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1264. Recordando a Mariano Constante

Recordamos en el quinto aniversario de su muerte a Mariano Constante. Militante de la JSU, combatió desde los dieciséis años en la Guerra española en la 43ª División del EPR. Fue uno de los oficiales más jóvenes. Estuvo en la "Bolsa de Bielsa” y se exilió a Francia en febrero de 1939 donde luchó contra los nazis hasta su captura y deportación a Mauthausen en 1941. En el campo de exterminio organizó junto a otros españoles una red clandestina de resistencia y ayudó a muchos prisioneros a sobrevivir. 

«Fue entonces cuando me prometí –si llegaba al término de la contienda con vida-,relatar lo que fue el calvario de los españoles en Mauthausen. Era necesario que el mundo supiese lo que había sido aquello, para que las generaciones futuras impidiesen el resurgimiento de una ideología como la de los nazis»



El 22 de junio de 1941 se produjo un acontecimiento importante. Coincidió con la invasión de la URSS por tropas de Alemania. Los SS decretaron una desinfección general del campo. Nos levantaron a las tres de la mañana y nos dieron la orden de cerrar las puertas y ventanas, pegándoles unas tiras de papel para que los gases no pudieran escaparse por las ranuras. Aquella desinfección se hizo con los mismos gases que empleaban para exterminar a los prisioneros. Fuimos concentrados, completamente desnudos, en la plaza donde estaban los garajes SS. El frío de la noche era muy intenso, pese a encontrarnos en junio; por el contrario, durante el día el sol causó grandes bajas en nuestras filas. Aprovechamos el hecho de encontrarnos todos reunidos para discutir y ver qué forma de organización podíamos crear allí. Bajo la amenaza de las ametralladoras, voluntariamente «aislados» de los bandidos alemanes, tuvimos pequeñas reuniones de las cuales salió la organización política clandestina española. Manuel, Pepe, Santiago, Bonet, Pagés, Tarragó, Juncosa y yo fuimos designados por nuestros compañeros para asumir la dirección de la misma, con la colaboración de otros camaradas, naturalmente. Al principio se trataba de la organización del partido comunista español, compuesta por los elementos más activos de la lucha, en aquel lugar como en los otros campos. Pero nuestro objetivo era crear una organización nacional española. Mis compañeros y compatriotas me habían vuelto a confiar una responsabilidad en la dirección de la misma. Esa organización sería el germen del Comité Internacional de Mauthausen, tiempo más, tarde. Ahora, sin embargo, el lugar y las circunstancias eran excepcionales. Asumí con orgullo la prueba de confianza de mis compatriotas. No ignoraba las dificultades que nos esperaban, además de las cotidianas, pero el ejemplo de voluntad y de tenacidad de mis compañeros me espoleaba el ánimo. En el transcurso de aquel día, y por los altavoces que los SS habían colgado en la muralla para que escucháramos su propaganda, nos enteramos de que la Alemania nazi había atacado a la URSS. A media noche regresamos al campo, que según los SS estaba desinfectado. Sin embargo, al entrar en las barracas, muchos de nuestros compañeros cayeron al suelo víctimas de las emanaciones de los gases mal evacuados. Así que pasamos todo el resto de la noche sin dormir.

Comenzamos nuestro trabajo clandestino cerca de todos los españoles, tanto en los lugares de trabajo como en los blocks. Perseguíamos varios objetivos: mantener nuestros principios y nuestra moral. Se trataba de hacer comprender a unos y a otros que, para luchar en el interior del campo, era necesario tener una voluntad inquebrantable de combate y de esperanza, sin la cual nada era posible; tener confianza en la victoria final; luchar contra la depravación y la corrupción, evitando hacer el juego de los SS, para perjudicar a otros presos políticos; solidaridad total en cualquier momento y circunstancia; hacer lo posible para impedir que los de «delito común» nos robasen nuestra escasa comida; intentar introducir españoles de confianza en los lugares de trabajo donde hubiera posibilidades de ayudar a los demás y, en lo posible, también en las barracas; conseguir informaciones y vigilar la conducta de los SS, con el fin de hacer frente y prever sus reacciones; establecer contacto con los deportados políticos de otras nacionalidades.

En aquella época había muy pocos «políticos» verdaderos: tan sólo varios austríacos, unos cuantos alemanes y unos pocos polacos. En fin, había que aconsejar a todos el sabotaje, la pasividad, y todo cuanto pudiera representar una forma de lucha contra los SS y sus métodos, convencidos de que así ayudaríamos a los demás a sobre-vivir hasta la victoria. Aunque sólo se salvaran un puñado...

Estos pueden parecer objetivos casi quiméricos, incluso, cuajados de infantilismo, pero ninguno de ellos carecía de importancia y eran el resultado de un verdadero estudio por nuestra parte. Eran el producto de «nuestra experiencia». En una jornada de trabajo, estar «inactivo» durante media hora podía representar salvar la vida de un hombre «aquel día» y, con ello, dar lugar a que al día siguiente su situación mejorara. Conocer y observar la actuación de un SS era poder burlar su castigo, evitando una de sus «ofensivas» durante la cual algún hombre podía sucumbir. Esconder a uno de nuestros compañeros durante unos minutos, en el transcurso de un control SS, era impedir quizá que le inyectaran el contenido de la jeringa de bencina. La pasividad metódica en el trabajo —muchas veces con el riesgo de represalias— era la certeza de un menor desgaste de nuestro debilitado organismo. La ruptura de un pico, de una pala, de una vagoneta, o de una pieza de las máquinas de la cantera, era entorpecer su producción destruyendo parte —una ínfima parte, es cierto— del potencial de guerra del III Reich. Más tarde, cuando se fabricó material de guerra, los sabotajes serían más importantes. En cuanto al cacito de sopa o a los miligramos de pan que se entregaban al compañero exangüe, podían representar una fuerza suplementaria que podía permitirle unos días, unas semanas más de vida. En Mauthausen era necesario calcular todo meticulosamente, hasta el más mínimo detalle, para poder conservar la esperanza de sobrevivir.

En junio llegaron también a Mauthausen los primeros grupos importantes de judíos. El grupo más numeroso venía de Holanda. Trescientos cincuenta o cuatrocientos judíos fueron enviados a la Straffkompanie (compañía de castigo). Es decir, dentro de Mauthausen, pese al régimen horroroso que soportábamos, todavía había un lugar más terrible, reservado a los castigados, a los judíos y, más tarde, a los soviéticos. Esta compañía tenía que acarrear las piedras sobre las espaldas, subiéndolas de la cantera, y soportar un trato atroz, hasta su total exterminación. El grupo de holandeses, y más tarde otros de diferentes países, tenía que transportar los bloques de granito no solamente al campo para construir sus murallas, sino también al mortífero «comando Siedlungsbau», distante unos tres kilómetros de la cantera. Los bloques de granito pesaban un mínimo de 70 kilos. También a nosotros nos obligaban a veces, cuando éramos castigados, a transportar dichos bloques, y más de un español murió aplastado bajo uno de ellos. La diferencia de los judíos con respecto a nosotros era que la exterminación nuestra se hacía de manera lenta, metódica, aprovechando nuestro trabajo, la de ellos era total y rápida. Al final de cada jornada, los supervivientes debían llevar sus muertos al crematorio. Raros fueron los judíos que sobrevivieron 15 días.

Gracias al cacito de sopa de «reenganche», que recibía en el block, pude resistir mejor algún tiempo, pero aquella sopa fue suprimida y sustituida por café. Cuando digo café —así lo llamaban ellos— podría decir un compuesto de mezclas que no tenían nada que ver con el café. En septiembre de 1941 yo pesaría unos cuarenta kilos. Estaba como la mayoría de nuestros compatriotas; éramos verdaderos esqueletos ambulantes. Hasta tal punto que cuando estábamos formados y pegaban a uno, éste, al caer al suelo, hacía caer toda la fila como en un juego de bolos. Sin embargo, aún tenía fuerza para ir a reuniones con mis compatriotas, para discutir y organizar cosas. Es cierto que aquello era una fatiga suplementaria, pero era bueno poder hablar de nuestras luchas, de nuestras esperanzas, de la forma de burlar los SS, del final de la guerra, y de la victoria, en la que creíamos firmemente. Eran cosas tan importantes, y casi más, que recibir un plato de sopa. Los incrédulos quizá sonrían, pero, sin aquella actividad, sin la voluntad que nos animaba, no creo que nos hubiera sido posible resistir. Había que esforzarse en pensar en otras cosas, porque caer en el desaliento y la desmoralización era correr de cabeza a una muerte irremediable. Con todo, un día creí llegada mi última hora. Fui atenazado por un cólico y una maligna disentería provocados por unas hierbas que había comido y por el agua. Tenía mucha sed y me puse a beber en el sifón que habíamos construido para la evacuación del agua. Yo había mirado a un lado y a otro sin percibir la presencia de ningún SS, pero uno de ellos estaba escondido detrás de la barraca almacén y me vio:

—¡Español, ven aquí!

Me quedé paralizado por el miedo. Lanzó de nuevo la orden:

—Ven aquí, y salta dentro del pozo.

—Pero, si estoy vestido...

—Eso es lo que quiero: que saltes vestido dentro del pozo.

Y, al mismo tiempo que me hablaba, me empujaba con un mango de pico hasta que caí en el agua. El pozo medía unos dos metros y medio de profundidad. Me agarré al borde con las manos, manteniendo la cabeza fuera del agua. El SS se acercó al borde y me pisoteó las manos con sus botas de talón herrado. Riendo y gritando como un energúmeno, me repetía:

—¡Perro español! ¡Cerdo «bolchevique! » Hínchate de agua y bebe por última vez.

Pese al dolor, yo no me soltaba. Entonces el SS comenzó a golpearme y, apoyando su bota sobre mi cabeza, intentó sumergirme enteramente. Durante más de un cuarto de hora «jugó» conmigo, a su antojo, empujando mi cabeza dentro del agua. En lo alto del terraplén, la jauría de kapos estaba reunida riéndose de las «proezas» del SS. Cuando se cansó de torturarme, algo sorprendido quizás al no verme ahogado, llamó a dos españoles para que me sacaran del pozo. Los dos amigos que me auparon eran del grupo de adoquinadores. Me llevaron junto a ellos y me ayudaron en mi trabajo, puesto que con mis manos heridas yo no podía hacer prácticamente nada. ¡Esta era la solidaridad de los españoles! Al regresar al campo los camaradas me sostenían ayudándome a andar, ya que estaba medio muerto. Por el camino me entraron unos fuertes dolores de vientre y la disentería empezó a hacer de las suyas. En la barraca, cuando el jefe supo lo ocurrido con el SS en el trabajo, me hizo entrar en el lavabo —cosa rara: sin pegarme— y me ordenó que me limpiara, sin meterme bajo la ducha de agua helada. Luego me encerró con los muertos y moribundos y, sobre las diez de la noche, vino a buscarme, dándome una camisa y un calzoncillo limpios. ¿Por qué había hecho conmigo lo que no hacía con los otros? ¿Era posible que fuera capaz de tener lástima de alguien, cuando todos los días mataba a nuestros compatriotas bajo la ducha y a porrazos? Dos años más tarde me hizo sus confidencias, diciéndome que le había impresionado mucho el estado en que me había dejado el SS. ¡Ironías del hampa de Mauthausen!

Durante varios días fui al trabajo casi arrastrándome, y mis manos quedaron deformes para siempre debido a los golpes recibidos.


Mariano Constante
Los años rojos, Pp. 128-133
1974, Ediciones Martínez Roca, S. A








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