No conozco a la muerte. Nunca he visto su cara sin
ojos, sin orejas, sin boca, sin remedio. He oído, sí, sus pasos de plomo derretido.
He oído también su voz de relámpago sordo, afilada. He sentido, al mismo
tiempo, su presencia fría sobre la tierra caliente.
No me quejo. Estoy cercado de temores y de soledad.
Cercado. Una primavera de pájaro y metralla está creciendo, y yo, acostado
cerca de la muerte, pienso que ella es tan viva ahora, y fundamental, tan
decisiva, iTan revolucionaria!
He visto morir. He oído morir.
Jóvenes cayeron en la cintura de esta ciudad de
naturales delirios, sonriendo. La ceniza estaba en ellos ya presente y
delicada. No eran vanidosos. No era el riesgo por el riesgo, la aventura por la
aventura. Era, simplemente, la guerra. La guerra y todos sus desastres, y toda
su fealdad. Ellos caían y otros se incorporaban. Y su mismo polvo se
incorporará algún día.
Me refiero a una muerte útil, no distraída, no
derrochada. A la muerte de los soldados que defienden las posiciones de la
República.
Estoy casi conforme, acostado cerca de la muerte. Soy
casi libre, y fuerte, y fino bajo las estrellas. Sin libros, sin museos, sin
teorías, solo entre la muerte. Al fin, metido en la verdad, consumido y alegre
como la última llama. Soy una generación.
Puedo hablar ahora.
Puedo decir que los discursos, y las pinturas, y los
poemas, valen.
No tanto como el valor y el miedo del hombre.
Puedo decir: Madrid. Y puede responderme esta sombra,
sobresaltada y lúcida :
—Después hablaremos.
Ya no es necesaria —o conveniente— la deformación. Lo demasiado anguloso y ácido. Con decir: Madrid..., uno siente gusto a sangre, a
tierra, y eso es bien simple y verdaderamente original.
La verdad es que el sentido de la tierra renace, se apodera de todo. La evacuación, las inyecciones antitíficas, ni
siquiera agregan una nota. Todo ocurre como debía ocurrir. El milagro consiste
en que no existe el milagro. Una ciudad se defiende en todos sus frentes. No
hay ausencias, no hay recaídas. Se aumenta y se madruga. Con la guerra, el olor
de la tierra está más cerca. Los familiares himnos, la patria, las cartas que
se escriben hablando de sucesos, de acontecimientos, de posibilidades. Sin que
el viento, liviano y tremendo de la Revolución, pierda su antiguo decoro.
Así es la muerte en Madrid, sin cabecera, sin trajes,
sin armadura, sin reloj, sin participación.
Raul Gonzalez Tuñón
Hora de España VI
Valencia, Junio 1937
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