II. Al Ejército
La falsedad que emplean con más frecuencia los monárquicos es afirmar que nosotros odiamos al ejército como enemigos irreconciliables.
¡Mentira! De mi puedo decir que en mis viajes he dedicado siempre una observación especial a los ejércitos de las repúblicas que son hoy precisamente los vencedores, los más progresivos y los más simpáticos. Quiero para España un ejército menos numeroso y más perfecto que el que hoy existe; un verdadero ejército, como el de Francia, el de los Estados Unidos, el de Suiza, etc., que sirva para defender la patria y no para oprimir a la patria; que inspire afecto a los españoles y no recelos o repulsión disimulada; que sea, además, un ejército de verdaderos combatientes, con con oficiales ilustrados, conocedores de los últimos progresos de su arte, y no una muchedumbre uniformada, mal organizada, costosa, únicamente apta para mantener a la nación en esclavitud por la fuerza brutal, haciéndola figurar al margen de los países constitucionales.
He dicho en Una nación secuestrada que España no tiene un verdadero ejército como los países democráticos, y lo que sustenta es una especie de gendarmería del rey. No me desdigo de ello. Esta crítica es para el ejército institución, tal como lo ha organizado la monarquía, y no toca a los individuos que lo componen.
Los oficiales del ejército español que han viajado gracias a la lectura tienen un concepto más o menos completo de lo que pasa en el resto del mundo, se lamentan, lo mismo que yo, de los defectos fundamentales y la inutilidad de un ejército cuya importancia numérica no esta ni remotamente en relación con su eficacia, y que consume sin éxito la mayor parte de los recursos del país. Las tristes y continuas derrotas de Marruecos hacen innecesario el insistir sobre esto. Los fracasos no pueden ser más grandes en lo que se refiere a la alta dirección, mientras abajo, entre oficiales y soldados, abundan el sacrificio y las abnegaciones heroicas. Este ejército, obra de Alfonso XIII y los generales favorecidos por él, recuerda el de Napoleón III en los primeros meses de la guerra de 1870, ejército que el batirse valientemente de derrota en derrota fue llamado «tropa de leones mandada por asnos».
Nuestro ejército cuenta con algunos buenos generales; pero como no han sido cortesanos y deben su carrera al propio esfuerzo más que a las adulaciones al rey, este los mantiene postergados, y si alguna vez buscó su apoyo fue para engañarlos.
En la guerra de Marruecos hemos tenido unos cuantos generales hábiles. Yo he oído a militares célebres de Francia hacer elogios de ellos. Tal vez por sus méritos se ven ahora olvidados y viven en España, en vez de estar en África. No quiero citar nombres; bastaría que yo los designase para que se viesen perseguidos; pero su situación demuestra que Alfonso XIII no puede aguantar en torno de él generales serios, estudiosos y competentes. Solo acepta caudillos juerguistas, palabreros y achulados que tienen poco más o menos su misma intelectualidad.
Primo de Rivera, que nunca pasó de ser un jefe subalterno, se ha metido a gran estratega y nadie podrá disputarle su título de «el general más derrotado de toda la historia de España».
Nuestro país ha tenido generales derrotados, como todos los países; pero en sus fracasos se retiraron luchando con tenacidad o murieron heroicamente. El Gran Capitán del reinado de Alfonso XIII, Miguelito de Jerez (como el otro fue Gonzalo de Córdoba), ha inventado un nuevo procedimiento táctico: dar dinero a los moros para que le dejen replegarse en paz y regalarles encima fusiles y toda clase de materiales de guerra que les sirven para continuar atacando a nuestros soldados. Y cuando vuelve a la Península hay gentes que salen a recibirle y le arrojan flores, organizando igualmente en su honor procesiones rústicas de alcaldes y otros regocijos triunfales, con público de la época rupestre. El resto del mundo mira con extrañeza tales actos llamándolos «cosas de España», y se pregunta si somos todavía una nación o una casa de locos.
La República española no se mostrará enemiga del ejército; es más, aspira a crear un ejército nacional, el primero que habrá existido en nuestra historia. Hasta el presente —salvo los casos en que el pueblo se armó para defender la integridad y la libertad de la patria—, el ejército español no ha sido de España, sino de la monarquía. Sus generales, si usan el nombre de la patria, es uniéndolo siempre al nombre del rey, y muchas veces ponen este delante del otro, como más importante. El pueblo, que instintivamente adivina la realidad de las cosas, se muestra lógico al hacer mención del servicio militar, cuando sus hijos son llamados a él. Rara vez dice de un soldado que está sirviendo a la patria: siempre afirma que «está sirviendo al rey».
Como la República española no va a vivir dirigida por comediantes que usen media docena de uniformes todos los días y se crean genios militares, no se verá envuelta en guerras. Su ejército y su marina servirán para la defensa del suelo nacional en el caso de una invasión, cada vez menos nacional en el caso de una invasión, cada vez menos probable, y para el sostenimiento de los Gobiernos democráticos, votados por el sufragio libre de todo el país, y no impuestos por la fuerza bruta, ni por la corrupción armada.
Este ejército joven será elástico en su organización, como el de los Estados Unidos. Si hay que sostener una guerra nacional entraremos todos en él, figurando al lado de los militares de profesión. En tiempos de paz este ejército maniobrero vivirá en los campos más que en las ciudades, ejercitándose a todas horas en su carrera ensayando los últimos adelantos de otros países.
Será un ejército de militares jóvenes, instruidos, respetuosos con la ley, que es la más sagrada manifestación de la patria, y eternamente deseosos de aprender. Veinte años de República bastarán para que desaparezca el militar juerguista e ignorante, despreciador instintivo del español civil, con limitados horizontes mentales, y hábil únicamente para las estrategias del dominó y la baraja en el Casino de la población. Este tipo de militar existió en otros países, pero fue hace muchos años, tal vez cerca de un siglo, y hoy, cuando los oficiales extranjeros visitan a España o pueden encontrarlo fuera de ella, lo examinan con una curiosidad burlona, como si viesen un fósil.
Existen indudablemente dos ejércitos, dentro de nuestro país, como existen dos Españas: una estacionaria, amiga de los procedimientos bárbaros, que cuando le echan en cara el atraso del país cree sincerarse gritando «¡Viva España!» Es la España de Alfonso XIII, la de Miguelito, la que mete a los jesuitas en los centros de enseñanza, la que fue germanófila durante la guerra europea. La otra España es la nuestra, la del porvenir, la de la futura República, la única que respetan en el extranjero como una esperanza consoladora, la que no atrae la ironía de los intelectuales del resto del mundo.
Hablo a los militares de tierra y de mar que pertenecen a nuestra España, hombres de honor, verdaderos patriotas, que no pueden mantenerse tranquilos ante las vergüenzas del país y para los cuales el «¡Viva España!»... debe ir seguido de las dos palabras «¡con honra!», grito que fue el de Prim y otros generales y almirantes que valían algo más que los del Directorio. En nuestro país, el ejército ha servido muchas veces a la reacción, pero seria injusto no reconocer que él y la marina sirvieron en más numerosas ocasiones a la causa de la libertad. Riego en 1820 y Prim en 1868 representan los dos movimientos más importantes de nuestro progreso político.
Ahora, el ejército español, gracias a Alfonso XIII y a los generales derrotados del Directorio, vive fuera de sus tradiciones en una actitud que resulta antipática para el mundo entero. El país y el ejército deben ser la misma cosa y quererse mutuamente. En la actualidad se aborrecen, y el uno pesa sobre el otro. El pueblo no puede amar a un ejército que le priva de sus libertades. Esto deben pensarlo a todas horas los españoles de buena voluntad que visten uniforme.
Los generales de indiscutible competencia a los que he aludido antes no deben mantenerse en una protesta pasiva. Esto significa para ellos un suicidio moral, la anulación de su nombre en el porvenir. La historia no querrá creer nunca en sus méritos, si continúan sometidos como subalternos a la dictadura del más incompetente de los militares, solo porque lo protege el más incompetente de los reyes.
Resulta vergonzoso para jefes de limpia y gloriosa historia estar sosteniendo con su silencio al sobrino de su tío, que hasta hace dos años era en el ejército uno de tantos—notable únicamente en tácticas alcohólicas y prostibularias—, y metido ahora a estratega soborna al enemigo para que le permita retirarse. Si esto sigue, la opinión futura juzgará a estos generales ilustres como inferiores al Primo de las derrotas.
Es preciso, por el prestigio del ejército y la marina, que los hombres de guerra anticortesanos, que son de España y no del rey, reparen el crimen de lesa nación cometido por el biznieto de Fernando VII y su banda de generales gozadores, al instaurar en 1923 un absolutismo hipócrita. Deben sublevarse contra lo existente, con la certeza de que realizan un acto patriótico.
La disciplina significa para ellos, en los momentos actuales, lo que el Código penal cuando prohibe a un hombre honrado que hiera. Si encuentra en la calle a un ladrón que está estrangulando a un transeúnte para robarle, el hombre honrado se olvida del Código, y cayendo sobre el bandolero lo mata si es preciso, en nombre de una moral superior a la ley escrita.
Españoles que representáis la fuerza en armas al servicio de la nación: defended a la nación estrangulada y robada en sus derechos por unos generales presidiables, mientras Alfonso XIII actuaba de cómplice, asomado a una esquina, para engañar con sus mentiras a los que acudiesen en auxilio de la víctima.
Marchad contra ellos, seguros de que al hacerlo servís a vuestra patria.
Ellos os dieron el ejemplo quebrantando la disciplina para asesinar el régimen liberal. Vosotros, al quebrantarla de nuevo para resucitarlo, representáis la legalidad. En cambio, de permanecer indiferentes, consumaréis con vuestra apatía un asesinato nacional.
Venid a la República sin miedo a deslealtades de su parte. La República española necesita el apoyo de una fuerza
armada, como el ser humano necesita el aire, la nutrición y el vestido para
vivir.
Sabemos que se verá obligada a defenderse de numerosas asechanzas. Todas las Repúblicas han pasado en su juventud por un período defensivo, y en España aún resultarán más temibles y frecuentes los ataques, pues la ignorancia de unos y la maldad de otros, cultivadas por la monarquía durante siglos, serán materias explotables para crear obstáculos al nuevo régimen democrático.
La firme voluntad que tenemos los republicanos de defender la República es la mejor garantía para el futuro ejército nacional.
Muchos ignorantes se imaginan que la República española va a ser un período anárquico, de perpetuo desorden, en el que todos harán lo que les venga en gana y servirá para desacreditar al régimen republicano por medio de falsos apóstoles y agitadores pagados, pudiendo así restaurarse algún tiempo después la monarquía, con un carácter más despótico. Se equivocan. La República española será guiada por ideales generosos, pero sin que pierda de vista las exigencias de una realidad inmediata. Respetará la emisión del pensamiento, los derechos individuales (entre ellos figura el de la propiedad); dejará a la idea hablada o escrita todo el amplio espacio que merece; pero, si los enemigos intentan matarla, hará un llamamiento a su ejército republicano, a su marina, y sabrá defenderse, como lo hace Francia, como lo hacen los Estados Unidos y otras democracias.
Tal vez cuando, transcurridos muchos siglos, hayan perdido los hombres hasta
los últimos restos de su primitiva animalidad, vivirán entre ellos pacíficamente, sin más guerras que las de la
palabra, dentro de una reposada discusión; pero mientras esto no
llegue (y va para largo), resulta necesaria la fuerza armada para el
sostenimiento y el respeto de unas leyes sancionadas libremente por mayorías democráticas. Basándose en esta necesidad indispensable, la República
española tendrá
su ejército, amándolo con el cariño que inspira un hijo respetuoso, incapaz de
atentar contra su madre.
Militares españoles: la República significa la existencia de un ejército moderno de mar y tierra, en armonía con el
país, querido por todos los ciudadanos, sin favoritismos, sin
tíos ni sobrinos Primo de Rivera, con sus ascensos abiertos al mérito, dedicado al servicio de
la patria y no a
sostener un rey maniquí, portador de uniformes.
Cargad vuestros fusiles, desnudad vuestras espadas por la República, sin miedo
a que después os olvide. Haced en favor de ella lo que hizo Riego por el
régimen constitucional, y Prim y sus compañeros por «la España con honra»,
cuando expulsaron a la abuela de Alfonso XIII, digna representante de la llamada «raza espuria de los Borbones».
Vicente Blasco Ibáñez
Lo que será la República española - Capítulo II
París 1925
I.-El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos
II.-Al Ejército
III.-A los contribuyentes
IV.-A los trabajadores
V.-Los tributos y el progreso del país
II.-Al Ejército
III.-A los contribuyentes
IV.-A los trabajadores
V.-Los tributos y el progreso del país
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