Dorothy Parker desarrolló una gran actividad política y fundó la Anti-Nazi League en Hollywood.
No miró para otro lado cuanto estalló la Guerra en España. Promovió manifestaciones de protesta y recabó fondos para ayudar a la República española. Fué una de las personas que financiaron la producción del documental The Spanish Earth, dirigido por Joris Ivens.
No miró para otro lado cuanto estalló la Guerra en España. Promovió manifestaciones de protesta y recabó fondos para ayudar a la República española. Fué una de las personas que financiaron la producción del documental The Spanish Earth, dirigido por Joris Ivens.
En octubre de 1937 llegó a España. Visitó Madrid y Valencia y de sus vivencias en esta última surgió el relato Soldados de la República, publicado el 5 de febrero de 1938 en The New Yorker.
Más tarde sería investigada por el FBI y su nombre pasó a engrosar la Lista Negra de Hollywood como sospechosa de pertenecer al Partido Comunista.
Soldados de la República
Aquella de domingo estábamos
sentados con la muchacha sueca en el gran café de Valencia. Tomábamos vermú en
gruesas copas, y en cada una de ellas había un cubito de hielo grisáceo lleno
de agujeros. El camarero se sentía tan orgulloso de aquel hielo que apenas
soportaba dejar las copas sobre la mesa y separarse de él para siempre. Siguió
con sus tareas -por toda la sala la gente daba palmas y silbaba para llamar su
atención-, pero se volvió a mirar por encima del hombro.
Fuera estaba oscuro, la oscuridad veloz y
nueva que de un salto y sin sombras se impone al día, pero como en las calles
no había luces, parecía tan profunda y antigua como la medianoche. Por eso te
asombrabas de que todos los críos siguieran levantados. En el café había críos
por todas partes, críos serios sin solemnidad, que observaban el ambiente que
los rodeaba con tolerante interés.
En la mesa contigua a la nuestra había uno
notablemente pequeño; tendría quizá seis meses. Su padre, un hombrecito con un
uniforme grande que lo hacía caído de hombros, lo sostenía con cuidado sobre
las rodillas. El crío no hacía nada; sin embargo, el padre y su joven y delgada
mujer, cuyo vientre volvía a estar hinchado bajo el vestido raído, lo
contemplaban sumidos en una especie de éxtasis de admiración, mientras en la
mesa se les enfriaba el café. El crío iba endomingado, todo de blanco; sus
ropitas llevaban remiendos tan delicados que la tela hubiera pasado por entera
si la blancura de los zurcidos no hubiera variado de tono. Lucía en el pelo un
lazo azul de cinta nueva, atado con absoluto equilibrio entre las lazadas y los
extremos. La cinta de nada servía; no había pelo suficiente que precisara
sujeción. El lazo era un mero adorno, un toque de gracia calculada.
¡Por amor de Dios, basta ya! me dije. Está
bien, el crío lleva un trozo de cinta azul en el pelo. Está bien, su madre dejó
de comer para que el crío estuviera guapo cuando su padre regresara a casa de permiso.
¡Está bien! Es asunto de ella, y tú nada tienes que ver. Está bien, ¿por qué
tienes que echarte a llorar?
La enorme estancia apenas iluminada estaba
atestada y llena de animación. Aquella mañana se había producido un bombardeo
aéreo, más horrendo aún por ser a plena luz del día. Pero en el café nadie
parecía tenso ni nervioso, nadie hacía desesperados esfuerzos por olvidar.
Todos bebían café o limonada en botella con la calma agradable y merecida de
una tarde de domingo, mientras conversaban sobre temas nimios y alegres,
hablando todos a la vez, escuchando y contestando.
En la estancia había muchos soldados
vestidos con lo que parecían uniformes de veinte ejércitos distintos, hasta que
uno reparaba en que la variedad radicaba en las diferentes maneras en que se
había gastado o desteñido la tela. Sólo unos pocos habían sido heridos; aquí y
allá se veía a alguno andando con sumo cuidado, apoyado sobre una muleta o dos
bastones, pero tan en plena recuperación que su rostro tenía color. También
había muchos hombres vestidos de civil: algunos de ellos eran soldados que
disfrutaban de permiso, algunos eran trabajadores del gobierno, otros, vete tú
a saber. Había mujeres regordetas, tranquilas, que movían los abanicos de
papel, y mujeres ancianas tan calladas como sus nietos. Había muchas chicas
guapas y algunas verdaderas bellezas, que no provocaban el comentario “Fíjate
en qué española tan encantadora”, sino este otro: “¡Qué hermosa muchacha!”. Las
ropas de las mujeres no eran nuevas y las telas eran demasiado sencillas como
para haber garantizado un buen corte.
-Tiene gracia -le dije a la muchacha
sueca- cuando en un sitio nadie es el mejor vestido, no se nota que nadie está
bien vestido.
-¿Cómo? -inquirió la muchacha sueca.
Nadie, salvo algún que otro soldado,
llevaba sombrero. La primera vez que habíamos ido a Valencia viví en un estado
de dolorosa perplejidad al no saber por qué en la calle todo el mundo se reía
de mí. No era porque en la cara llevase escrito “Avenida West End”, como si la
frase me la hubiera garabateado con tiza un empleado de aduanas. En Valencia
los estadounidenses caen bien porque han visto a los buenos: médicos que
abandonaron sus consultas para venir a ayudar, las jóvenes y serenas
enfermeras, los hombres de las Brigadas Internacionales. Pero cuando caminaba
por la calle, hombres y mujeres se tapaban cortésmente la cara risueña con la
mano y los pequeños, demasiado inocentes para disimular, se partían de risa,
señalaban con el dedo y gritaban: “¡Olé!”. Después, bastante más tarde, descubrí
el porqué y dejé de ponerme sombrero; cesaron las risas. Tampoco era uno de
esos sombreros cómicos, era simplemente un sombrero.
El café se llenó a rebosar; abandoné
nuestra mesa para hablar con un amigo que se encontraba al otro lado de la
sala. Al regresar a la mesa, se habían sentado a ella seis soldados. Estaban
apretujados y tuve que meterme por un huequecito para llegar a mi silla. Se los
veía cansados, cubiertos de polvo y pequeños, del modo que se ven pequeños los
que acaban de morirse, y lo primero que destacaba en ellos eran los tendones de
sus cuellos. Me sentí como una cerda de marca mayor.
Todos conversaban con la muchacha sueca.
Habla español, francés, alemán, algo de escandinavo, italiano e inglés. Cuando
tiene un momento para sentirse arrepentida, entre suspiros, se lamenta de que
el neerlandés lo tiene tan olvidado que ya no logra hablarlo, sino sólo leerlo,
y lo mismo le ocurre con el rumano.
Según nos contó, los soldados le habían
dicho que se les terminaba un permiso de cuarenta y ocho horas y debían volver
a las trincheras, y para las vacaciones habían hecho fondo común con todo el
dinero para comprar cigarrillos, pero algo había salido mal y el tabaco nunca
les había llegado. Yo llevaba un paquete de cigarrillos estadounidenses -en España
el tabaco rubio no sabe a nada-; lo saqué y, mediante movimientos de cabeza,
sonrisas y una especie de brazada, les di a entender que se lo ofrecía a
aquellos seis hombres con ansias de tabaco. Cuando comprendieron lo que quería
decirles, se levantaron uno a uno y me estrecharon la mano. Muy bondadoso de mi
parte compartir mis cigarrillos con los hombres que iban a regresar a las
trincheras. La Pequeña Dama Generosa. La cerda de marca mayor.
Uno a uno fueron encendiendo los
cigarrillos con un artefacto de cuerda amarilla que al arder apestaba y que se
utilizaba, según me tradujo la muchacha sueca, para encender las granadas. Cada
uno de ellos recibió lo que había pedido, en vaso de café, y cada uno de ellos
murmuró agradecido al ver la pequeña cornucopia de azúcar de grano grueso que
lo acompañaba. Entonces hablaron.
Hablaron por intermedio de la muchacha
sueca, pero nos hicieron lo que hacemos todos cuando hablamos nuestra propia
lengua con alguien que la desconoce. Nos miraron a la cara, y nos hablaron
despacio, pronunciando las palabras con complicados movimientos de los labios.
Después, a medida que fueron surgiendo sus historias, nos las soltaron con
tanta vehemencia, con tanto énfasis, que estaban seguros de que debíamos
entenderlas. Estaban tan convencidos de que las entenderíamos que nos
avergonzamos de no entender.
Pero la muchacha sueca nos traducía. Eran
todos campesinos e hijos de campesinos, de una zona tan pobre que uno trata de
no recordar que existe ese tipo de pobreza. Su aldea se encontraba junto a
aquella otra a cuya plaza de toros habían ido ancianos, enfermos, mujeres y
niños, un día de fiesta; y habían llegado los aviones para lanzar bombas sobre
el ruedo, y los ancianos y los enfermos y las mujeres y los niños sumaban más
de doscientos.
Todos ellos, los seis, llevaban más de un
año en la guerra, y la mayor parte de ese tiempo habían estado en las
trincheras. Cuatro de ellos estaban casados. Uno tenía un hijo, dos tenían
tres, y uno tenía cinco. Nada habían sabido de sus familias desde que partieran
para el frente. No habían tenido comunicación con ellas; dos de ellos habían
aprendido a escribir de otros hombres que luchaban junto a ellos en las
trincheras, pero no se habían atrevido a escribir a casa. Pertenecían a un
sindicato, y a los miembros de los sindicatos, cuando los atrapan, los
ejecutan, por supuesto. La aldea en la que vivían sus familias había sido
capturada, y si una mujer recibe una carta de un hombre que pertenece a un
sindicato, ¿quién sabe si no la matarán por la relación?
Nos contaron que llevaban más de un año
sin noticias de sus familias. No nos lo contaron con valentía, ni con
extravagancia, ni con estoicismo. Nos lo contaron como si…. Pues bien, veréis…
Llevamos un año luchando en las trincheras. No hemos tenido noticias de
nuestras mujeres y nuestros hijos. No saben si estamos muertos, vivos o ciegos.
No saben dónde estamos, ni si estamos. Con alguien tenemos que hablar. Así es
como nos lo contaron. Hacía seis meses, uno de ellos había tenido noticias de
su mujer y sus tres hijos -tenían unos ojos muy bonitos, nos dijo- gracias a un
cuñado de Francia. Entonces estaban todos vivos, le informaron, y todos los
días comían un cuenco de judías. Pero su mujer no se había quejado de la
comida, le contaron. Lo que le preocupaba era no tener hilo para remendar las
ropas raídas de los niños. De modo que él también le preocupaba aquello.
-No tiene hilo -nos repetía una y otra
vez-. Mi mujer no tiene hilo para zurcir. No tiene hilo.
Nos quedamos ahí sentados, escuchando lo
que la muchacha sueca nos iba traduciendo. De repente, uno de ellos echó un vistazo
al reloj y entonces cundió la agitación. De un salto se pusieron en pie, como
un solo hombre, y llamaron a voces al camarero y hablaron con él velozmente y
uno a uno nos fueron estrechando la mano. Volvimos a las brazadas de natación
para explicarles que se llevaran el resto de los cigarrillos -catorce
cigarrillos para seis soldados que iban a la guerra- y entonces nos estrecharon
otra vez la mano. Después, todos nosotros dijimos “¡Salud!” tantas veces como
hacía falta para seis de ellos y tres de nosotros, y después salieron en fila
del café, los seis, cansados, polvorientos y pequeños, como son pequeños los
hombres de una horda poderosa.
Cuando se marcharon, sólo hablaba la
muchacha sueca. Ella llevaba en España desde el comienzo de la guerra. Había asistido
a hombres destrozados, había llevado camillas vacías hasta las trincheras, y
después había vuelto con ellas cargadas de heridos al hospital. Había oído y
visto demasiado como para sumirse en el silencio.
Al cabo de un rato llegó la hora de
marcharnos; la muchacha sueca levantó las manos por encima de la cabeza y dio
dos palmadas para llamar al camarero. El camarero acudió, pero no hizo más que
sacudir la cabeza y la mano y se alejó.
Los soldados nos habían pagado las copas.
Dorothy Parker
The New Yorker, 5 de febrero de 1938
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