Lo Último

1259. Despedida en Bourg Madame

Un campesino castellano acababa de cruzar la frontera de Francia en compañía de un campesino andaluz. Poco después de pasar los dos la inspección aduanera fueron a una tabernita y pidieron un vaso de vino y dos trozos de pan.

Iban comiendo despacio y pensando en su propia suerte. No hablaban francés, pero esperaban a un empleado de una agencia hispanofrancesa que se encargaría de ellos.

Los campesinos se llamaban Pedro y Juan, nombres muy corrientes, desde luego. Juan, el andaluz, era por un extraño azar rubiáceo y de ojos azules, mientras que el castellano parecía un moro.

—Ésta es ya otra tierra; Pedro.

—Otra tierra es. Es la Francia.

—A mí se me hace que es igual. Menos el habla.

—Y el gorro de los guardias.

—¿Cuál es tu sentir, Juan? —preguntó Pedro.

Pedro bebió un sorbo y dijo:

—Pues ¿qué quieres que te diga? En la taberna saben algunas palabras españolas para servir al que llega.

—El negocio.

Contaban sus monedas y seguían hablando:

—Nos ven como gente que va a ganarse la comida fuera de su país y eso se mira mejor o se mira peor. Depende.

—Yo no me aflijo. ¿Qué más da? La vida es la vida.

Se quedaron callados y siguieron mascando su pan y bebiendo su vino. Yo también salí de España algunos años antes por aquel mismo lugar de la frontera temiendo que por los otros, más próximos al mar, la aglomeración sería engorrosa y debía tener implícito algún peligro o al menos alguna incomodidad.

Recuerdo que también yo comí mi pan y bebí mi vino. La única diferencia estaba en que yo hablaba francés mejor o peor. Recuerdo, también, que los aduaneros buscaban en mi pobre bagaje barras de oro, mandíbulas de muertos con dientes de oro, acciones al portador de compañías extranjeras, por lo menos alguna joya de posible valor. Nos consideraban tipos siniestros. El folletín les gusta a los franceses. En mi caso y en el de cada fugitivo había sólo una callada desesperación. Digo, en 1939.

No puedo menos de recordar a un ex director general del gobierno de Barcelona que tenía veinte millones de francos en el bolsillo y andaba buscando a quien dárselos, porque, no eran suyos. Eran del gobierno, es decir, del Estado español. Me los ofreció a mí y no los quise. Los ofreció a otros que aunque tenían hambre tampoco los quisieron. Por fin encontró a un ex ministro que los recibió y le firmó un recibo. El ex director general se cosió el recibo en el forro de la chaqueta y se acostó a dormir hambriento, pero tranquilo.

Yo, al cruzar la frontera, pensaba: «Me voy de mi patria porque tengo en Francia dos hijos que no saben hablar aún español ni francés. Y hay que salvarlos». ¿Salvarlos de qué? La vida tiene asechanzas malignas. Mis niños habían conocido las mejores condiciones posibles de bienestar desde que nacieron. Pero eran huérfanos. A su madre la habían matado porque no podían matarme a mí que estaba al otro lado del frente, en Madrid. Y la mataron a ella. Los caballeros cruzados la mataron. Quedaban mis hijos y había que tratar de que la tiranía de la necesidad no los destruyera.

A la larga serían destruidos como los demás, pero no por la necesidad, al menos mientras yo pudiera evitarlo.

No por la necesidad. (Esto había llegado a ser una obsesión.)

Seguiría siendo una obsesión muchos años hasta que fueran mayores y sus alas fueran bastante firmes para volar por su cuenta.

Allí estaba yo entonces, quince años antes, en la frontera, diciéndome: «Ya no es mi patria, ésta. Estoy en lo que los campesinos llaman tierra gabacha». La palabra no es ofensiva. Con el tiempo se ha hecho malintencionada, pero en su origen no lo era. Con el tiempo, en mi aldea natal, «gabacho» se hizo sinónimo de «cobarde». ¡No seas gabacho!, nos decían los niños si llorábamos. Pero ésa, como otras tantas palabras, que parecen idiotismos o barbarismos, tenía un origen neutralmente definidor. Gabachos son los habitantes de las orillas de los gaves. El gave d'Oloron, el gave de Cauterets, y todos los ríos que reciben en las faldas de los Pirineos franceses la nieve derretida de la primavera. La v se convertía en b porque nosotros no las diferenciamos en España, pero debía ser gavachos.

En tierra de gabachos. Buena gente los gabachos —y nada cobardes según han mostrado en tantas guerras—. Buena gente sobre todo frente a las miserias naturales que esclavizan en días de crisis a los hombres. Gabachos. Gente valiente, heroica, lógica y humanitaria. Yo los amaba a los gabachos. Se veía en sus gestos, en sus miradas, el placer de ayudarnos cristianamente. O diabólicamente, porque ya digo que algunos tenían en su imaginación las barras de oro del banco de España. Pero nos ayudaban. Con recelos y sospechas, pero nos ayudaban.

Yo, pobre de mí, cuando había guerra en España la hacía con dinero de mi bolsillo. Era una especie de guerra privada y personal (lo era para todos los españoles) y las reservas que tenía en mi cuenta corriente en el banco se fueron disolviendo a medida que tenía que comprar ollas para la comida del frente en mis unidades, mantas y hasta insignias nuevas para los soldados ascendidos (que yo les regalaba, según la costumbre de los jefes). Así se consumieron las treinta o cuarenta mil pesetas de mi cuenta corriente. Algunas cantidades fueron también a parar a las manos de más de una familia amiga de la clase media que tenían en Madrid problemas inmediatos y muchos hijos pequeños.

No lo digo porque yo crea que me conducía generosamente. Yo sabía que todo se lo iba a llevar el diablo, y me parecía torpe dejar aquel dinero congelado en un banco y esperándome a mí. A mí que no volvería, seguramente, nunca. Prefería dejar un recuerdo amistoso en un hogar honrado de gente sin inquina social ni política. Gente neutra.

Así es que cuando salí de España mi cuenta corriente se había agotado ya. Recuerdo que solía entrar en el banco Central y a través de trincheras de sacos terreros (dentro de él) llegaba a una ventanilla donde un empleado, perplejo también (todos lo estábamos, entonces), recibía mi cheque y me lo pagaba. Como el banco estaba al lado del palacio de Buenavista donde solía estar el Ministerio de la Guerra, el enemigo tiraba y, como suele suceder, las granadas caían pocas veces en el blanco, pero destruían las casas de alrededor.

Después, ya en Francia, confiaba en algunos derechos de autor franceses, ingleses y americanos que se habían acumulado en las editoriales. No gran cosa, pero lo suficiente de momento para defenderme contra la miseria. Así fue.

Allí, en Bourg Madame, se veían aún las montañas de España.

España era una madre vieja y un poco maniática (un poco tontita también, como a veces son las madres viejas), que se impacientaba e insultaba a sus hijos. Que nos daba un cachete o un palo si se terciaba. Pero no dejaba de ser la madre. Recuerdo que en los días ya lejanos de la guerra de África un soldado que estaba siempre escribiendo a su madre me decía, contestando a mis preguntas:

—Sí que la quiero, a mi madre. Y no sé por qué, ya que no he recibido de ella sino golpes y malas palabras. De chico me daba más que a una estera, pero se alegrará cuando le den la carta y por eso le escribo: para enviarle algún contento, a la pobre.

Hay sabiduría elemental en el campesino español y en el obrero. Al fin esa sabiduría elemental vale tanto como la otra, y aún más. Y yo pensaba en España como en una madre vieja e infeliz ella misma, con achaques y manías, pero madre, al fin. Y le decía en mi mente muchas cosas.

Le decía: Tal vez no volveré ya nunca. Dejaré mis huesos en alguna de las encrucijadas del mundo, como tantos otros españoles. Y no importa. Nuestra patria va a ser pronto extendida y dilatada enormemente. Va a ser pronto el planeta entero, el planeta loco que sigue girando en su eje, bien ajeno y bien despreocupado de nosotros sus hijos. Pero se dice pronto, eso. Cuando uno se ve al otro lado de la frontera se dicen muchas cosas, pero no se puede evitar la frialdad del clima humano, digo, las miradas lejanas y de una indiferencia inquisitiva que ofende. Nadie quiere entendernos. Cuando uno dice: hace un día hermoso, siempre hay alguien que mira de reojo y piensa: ¿Qué habrá querido decir con eso? No se fían. Nadie se fía del trashumante que habla otro idioma, aunque vaya a visitar el santuario de Buda, de Mahoma, de San Pedro o de Santiago.

Nadie se fía del tipo migratorio que pasa por el camino con el saco a la espalda. ¿Mendigos? ¿Ladrones? ¿Degenerados? ¿Gitanos? Si no son nada de eso ¿por qué han huido de su patria? Yo no habría huido si no fuera por mis hijos, es verdad. Habría preferido quedarme y hacer lo que pudiera en la dirección de mis creencias, pero había que buscarles el pan y prepararles un cobijo contra la intemperie.

Había salido y sabía que iba a perder (que había perdido ya) muchas cosas, tal vez para siempre. Entre ellas el aire al que mis pulmones estaban acostumbrados, un aire con reflejos verde–azul, distinto del de Francia, Alemania o Inglaterra. En este nuevo aire tramontano había algo nuevo. Uno tosía porque el sistema nervioso de uno se sublevaba contra la novedad. Y luego, la imaginación, que tanto cuenta.

Había perdido el eco (era cuestión de eco) de la risa de mis antiguas novias adolescentes, todas tan dulces y genuinas, por una razón u otra. El eco del llanto de los niños recién nacidos que quedó vibrando en las paredes de mi hogar. Aquel llanto que le despertaba a uno de noche sin molestia. Las molestias de los niños pequeños nunca debilitan ni perturban a los padres. Dormimos menos en esos años, pero no dormimos peor. Dormimos con la sensación de plenitud del que tiene hijos y debe atenderles en su llanto y gozar de su risa.

Perdería —había perdido ya— los reflejos del verde del Retiro en los cristales de la ventana de mi estudio. El gañido de los pavos reales de la casa de fieras (pobres pavos reales, incluidos en esa denominación de fieras de parque zoológico). Y también los rugidos de los leones hambrientos, que oía desde la cama. En cuanto a mi esposa prefiero no decir nada. Hay el pudor de la desgracia. No he dicho sobre esa desgracia sino el hecho escueto. Hablar más —o escribir— en un libro que se compra con dinero me parece ominoso. Todos pueden adquirir por unas pesetas el derecho a leer ese libro, pero no a poner su mano en el sagrario último de mi más entrañable alegría o desgracia. Las dos se irán conmigo cuando me vaya de este mundo, para siempre.

Entretanto yo también podía rugir —ustedes comprenden—, pero no de hambre de pan ni de sed de justicia, sino simplemente del desconcierto conflictivo entre el existir y el ser. Mis rugidos serían más bien secretos y esenciales. Pero podrían oírse más lejos que los rugidos de los leones enjaulados. Ellos en su jaula y yo en mi pena. De hecho se van a oír. Me van a oír.

Yo los conocía, aquellos leones. ¡Cómo me habría gustado sacar por lo menos al más viejo y estoico, al que había renunciado ya para siempre a salir y tenía enfermedades denigrantes para un león como piorrea o artritismo! Me habría gustado sacarlo de allí y llevarlo conmigo. Pero no era yo bastante rico para devolverlo a las selvas de África. Lo demás habría sido condenarlo a una libertad ya inservible y sin sentido. Incluso a una libertad dolorosa. ¿Es que puede ser dolorosa la libertad?

Para el viejo león lo sería ya. A menos que pudiera llevarlo como digo a la selva africana y dejarlo entre los suyos.

Era mejor tal vez que siguiera en su pobre jaula, que rugiera a las once de la mañana y a las cinco de la tarde (era su manera de llorar tal vez) y que esperara su boba muerte consuetudinaria. Como tú. Como yo. Viudo también. Porque aquel león era viudo.

Si hubiera sacado yo aquel animal del Retiro, para llevarlo conmigo, probablemente habría llegado a ser amigo de mis niños. Ellos lo amaban porque su rugido fue lo primero que oyeron al venir a este mundo. Rugidos de león y gañidos de pavo real. No iban a volver a oírlos en toda su vida, porque no hay leones ni pavos reales en los cruces de las avenidas. Eran pavos reales con la cola caudal que recordaba las cortinas de espuma bordada del camarín de la reina Madamasima, la que no se acostaba con su cirujano.

Y con tres puntos de exclamación —los pavos reales— sobre su cabecita arrogante que no expresaban ira ni ofensa, sino una especie de perplejidad decorativa.

Si hubiera llevado el león conmigo por el mundo yo sé muy bien lo que le habría sucedido. A su vista, la gente habría echado a correr espantada. Delante del león se habría hecho el vacío. Los que huyeran se atrincherarían en sus casas, se asomarían disimuladamente a las ventanas. Al ver al león conmigo, pacífico y calmo, no podrían creerlo y correrían a buscar sus gemelos prismáticos. Volverían a mirarlo. Verían que mi león era un león, yo un hombre ya maduro y mis hijos dos tiernos infantes que apenas si comenzaban a caminar. ¿Podría nadie imaginar un espectáculo más peregrino? Y comenzarían a cavilar. Y probarían a entender.

Todos teníamos entonces un mismo problema. Todos buscábamos la libertad. No es que la libertad resuelva problema ninguno como no sea el de la falta de libertad. Con la libertad, la vida seguía siendo difícil. Había que decidir qué es lo que uno iba a hacer con ella, lo que, en sí mismo, es un desafío a nuestra aptitud de elección y de consentimiento. La libertad no cancelaba los problemas de la enfermedad, el hastío, la perplejidad, la zozobra angustiosa y el odio destructor.

Pero teníamos la libre decisión frente al mal y al bien. Nadie nos diría a quién teníamos que adorar, a quién aborrecer. El que quisiera nuestra atención tendría que merecerla y conquistarla y arriesgar algo por ella. Arriesgarlo todo, quizá. Así es la vida.

Nosotros estábamos dispuestos a darla —nuestra atención— por el amor de los otros, de todos los otros.

Pero sería un amor tal como nosotros lo necesitábamos, no el amor que nos impusiera el dogma, ni la asamblea conciliar de los ejecutores de la justicia. Nada de eso. Sería simplemente el amor, nuestra secreta e íntima e inalterable razón primera de ser.

Cuando vieran que el león parecía pacífico algunos abrirían otra vez la puerta de su casa —no mucho—, apenas un jeme, y sacarían la mano temblando de emoción. Golpearían con ella la puerta, y al ver que el león volvía la cabeza se asustarían y cerrarían de nuevo. Pero, después de algún tiempo de observarnos, algunos se atreverían a salir y a mirar de lejos.

Yo les diría:

—No tengan miedo. Pueden acercarse. El león no les hará daño. Lo saqué de la jaula del Retiro y le di la libertad. Está agradecido y ahora viene con nosotros.

Entonces algunos se atreverían a tocarle al león la punta del rabo y presumirían con los otros: «Yo soy el primero que ha tocado al león». Otro tal vez osaría más. Con un bastón le rozaría el lomo. El león volvería la cabeza indiferente y el osado tiraría el bastón y saldría corriendo.

Aquello sería cómico.

Un tercer ciudadano con un bastón más largo que acababa en un aguijón pincharía al león en el lomo. El león de piel gruesa y bien poblada de pelo apenas si lo percibiría, pero alzaría la cabeza y miraría de soslayo, alerta y receloso.

Otro probaría a molestarle más. Con una caña le tocaría quizá los testículos. O bien con una tijera trataría de cortarle el rabo. O le arrojaría un pezuelo emplumado, con la punta bien afilada.

Entonces el león se revolvería, alcanzaría al más próximo y lo derribaría de un zarpazo. Caería el atrevido sangrando por el cuello. El león da su zarpazo buscando la yugular, como todos los felinos grandes o pequeños, aunque ninguno de ellos ha estudiado anatomía.

Se produciría entonces un gran alboroto y la gente con escopetas, hachas, revólveres, puyas y cuchillos caería sobre nosotros y nos aniquilaría a los cuatro: al león, y a mis niños también y a mí, por andar con el león.

Por todas esas consideraciones era mejor dejar al león recluido en su jaula y salir nosotros lo más discreta y silenciosamente posible. Lástima. Me habría gustado trabajar en el mundo para dar de comer al león y a mis niños, a los tres.

Pero había que salir sin el león.

Salir de nuestro país natal (el león había nacido también en Madrid).

Allí estábamos, en la frontera, en Bourg Madame. Luego, París. Luego —huyendo de los bárbaros— New York. Y luego otros meridianos y paralelos, otras longitudes y latitudes. A este lado o al otro del mar. El mar no es una valla, sino un camino con infinitas sendas.

Quince años después salían por Bourg Madame varias cuadrillas de obreros (porque se llaman cuadrillas como las de los segadores o los allegadores de aceituna) buscando el pan que les negaba la madre histérica y pobre y pegona y malhablada —pero al fin madre digna de amor—, y una vez fuera se sentaban en un banco dentro de la taberna más pobre y bebían un vaso de vino y comían un mendrugo de pan pensando en su vida nueva. Una vida que aún no conocían.

Pero más que nada pensando en su pasado. Desde Bourg Madame se veía aún España, el viejo solar materno. Y Pedro volvía a hablar con dos chispitas de optimismo un poco cínico en los ojos encendidos por el tercer vaso:

—Salimos muchos de mi pueblo y todos se fueron por Cerbére. Iban a la Suiza porque tenían oficios de herramienta y taller, pero yo venía a Tolosa como jornalero del campo y me mandaron por esta parte. Cuando salíamos de mi pueblo nos llamó el dueño de los olivares y de las viñas y acudimos a su cortijo con la mosca en la oreja. ¿Para qué querría saber de nosotros, si no era el tiempo de la oliva, ni de la uva? Allí estaba también el señor cura, un buen hombre que les puso la crisma a nuestros chavales. Otro cura nos la había puesto a nosotros y no veo la intención como no fuera porque ellos mismos o sus amigos iban a rompérnosla, digo, la crisma, cuando fuimos mayores. ¿Y sabes lo que nos dijo el señorito olivarero? Fue un buen discurso el suyo, porque es hombre de labia y le viene de casta, que su padre tengo oído que fue diputado del rey y luego también de la República. Tengo oído. Nos decía: «Ustedes abandonáis el pueblo donde nacisteis, que se está quedando vacío. Ustedes vais a dañar la recogida de la oliva y también la vendimia. ¿Quién va a allegar la aceituna en enero? ¿Y quién va a vendimiar en septiembre? Ustedes abandonáis el pueblo que se va a quedar vacío, me abandonáis a mí que tantos años les he dado el pan que comían sus hijos». Eso era verdad. El cura estaba a su lado y movía la cabeza como diciendo: ésa es la mera fetén. Abandonáis ustedes la patria que les vio nacer. Yo me acordaba de las malas muertes de los años de la guerra y la verdad es que no me atrevía a responderles, pero en mis adentros pensaba: un mes de trabajo me dieron el año pasado como aceitunero. Y otro como vendimiador. Mi comida y la de mis hijos en aquel mes se hacía con aceitunas reventadas al fuego y el pan que pringábamos con ellas. Y con el salario del mes de enero podíamos malvivir el mes de febrero, que es el más corto del año. ¿Cómo seguíamos viviendo hasta el mes de septiembre? Todavía no lo sé. El cura nos decía que cuanto más sufriéramos en esta vida más ganaríamos en la gloria celestial, después, pero si eso es verdad el amo y su familia no van a tener gloria celestial, porque no sufren en esta vida. Y a pesar de que ese señorito estará mal visto en la gloria celestial y a lo mejor no lo dejarán entrar, a pesar de eso, digo, el cura se pasaba la vida en su casa y no venía nunca a la nuestra, y eso todo el mundo lo sabía. Pero yo no me atrevía a decírselo al señor cura porque tú sabes lo que pasa si uno se hace reparar por sus ideas. Y el señorito volvía a hablar de la patria y a decir que no éramos buenos españoles si nos íbamos del pueblo y lo dejábamos vacío. Nuestra conciencia estaría negra de vergüenza, eso decía. Un poco negra la tengo ahora que he salido de España, es verdad. Bastante negra, pero espero que el mes que viene podré mandarle algo a mi mujer para que dé de comer a los críos. ¿No te parece? Antes que nada es la tranquilidad de saber que los hijos de uno no pasan miserias. Malo será dejar solo al amo en tiempos de aceituna y de vendimia, pero los otros meses del año bien solos nos deja a nosotros y si hay pan en la alacena o no lo hay bien sin cuidado le tiene al amo.

—Y al cura.

—Pero aunque el amo quisiera no podría mantener él solo a todos los braceros del pueblo desde enero a diciembre.

—No lo digo por tanto.

—Hay que considerarlo todo.

—Yo lo único que sé es que la semana que viene podré mandar algunos dineros.

—A quitarme voy de fumar —respondía Pedro—. Voy a ahorrar, quitándome de fumar y de beber, para traer aquí a mi mujer y a mis dos hijos. Digo, a Tolosa, que aquí podrán trabajar todos y vivir más decentemente. Aquí es cosa de ver cómo una familia de tres que tienen trabajo todo el año compran su casa y tienen su jardín con flores y hasta un garaje con auto.

—Eso... —decía Juan, dudando.

—Eso se ve a cada paso. Españoles lo tienen visto y me lo han escrito a mí.

Quería sacar una carta para mostrarla, pero no la encontraba. Y seguía:

—El chico pequeño irá a la escuela y aprenderá un oficio, que tiene buen entendimiento.

—También los míos lo tienen, pero no hay escuela en mi pueblo y no los puedo llevar al de al lado, que cae lejos. Volviendo a lo de antes el amo de las aceitunas tenía razón y le sobraba. Lástima, ¡cómo se queda el pueblo vacío! También tenía razón el cura, a su manera, pero bien sabe Dios que si nos quedábamos en el pueblo llegaría un día que no podríamos ir a misa porque el hambre nos tendría baldados. Yo no digo que tengan la culpa ellos, digo el señorito y el cura. Ni tampoco el cabo de la guardia civil. Pero el uno porque su bisabuelo era listo y cortó tierra y la plantó de olivares, el otro porque le manda el salario el señor obispo, y el cabo de la guardia civil porque recibe su jornal en la capital de la provincia, los tres pueden seguir viviendo bien tranquilos en el pueblo y trago va y trago viene. Y allí los hemos dejado y allí estarán, calculo yo, jugando a la brisca. Y unos con otros los tres se entienden.

—Las mujeres podrán ayudar en la allegada de la aceituna. Y de la uva.

—Pues quién sabe. La aceituna cae en invierno y es trabajo duro por la intemperie. Y las mujeres no saben varear, que es cosa del ordeñe de las ramas y no hay que maltratar el árbol. El olivo es un árbol delicado y si no se le trata bien de un año al otro pierde el temple y se puede malograr como una persona, que yo lo tengo visto.

—Sobre eso no sé qué te diga, porque en mi pueblo no los hay.

—Mal cuerpo me pone a mí el pensar cómo se presentará la cosecha del año que viene, si no tiene el amo vareadores y ordeñadores al caso. Porque un olivar bien mantenido es cosa guapa de ver.

—Ya digo que en mi pueblo no los hay.

—Parece como la iglesia mayor de Córdoba con tanta columna tan bien puesta y enfilada. Es lo que me parece a mí. Hasta cuando hablas, allí, digo en el olivar, parece que dan ganas de no levantar la voz por respeto. Que de allí sale aceite y vale dinero y con el dinero se compran cosas que hacen a la gente feliz. Al que compra y al que vende.

—Hermosa cosa debe ser un olivar bien mantenido.

—Pues... ¿y una viña? Podadores los había en mi pueblo y buenos, que cada año sacaban un sarmental de más de ochenta carretadas y el amo nos lo daba aquello para encender la lumbre en la invernada. Por nada nos lo daba. No vale mucho el fuego de los sarmientos, que dura menos que un Ave María, pero el que te lo da no querría verte muerto de frío.

—También hay que entender otras razones. Sacar el sarmental del viñedo le habría costado algunos jornales al amo y así le salía de balde.

—También yo lo tenía pensado, eso. Pero ahora es lo que el amo decía: ¿quién va a podar los majuelos? ¿Quién sabrá cortar el mal brote y dejar el bueno? Todo hay que entenderlo, cada cosa a su manera, que una cepa no es para cortar por cortar. Una cepa tiene sus venas maestras para hacer la uva según por donde le dé el sol. Y tiene sus venas segundas que no valen tanto y algo va de desnudar la cepa sabiendo lo que haces y no al buen tuntún. El majuelo como el olivo sigue su ley. Y el amo nos decía: «Salir de España no es patriótico. Queda el pueblo deshabitado. Sólo quedan las viejas con sus gatos en la falda. No es patriótico dejar los olivares y las viñas sin cuidado. Los lagares de aceite y de vino, vacíos». El cura y el cabo decían lo mismo y razón les sobraba, pero ¿qué harían ellos si los hijos les pidieran pan y no pudieran dárselo? Ahí no hay quien resista. Ocho meses como un gandul, mano sobre mano. Y la limosna que da el gobierno, cuando la da, no llega para llenarles a los críos el estómago de paja. Y la peor vergüenza es esta de no poder emplear los brazos para cosa que valga la pena. Eso, sí. Allí sabemos de la cepa y la oliva.

—De la cepa algo sabemos también en mi pueblo. Digo, en Castilla. Buenos viñedos hay.

—Pero no tiene comparación con Andalucía. Allí el majuelo y el olivar están por encima de las demás cosechas. Bueno, y la hortelanía de riego, que melones como los de Alcalá del Río no los hay en el mundo.

—En Castilla el trigo es lo que rige. La labranza, la siembra y la siega.

—Y la trilla.

—Eso ya, mayormente con máquinas. Malditas máquinas que trillan y avientan el trigo y nos quitan el pan.

—Pero eso es progreso. Que sin la máquina aventadora cuando no hay brisas no se puede aventar, y llega una tronada entretanto y malogra el trigo en la era. Poco nos llega a nosotros del progreso de las máquinas, pero a nuestros hijos les llegará más.

—El mañana es el mañana, pero eso nadie lo ve todavía.

—Se puede barruntar.
—El mañana, digo.

—Sí, el mañana. En estas tierras forasteras se puede ver lo que es el mañana. Aquí les ha llegado ya y por eso el barrunto es más claro, digo yo. Un día...

—En mi pueblo —dijo Pedro— la cosa era un poco de otra manera. Hay pueblos y pueblos. Allí el trigo y la carrasca del monte con buena bellota para los puercos. También hay un poco de pinada y de monte seco que es bueno para las borregas y para el animal cabrío.

—¿Y las vacas?

—La vaca pide hierba tierna todo el año redondo. Pero con las personas pasa lo mismo que en tu pueblo. El pienso para los animales no se puede decir que falte, pero no es igual la comida para las personas. Bueno, en mi casa no faltaba pan. Siempre lo había en la alacena.

—Tanto como eso... tampoco en la mía.

—Si yo salgo de España no es por la hambre. En mi casa no se pasaba hambre.

—Tampoco en la mía, que antes habría robado el pan que dejar que mis hijos no lo tuvieran.

—Uno sale del país para que los críos se manejen en la vida mejor que nosotros, ¿no te parece?

—Pan lo había en mi casa. Y muchas veces la abuela lo cortaba y se les daba a los chicos con miel.

—Tampoco falta en mi pueblo, la miel. Que las abejas la hacen con la flor de romeral, que es la principal comida que tienen. Y los años buenos tenemos un puerco, dicho sea sin malicia, y un jamón colgado del techo.

Bebieron los dos. Juan tragó mal y estuvo tosiendo un rato. Confesó humildemente que jamón no lo tenían, pero sí aceituna cornicabra que asaban a las brasas. Pedro el castellano siguió hablando de sí mismo y de los suyos:

—Nosotros hemos venido a menos, pero siempre fue así y mi familia tenía su buena casa de piedra y hasta un pariente cura.

—¿Algún primo?

—Tío segundo. También tengo yo un primo, pero el pobre tuvo que marcharse a las Américas.

Lo compadecía, Pedro, olvidando que también él era un emigrante y de menor cuantía, porque no podía pagarse un pasaje en un barco y menos en un avión.

—Aquel primo mío corrió mundo. Estuvo ocho años en las Américas y llegó a ser capataz en la California y mandaba en más de ocho mil mejicanos que iban a la pizca del algodón y también a la cosecha de la naranja y de la uva. Había mucho peón mejicano y chino y hasta del Japón, y mi primo algo aprendió de ellos, aunque eso más bien diría yo que le perjudicó. Con el tiempo vino a causarle la mina.

—¿Qué ruina?

—A ver. Tanto trato con gente de otras naciones le hizo coger ideas que fueron su perdición. Digo, cuando volvió a España.

Eso le interesaba a Juan, quien escuchaba con los cinco sentidos.

—¿Pero por qué volvió a España?

—Eso de quedarse siempre fuera de nuestra tierra acaba por quemarle a uno los adentros.

—Según, digo yo.

—Yo tengo pensado traer a Tolosa a mi mujer y a los críos y con ellos será diferente porque se tiene calor de familia. Pero mi primo era soltero y sin arrimo.

—¿Aprendió tu primo la lengua de la California?

—No. Aprendió la lengua mejicana que es la que se estila allí, según dicen. En más de ocho mil hombres, mandaba. El amo era uno de esos que llaman yanquis y cuando se hizo viejo y con sus buenos millones se retiró del trato del algodón y las naranjas y le dijo a mi primo, digo, como que quería venderle a él sus fincas mejor que a otro. Y a pagar a plazos del dinero que levantara con las cosechas. El amo le dijo: honrado y trabajador eres y prefiero entenderme contigo mejor que con los bancos. Eso le dijo.

—Rico pudo hacerse, tu primo.

—Dorado de caudales en pocos años, porque la moneda de allí vale como cien veces la de acá.

—Eso es la pura verdad, que yo he visto a soldados yanquis en Sevilla caérseles los duros cuando pagan un auto de alquiler en la calle y no bajarse a cogerlos.

—Era hombre mi primo de mucha cabeza y lo veías y no lo podías creer. Parecía hombre tirado y flaco y mal carado. Y callado y secreto. Pero antes de salir el sol ya estaba en la faena y así seguía hasta después de entrada la noche. El amo le decía: hombres como tú ya no los hay, porque nunca han estado mis predios más lozanos ni he tenido mejor arreglo con la peonada. Mi primo era de los que dicen que cuando sale el sol y le pilla a uno en la cama es jornada perdida.

—Hombre de temple.

—Y la gente que manejaba no era de trato fácil. Tuvo alguna mala faena de la que salió con sangre. Llevaba la muestra de una puñalada así en el vacío del lado derecho. Un italiano que le plantó cara.

—Zurdo debía ser.

—Mi primo le respondió por el respectivo, pero salió libre mi primo porque se vio que tenía razón. Andando con esa gente cogió las ideas.

—¿Y no le compró los predios al amo?

—Pues lo estuvo cavilando un año entero. El amo le decía: piénsalo bien y dime tu parecer.

—Yo en su caso lo habría comprado.

—Todo tiene sus contras. Y mi primo con su salario había ahorrado más de doce mil duros y lo pensó y dijo: no. Que se entienda el amo con los bancos porque yo me vuelvo a mi pueblo a sentir cantar las alondras en los trigales. Eso decía. Y como lo dijo, vino al pueblo y se casó con la maestra. Con el salario de ella y las rentas de él que le daban sobre setenta duros al mes, vivía como un rey. Se iba a cazar con su buena escopeta de dos cañones y un galgo muy corredor que no lo había mejor en la comarca. Y cuando volvía les daba lo que había cazado a los amigos pobres y les decía que si sabían juntarse en una sociedad ganarían mejores jornales. Lo malo era que nunca iba a misa ni le enviaba liebres al cura, y eso daba que hablar. Él decía que en la California había muchas religiones, y cuando le hablaban en aquella tierra como para entrar en religiones judías o protestantes él respondía: «Conque yo no creo en el catolicismo, que es la única religión verdadera, y quieren que crea en las otras». Pero cuando volvió no iba a misa y parece que el cura le cogió tirria. Era buena persona el cura, pero cada cual se apega a su oficio y lo defiende. Es lo que pasa. Si nadie fuera a misa tampoco el pobre cura tendría de qué vivir. Mi primo decía que él creía en Dios y que Dios lo mismo da el sol y la lluvia y la salud y el entendimiento al beato que al hereje. De ahí no lo sacaban. Y el año que comenzó la guerra iban a buscarlo los señoritos de la ciudad con su mala leche y mi primo se adelantó.

—¿Qué quieres decir?

—Que se colgó de una viga en el solanar. Y allí estuvo todo el día hasta que vinieron los de la Cruz Roja a sacarlo, que todo el pueblo lo miraba con lástima porque como persona cabal lo era y nadie lo quería mal, digo, en el pueblo. Además era concejal republicano. Eso también le perjudicó si a mano viene. Para entonces algunas personas lo miraban mal.

—Debió hablar demasiado con la gente, digo, sobre sus ideas.

—Era de pocas palabras, mi primo. Pero en los pueblos la gente conoce al que calla lo mismo que al que habla. O mejor.

—¿Qué sacó con irse a las Californias? Una mala muerte, sacó.

Se quedaron callados pensando en sí mismos. En las aldeas la gente hablaba o callaba y el mal y el bien llegaban para todos y a veces con el mal llegaba la muerte para alguno.

—Es lo que pasa —repetía Juan.

Ahora, desgraciados o felices, los hijos de aquellos emigrantes serían personas más decentes. Porque Juan y Pedro querían que sus familiares parecieran decentes. Y Pedro seguía hablando:

—En mi pueblo sólo han quedado cuatro viejos y seis o siete mujeres. Soledad y pobreza. También hay una casa fuerte, y el cura, ya se sabe, de parte del rico. Es natural, porque arregló de su bolsillo la pila bautismal y compró el cimbal de la ermita de Santa Quiteña. Y se dice que también le tiene comprado un manto con requilorios de plata que le ponen a la Santa el día de la fiesta, para que esté más maja que Santa Petronila la del pueblo de al lado. Porque él se cuida mucho de la buena fama del pueblo, eso sí. Y cuando nos íbamos del pueblo nos mandó que fuéramos a la iglesia y nos echó un sermón: que el amor a la patria era lo más alto, que cambiar de patria como cambiar de madre, que el pueblo iba a quedar sin los brazos más robustos, que la siega la harían los gallegos, pero cuanto menos brazos más costaría el peonaje.

—La pura verdad.

—Luego el cura nos mandó a todos ponernos de rodillas y rezamos el rosario. Y dimos cada cual un real para las ánimas del purgatorio, que parece que no tienen nunca suelto, y otro sermón para decir que debíamos mantener alto el pabellón nacional allí donde fuéramos.

—¿Qué quería decir con eso?

—Pues yo tampoco lo entendía, entonces. Y pensaba: tenemos que trabajar en el campo de sol a sol, sembrar, escardar, podar, sulfatar, y es lo que haremos aquí en la Francia. Y limpiar los establos, y llevar el estiércol al campo, y ordeñar las vacas. Y pasar la noche en pie cuando paren. Y dar agua a las unas y sal a las otras. Y obedecer al capataz y al amo y a las criadas de casa adentro, que las hay muy descaradas. Y aprender la lengua para entender lo que nos manden y enviar dinero a la familia y vivir sobre el terreno obedeciendo a la policía y aguantar las malas palabras como sea y donde sea. Y tener cuenta de nuestros cuerpos y andar limpios si podemos y decir a todos amén como forasteros que van buscándose la vida por el mundo. Y además mantener alto el pabellón nacional. Esto yo no sabía lo que era, pero el cura decía que era lo más importante. Eso y la fe cristiana y el ir a misa y el real para las ánimas.

—El pabellón nacional es la bandera.

—Eso me dijeron. Entonces yo pregunté si teníamos que llevar una bandera española, lo que no sería muy a propósito, digo yo, en otras tierras donde tienen la suya que es de otro color. Y entonces nos dijo el cura que debíamos llevar el pabellón en el alma. Eso, la verdad, no sé cómo se hace.

—Es como acordarse del día que fuimos soldados y juramos.

—El que más y el que menos jura cada día.

—No. El día que juramos la bandera.

—¿Pero qué bandera? Yo juré a una bandera diferente cuando fui soldado en 1934.

—Yo en 1940. Diferente era, la verdad.

—¿Y cuál es la buena? Yo no me atreví a preguntarlo, porque otra vez que había hablado de eso me respondieron con mala sangre.

—La bandera que rige es la de ahora.

—¿Por qué?

—Dicen que está bendecida por el Papa.

—Entonces quiere decirse que la mía no vale.

—Ya te digo que todo eso pasa en el alma.

—¿Y dónde está el alma?

—Yo creo que eso que dicen del alma es la buena voluntad y el no querer hacer mal a los otros aunque se lo merezcan. Por eso se dice de un granuja que es un desalmado. ¿No lo has oído tú, eso?

—Más de una vez lo tengo oído.

—Un desalmado. Entonces llevar el pabellón alto es como querer a nuestra tierra. ¿No la quieres tú?

—Yo, sí. Pero parece que ella no me quiere a mí.

—Y tener su recuerdo en el alma.

—Pues no sé. Ahora mismo me da murria el salir y andar con gentes que hablan de otra manera. Se me pone un peso en la entraña con esto de marcharme.

—El cura de mi pueblo y el amo tenían razón. Y una madre, aunque le trate a uno mal, es una madre.

—Y aunque sea una mala madre.

—Hasta los hijos de puta quieren a su madre, y si a mano viene dan la vida por ella.

—Sobre ese particular yo no sé qué decir, porque la mía era una santa.

—No más que la mía.

Callaron los dos pensando que un hijo de puta pensaría lo mismo de su madre. Pero aquél era un tema crudo y malsonante y no quisieron insistir. Además, en el fondo, estaban de acuerdo. Una madre es una madre, puta o santa. Y las madres de los dos eran sin reproche. En eso los dos estaban de acuerdo también.

Reía Juan recordando algo. No lo decía, pero el recuerdo estaba bien claro en su mente. Decirlo allí a un extraño habría sido una falta de respeto para su madre. Recordaba que cuando ella se enfadaba y él tenía diez o doce años y escapaba porque quería pegarle ella lo insultaba llamándolo hijo de puta.

Había inocencia en aquella expresión de su madre, quien se enfadaba con cualquier motivo porque la falta de medios de vida les agriaba la sangre a los dos: a la madre y al padre.

Se pasaba Pedro la mano por la barba bien afeitada y el roce sonaba a papel de lija. Les habían dicho que había que rasurarse cada día en aquellos países, cosa que en su pueblo no hacían ni los ricos. Quizás en la ciudad algún banquero, algún obispo, algún duque. Pero el común de los mortales, no. Y fuera de España lo hacía el común de los mortales. Así decía Pedro.

Se veía que las tierras extranjeras que pagaban bien el trabajo no querían que los trabajadores tuvieran mala presencia.

Estaban acabando su vaso de vino cuando llegaron dos individuos que hablaban español. Eran de la agencia.

Fuera habían dejado una camioneta en la que había por lo menos quince campesinos más. Y allí fueron Pedro y Juan y con la camioneta desaparecieron por una carretera recta que parecía perderse a lo lejos donde se confunden el cielo y la tierra.

La mayor parte de las carreteras de Francia eran rectas y se confundían a lo lejos con la tierra y el cielo.

Como decía al principio, yo también salí de España algunos años antes por Bourg Madame. No era el caso de Juan ni de Pedro, porque yo podría vivir con cierto decoro. Pero asesinaron a la madre de mis hijos en el lado contrario del frente y los niños quedaron abandonados. Tuve que ir a Francia a buscarlos y cuidar de sus tiernas vidas.

A mi mujer la mataron los fascistas y luego resultó que los comunistas estalinianos querían matarme a mí, en Francia. Yo necesitaba vivir para mis hijos. Y los tres nos salvamos, de milagro. Hasta hoy. Uno ha vivido realmente, desde entonces, en la frontera. No la frontera geográfica, sino la otra, la que separa la vida de la muerte. Al borde del abismo. Mis hijos tenían derecho a salvarse por su inocencia y su infantilidad. Yo sé que hay seres frágiles de corta vida —a veces sólo dura el espacio entre dos puestas de sol— que no son impresionados por los peligros del abismo. Al borde del precipicio vivo todavía, ahora, y veo con frecuencia cómo una mariposa de alas doradas vuela sobre él y lo cruza sin cuidado. Así, con mis niños. No sólo lo cruzaron ellos sino que me llevaron a mí.

Sobre el terrible abismo de las catástrofes.

También ellos —mis hijos— se salvaron de él por su fragilidad y sin saberlo siquiera me salvaron a mí. Y aquí estamos los tres. Yo soñando con el pasado y ellos con el futuro. En una frontera sin aduanas ni policías que busquen en las maletas mandíbulas con oro en los dientes. En esa frontera que todos cruzaremos un día. Tú también, lector amigo o enemigo, quién sabe.


Ramón J. Sender

"Despedida en Bourg Madame"

Relatos fronterizos (México, 1970)








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