo y francamente sería repugnante si no tuviera unos ojillos inteligentes. Es
un verdadero chucho.
La muchacha me ha hecho pasar
dentro a la portería. Efectivamente ofrece una seguridad bastante amplia. La
casa es una casa de piedra hecha en 1652, sólida como un bloque de granito.
Debajo del primer tramo de escalera está la portería; una habitación en forma
de cuña con una mesa redonda cubierta por un tapete rojo sucio y una
lámpara encima. En el fondo hay un banquillo de zapatero y en las paredes,
clavadas, estampas policromadas de toros, cortadas de «La Lidia», un periódico
taurino que se editaba allá por el año 1860. Dentro del portal, estamos ya seis
u ocho personas. Los hombres estamos serios y las mujeres nerviosas, cada vez
más a medida que aumentan las explosiones. La muchacha sale y desde aquí la
oigo:
—Pase, pase usted, esto
es seguro.
Y vuelve con un nuevo
refugiado que se incorpora a nosotros, da las buenas, lía un pitillo y se queda
silencioso. Todos estamos silenciosos.
Penetra de pronto una vecina
que suelta el chorro de comadre:
—Hija, Julia me he metido
aquí porque no me atrevo a llegar a casa. ¿Cómo estás tú? —pregunta. Y la
estampa a Julia dos sonoros besos en las mejillas que se quedan brillantes de
babas.
La chica hace un gesto de
resignación y de pena:
—¿Cómo quiere usted que esté?
Con las entrañas negras y con un susto diario. Me han ofrecido evacuarme a
Valencia. Pero yo me quedo en mi Madrid. Además, me parece que mi padre está
conmigo y no tengo miedo. ¡Bueno!, miedo sí, que tengo. Pero me parece que está
él aquí y que tengo un deber.
El perrillo que no se separa
del ama, levanta la cabeza y lanza un gemido.
—¿Ve usted? —pregunta—. Hasta
Toby lo comprende. ¿Verdad?
El perrillo levanta los ojos
expresivos, mira a su ama y parece que llora. Me dan ganas de darle una patada,
porque me pone más nervioso que las explosiones.
Julia y el perro vuelven a
salir al quicio del portal a invitar a los transeúntes a refugiarse; y
espontáneamente, la mujeruca, se vuelve a mí y me endilga la historia.
—La pobre chica. Al padre le
mataron ahí mismo en el quicio de la puerta. ¡Era un abuelete más plantao! Era
un poquillo chepa, pero... ¡con más picardías!... Aquel cajón de zapatero era
suyo. Echaba medias suelas a todo el barrio y piropos a todas las chicas. Más
bueno que el pan. Cuando estalló la guerra rabiaba: «Si yo tuviera veinte años,
cogía un fusil y me iba a pegar tiros a los fascistas». Yo le decía: «¿Dónde va
usted a ir con la chepa y el reúma?». «Ya lo sé, ya lo sé, —me contestaba—
pero estos tíos carcas van a deshacer Madrid, mi Madrid». Cuando empezaron los
bombardeos, como la casa es de piedra, se salía a recoger a todos los chicos
que estaban jugando en la calle y los metía a pescozones en el portal. Después
metía a las personas. Subía a los pisos a llamar a los vecinos para que bajaran
y el bombardeo le cogía siempre en la puerta. Igual que ahora hace la Julia.
Decía: «Pasen, pasen, esto es de piedra, garantizao contra Mussolini». Y
esto se llenaba. Y no crea usted que nos quedábamos tristones como ahora. Tenía
humor y nos soltaba una chirigota entre salida y salida al portal. Y así lo
mataron. Salió una vez y oímos una explosión que hizo bailar la casa y nos
metió el resuello en el cuerpo. La Julia estaba aquí con nosotros. Con que,
entra el pobre Toby a rastras, ladrando que se partía el alma, con una pata que
parecía una morcilla rota, chorreando sangre por la cara y el cuerpo. Yo creo
que hasta el rabo. Parecía que le habían volcado un cubo de pintura. Va
Julia, ve al perro y dice: «¡Mi padre!». Salimos todos corriendo, porque a
todos se nos quitó el miedo, y mire usted, el portal era una carnicería. La
sangre llegaba hasta el techo y el pobre se había quedado allí en el quicio,
sentado de culo. Estaba roto por la mitad, pero tenía una cara que me hubiera
gustado que la hubiera usted visto. Parecía que estaba diciendo su cantinela:
«Pasen, pasen». Y el pobre Toby le lamía la sangre. A Toby le hemos curao
entre todos. Ya he guardao cola para comprarle carne y hasta le hemos hecho una
cama con su manta y todo. Y el pobrecillo se ha salvao. Como usted ha visto, la
chica sigue metiendo aquí la gente y el perrillo va con ella. ¡La pobre se
acuerda tanto del padre cada vez que hay bombardeo! Y el perro también. No
crea, que también tienen inteligencia los bichos. ¿No le ha visto usted llorar?
Digo: «claro que lo he visto,
mujer». Pero no la digo las intenciones que he tenido de dar una patada al
chucho, porque me da una vergüenza íntima de mi arrebato anterior.
En Madrid, no hay azúcar.
Amigos de Inglaterra me habían enviado un paquete de libra, y yo llevaba en
estos días siempre unos terrones en el bolsillo por si se tercia tomar café en
la calle. Rebusco y llevo dos terrones. Se los come Toby, y baila un poco a
mi alrededor con su pata coja, su rabo torcido y su piel llena de
costurones. Julia me dice:
—Encarna le ha contado ya la
historia, ¿verdad? Pues es lo último que me queda en el mundo, Toby. ¿Verdad
encanto? Hasta que un obús nos espanzurre.
No me he atrevido a decirla
que era joven, guapa, valiente y que la vida es esperanza. Parecería un piropo.
He acariciado al perro, ya mi amigo, y me he marchado terminado el bombardeo.
En mi cerebro resonaba: «Pasen, pasen, esto es de piedra, garantizado
contra Mussolini».
Arturo Barea
Valor y miedo, 1938
Capítulo XVI - Héroes
Valor y miedo fue el primer
libro publicado por Arturo Barea. Refleja la realidad social de la ciudad de
Madrid cercada por tropas franquistas.
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