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Carmen Laforet Díaz (Barcelona, 6 de septiembre de 1921 - Madrid, 28 de febrero de 2004) |
Del silencio mortal caído sobre España una vez
conclusa la guerra civil se ha levantado ahora un testimonio que, quienes
participamos de cerca o de lejos en aquella tremenda lucha, deberán escuchar
temblando: la nueva generación, que padeció la catástrofe desde el margen de la
infancia, irrumpe a la existencia histórica para pronunciar su palabra propia.
Palabra llegada, por lo pronto, bajo la forma de relato fingido… Hace, en
efecto, poco más de un año constituyó acontecimiento literario la aparición de
una novela, el nombre de cuya autora –desconocido entonces y pronto divulgado-
pertenecía a una muchacha de veintidós años. Ese nombre era Carmen Laforet. El
título de su libro se reducía a esta singular palabra: Nada. Su revelación
suscitó enseguida, y todavía sigue suscitando, comentarios diversos en toda el
área de nuestro idioma.
Considerar este libro en la actitud, entre cauta y
suficiente, con que la crítica profesional recibe de ordinario la producción
primera de un autor nuevo, sobre que resulta siempre un tanto ridículo, es en
la ocasión de todo punto inadecuado. El suceso literario -la vibración de una
voz distinta y genuina entre los melancólicos acentos con que consuman el
destino de sus postrimerías aquellos viejos maestros a quienes no cupo la
suerte, dichosa a su manera, de Unamuno y Machado; entre la recatada, casi
inaudible queja con que destilan otros el jugo secreto de una desconcertada
madurez; entre el monótono trabajo nauseabundo de la gusanera escribidora- el
suceso de esta voz fresca, aunque transida de dolor y empañada por la angustia,
rebasa cualquier estricta significación literaria para asumir un sentido mucho
más hondo: es la señal que de sí misma ofrece una generación recién llegada. La
discusión acerca de las calidades imaginativa o estilística manifiestas o
prometidas en el libro, acerca del grado de su realización o frustración
artística, se hace baladí ante dicho significado. Pues ya no interesa tanto
apreciar el mérito de la obra, ni discutirlo, como apurar su valor de
documento: es ante todo un mensaje cuya sinceridad lo destaca con vigor enorme
sobre la rala y rastrera producción libresca rendida por España en estos años,
mensaje primero, y, hasta hoy, testimonio único de esa generación española que,
todavía en la infancia, hubo de sufrir la guerra sin el apoyo que, contra sus
horrores, pudiera acaso prestar la pasión a los adultos combatientes.
No se diga que, por tratarse de un caso individual, ha
de ser, cuando no ilegítima, sospechosa la inferencia generalizadora: cada
generación trae consigo su tono propio, que la define por encima de las
diversidades de temperamento, ideología e intención. Un solo trazo de una sola
mano basta ya a marcar en el tiempo el signo espiritual por el que toda ella se
distingue, con tal de que ese trazo delate la autenticidad vital que nadie,
creo yo, discutirá al libro de Carmen Laforet.
Quince años era la edad de su autora cuando se
desencadenó el gran torbellino que asolaría la tierra. Cinco años después de
acabado, esta muchacha, irguiéndose sobre las ruinas, contempla con extrañeza
el mundo en torno, y lo interpreta según la experiencia de su vida. Carácter
autobiográfico se ha insistido en atribuir a su novela. En definitiva, toda
creación artística –es bien sabido- puede valer en algún modo de autobiografía.
Si hay aquí una muy escasa elaboración y reajuste de los materiales de aquella
experiencia vital, eso no restaría por sí mismo alcance a la obra, ni siquiera
en el orden estético. El que precisamente ellos, tal cual se encuentran dados,
hayan sido percibidos como relevantes, decisivos y dignos de obtener expresión
espiritual, el que por entenderlos cargados de sentido se les haya querido dar
una proyección artística, es lo que importa: han sido captados como
significativos; de expresión vital han pasado, mediante el acto creador, a
constituirse en documento de una actitud frente al mundo. Que esta actitud no
corresponde a la sensibilidad de un exquisito extravagante, lo atestigua a su
vez el éxito mismo logrado por la novela en España: es el documento, no tanto
de un alma, como de toda esa generación, que abrió sus ojos a un horror del que
era inocente y que, sin embargo, debía marcarla a hierro y fuego. “Es difícil
–escribe Carmen Laforet- entenderse con las gentes de otra generación, aun
cuando no quieran imponernos su modo de ver las cosas”. Y esta observación
trivial, único enunciado abstracto, quizás, que la novela contiene, es en
verdad su clave: una cesura insalvable separa a la generación joven de aquellas
otras, anteriores, con quienes está conviviendo y de las que depende, pues
todavía ocupan el plano de la decisión histórica, ya que no pueda decirse que
la gobiernan.
¿Cómo ve a sus mayores esta joven estudiante, que en
primera persona, escribe la novela de una joven estudiante? ¿Cómo ve a las
gentes situadas al otro lado de la grieta generacional? Son gentes
desquiciadas, desvencijadas, rotas, caídas al borde de la demencia; gentes cuyo
vivir carece de rumbo y de sentido: son los protagonistas de la guerra civil.
Quien tenga presencia de ánimo para mirarse en ese
espejo, para mirarse en los ojos implacables (al mismo tiempo que infinitamente
piadosos) de los hijos, encomiéndese a Dios; quien no, piense si gusta que se
trata de un espejo cóncavo:puede consolarse regateando exageraciones…
“Román había sido el espectro de un muerto. De
un hombre que hubiera muerto muchos años atrás y que ahora se volviera por fin
a su infierno”, dice la autora a propósito de uno de sus personajes, loco
malvado y seductor que se suicida tras haber ejercitado en vano su inútil poder
sobre las vidas que lo rodeaban. Pero ¿qué son, sino muertos que se sobreviven,
todas las demás figuras?: el otro loco, furioso y lleno de ternura; la mujer
estúpida, manejada por los impulsos más violentos; la solterona desconcertada
en su fracaso; y, sobre todo, esa patética anciana que nunca duerme, único
personaje de la novela al que, en la total ineficacia de su bondad, llega,
desde la otra orilla del tiempo, la simpatía plena de la generación de los nietos.
Con su protagonista, la autora busca en esos abismos,
siempre de sorpresa en sorpresa, de asombro en asombro, hasta desembocar por
todas partes en la nada. Jamás la literatura española conoció una desesperación
tan absoluta, un tan radical nihilismo; se diría que la guerra civil ha
consumido las últimas fes y, con ellas, cualquier sentido de la existencia
humana. Y lo que más desoladora hace esta visión del mundo es el no aparecer
torcida ni forzada por propósito alguno: la novela ni envuelve tesis, ni
responde a doctrina filosófica, política o estética, así como tampoco refleja
la influencia de modelos definidos; en ella, una mirada limpia, fresca y
denodada atraviesa un medio turbio, febril, quebrado, viscoso… Se limita a
presentar testimonio.
Ante ese vacío lúcido, ante el testimonio de la nada,
hay que echarse a temblar; pues, en almas excelentes como la de esta criatura
que tiene todavía el valor de aportarlo, es pura desesperación; en el rebaño,
brutalidad y cinismo. Y hay que echarse a temblar, porque la nada que ella
condensó en el título de su novela, coincide con la nada que, de diversos
modos, vienen proclamando las más características manifestaciones literarias de
otros países. Ingenuamente, Carmen Laforet cifra en ese título la actitud espiritual
del existencialismo que, filosofía en Alemania, se ha hecho invención narrativa
en Francia para alcanzar fulminante boga. Lo que J.P.Sartre, por ejemplo, está
realizando sobre base filosófica y con una conciencia estética muy refinada,
reviste la misma significación profunda contenida ya en esta obra juvenil,
escrita en forma directa y no sin algunos tropiezos de la pluma, por una
muchacha de veintidós años, que expresaba sus experiencias inmediatas de la
vida cuando todavía la guerra mundial estaba indecisa y Francia ocupada por
fuerzas de invasión.
Lo que es una evidencia de significación
terrible.
Francisco Ayala
"Testimonio de la Nada"
Realidad, Revista de ideas.
Enero-febrero 1947. Vol.I
Buenos Aires págs. 129-132
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