No voy a entrar en metódicos análisis de
mi teatro. Fijaré aquí solamente el breve recordatorio de algunos de los
acontecimientos y hallazgos que, a mi parecer, contribuyeron a determinar mi
vocación escénica. Lejanos son bastantes de ellos, pues en la infancia está
todo o casi todo. En ella está, por ejemplo, la primera lectura de una
abreviada Odisea para niños, que me llevaría a leer
traducciones completas años después y, aún más tarde, a elaborar La
tejedora de sueños. Pero en mi niñez estuvieron, más que cualquier otra
cosa, el dibujo y la pintura, abandonados al fin entre el azar y el desánimo de
los años. Tan apasionada dedicación me condujo de muchacho a la Escuela de
Bellas Artes. Cursé allí enseñanzas hasta que estalló la guerra civil que
tantas cosas truncaría; dejó, no obstante, la pintura su huella en mis obras de
madurez. Ficticios pintores han aparecido aquí o allá en ellas, y en dos de las
más nombradas los no ficticios Velázquez y Goya. En opinión muy difundida,
fueron motivadas estas últimas por agonías españolas del tiempo en que las
escribí, expresadas mediante historias del pasado. Algo hay de ello, pero yo se
que su embrión late ya en dibujos míos infantiles, donde aparece más de una vez
Velázquez en líneas torpísimas y, en uno de esos croquis, situado incluso ante
un gran bastidor como en el cuadro de Las Meninas. Otro dibujo
curiosamente premonitorio, exhibido va en las exposiciones que me dedicaron en
el Teatro Español y en la Biblioteca Nacional, presenta a Goya ante su
caballete, contemplando alrededor muchas de las visiones que configuran su
mundo pictórico. Lo tracé a mis quince años y, olvidadísimo cuando escribí El
sueño de la razón, lo reencontré entre mis viejos papeles bastante después
de estrenar la obra. Tampoco falta entre aquellos imperfectos dibujos, y
también se presentó en las dos exposiciones mencionadas, otra escena casi
teatral de 1934 donde los más notables personajes homéricos se agrupan, en las
gradas de un peristilo griego, en torno a su creador. En lecturas primerizas de
la niñez podría rastrearse asimismo sin dificultad el origen de bastantes obras
mías. Del olvidado y sugestivo libro Amenidades científicas, de
Vicente Vera, que mi padre poseía, procede el arpa eólica de La señal
que se espera, obviamente, Casi un cuento de hadas proviene
de mi infantil disfrute de los cuentos de Perrault; otros varios dramas
esconden o muestran según la penetración de cada cual reminiscencias de Wells o
del Quijote, que también contaron entre mis lecturas tempranas. Y tampoco
carece la creación cervantina de su reflejo en dibujos adolescentes, pero el
más antiguo es del todo infantil: lo realicé a mis nueve años y lo guardo en un
álbum nunca exhibido.
¿Y la música? Salvo los inevitables
tambores y trompetas de los chiquillos nunca llegué a tocar instrumento alguno,
pero mi afición es remota. Sabido es que mi teatro usa de ella a menudo, y no
como mero adorno de las situaciones sino como ingrediente dramático
significativo, cuando no principalísimo. Pues bien, tampoco dejaron de asomar,
en antiquísimos diseños, las veneradas efigies de Beethoven o de Mozart.
Si debo mi instintiva inclinación al arte
y a las letras más cualificados a mi personal sensibilidad, la debo asimismo,
en gran medida, a mi padre. Era él un ingeniero militar que gustaba de la
literatura y de la pintura a través de espontáneas predilecciones, y en los
libros y revistas de su biblioteca, nunca vetados a sus hijos, llegué muy
pronto a gozar de Dumas, de Víctor Hugo, de Conan Doyle, de Maurice Leblanc y
de otros, no menos que de numerosos libritos y catálogos de pintores antiguos y
modernos. A veces traducía en alta voz del inglés, para mi hermano y para mí,
en gratas sobremesas, La máquina del tiempo, o nos leía la reciente
edición española del Nils Holgersson...
En aquellos años aurorales sentí que mi
vocación era la pictórica, pero también leía incansablemente y hasta hilvanaba
muy de tarde en tarde el comienzo de algún horroroso poema, por fortuna nunca
terminado. Fui descubriendo hermosuras que me cautivaban: El Alcalde de
Zalamea, La vida es sueño, Bécquer, el Romancero,
algún inesperado diálogo de Platón que me subyugó como si fuera teatro; y no
tardé en embeberme en Julio Verne, en Stevenson, en Dickens, en Swift, en Poc,
en tantos otros, a los que pronto se sumaron los escritores del 98, alternados
con Shaw o con Ibsen. Mi formación literaria iba creciendo así poco a poco. A
ello contribuyeron, en el Instituto de mi ciudad natal, algunos inolvidables
profesores. Menendez pelayista convicto era don Pedro Serrano, catedrático de
Literatura, y nos reíamos a veces de aquella devoción suya; con afecto porque
era ameno y sabía interesarnos. (Yo, claro, me gané mi sobresaliente.) Don José
Albiñana y Mompó, de Latín, no logró aficionarnos a la asignatura lo que he
lamentado después tardíamente, pero ¡cuántas ventanas supo abrirnos en las
charlas a que su ingenuidad cedía fácilmente ante nuestras astutas instancias!
El auxiliar de la misma disciplina, un cura de mente abierta llamado don
Claudio Pizarro, estrechó relaciones con varios de nosotros, que nos
congregábamos en su casa para discurrir de mil cosas o de escritores muertos y
vivos. Vera, de Dibujo; Vergara, de Geografía e Historia; uno o dos más, fueron
asimismo eficaces orientadores. Don Emilio Guinea, de Ciencias Naturales, loco
por la Botánica, devotísimo de Baroja y pintor de acuarelas, me brindó entonces
una amistad que ha durado hasta su reciente fallecimiento. Si los planes de
estudio eran algo deficientes, tuvimos la compensación de estos humanos e
ilusionados maestros. Entretanto y con algunas lecturas iniciales de Ortega y
de Unamuno entre ellas, cómo no que los años completarían, fui adentrándome en
esa aventura íntima que es la Filosofía. Y al tiempo, en la curiosidad por la
ciencia: otra forma de la misma aventura interior para los que no nos
entregamos al cultivo de ninguna materia científica. Mi padre sí lo había
hecho: era profesor de cálculo en la Academia de Ingenieros. Desde pequeñín y
durante muchos años he visto el grabado de Sir Isaac Newton colgado en la pared
sobre su mesa de trabajo y, ante mi pregunta, de mi padre recibí la primera
noción de la importancia de este sabio. Tendría yo diez u once años cuando le
oí someras explicaciones acerca de cómo la teoría de Einstein jugaba con el
tiempo y el espacio. Aquello me interesó tanto que, desde entonces, no he
dejado de procurar informarme, con la apasionada y reverente ignorancia de un
profano irremediable y forzosamente reducido a leer las vulgarizaciones
escritas por físicos, biólogos o astrónomos, de cuanto se especula y se
descubre acerca de los enigmas del cosmos y del hombre.
¿Qué diré del teatro? Sorprende considerar
como la vocación definitiva nos trabaja también desde la niñez sin que
reparemos en ello. El pintorcete que yo era había obtenido ya de los Reyes
Magos, hacia sus nueve años, uno de aquellos preciosos teatritos de juguete,
tan bobalicones en los libretos de sus comedias como en cantadores por su
ingeniosa construcción y sus bellísimos decorados. Ayudado por mi hermano Paco
o por amigos, dirigí en él ingenuas representaciones y ahuequé voces diversas
para los menudos personajes de cartulina que me tocaban en el reparto. Pero en
la biblioteca paterna tampoco faltaban ¡y en qué cantidad! textos teatrales.
Aficionadísimo a la escena, papá nos llevaba a sus hijos a las funciones de las
compañías que recalaban en las ferias de Guadalajara y, además, adquiría y
encuadernaba algunas de las colecciones populares de aquellos tiempos: «la
novela teatral» (significativo título que invitaba a entender el teatro como
algo apto para ser leído), «Los contemporáneos», «El Teatro», «El Teatro
Moderno», «Comedias»... (No coleccionó mi padre «La Farsa» y nunca he sabido la
causa de tal omisión.) Desordenadamente leía yo cientos de aquellas obras, pues
no sólo me gustaba divertirme con aquel teatro infantil a que me he referido
sino leer comedias para mayores; síntoma, creo, del autor que llevaba dentro
sin saberlo. De cómo esta vocación, ignorada por mí entonces, iba edificándose
irónicamente a espaldas del pintor en ciernes se creía ser, podría escribir más
páginas; recuerdo mi afición a recitar poemas, con no poco tino según decían y
sin cantarineos, que tal vez me habría llevado con los años a la profesión de
actor si no hubiera sido por mi corta capacidad de simultanear varias dedicaciones
cultivando todas a fondo. Y hacia el teatro me encaminé ya a mis catorce y
quince años, con pertinaz inconsciencia, a través de otros juegos que quiero
recordar.
Por supuesto que había jugado antes, como
cualquier niño, a encarnar personajes predilectos: «Yo era...» decía, «Y yo
era...» decían otros chavales al comenzar nuestra fabulación. La peripecia se
desenvolvía entonces, a veces, en barrios enteros de la ciudad, ante la sonrisa
de las personas que nos veían correr y chillar. Pero pronto nos reunimos,
varios amigos del Instituto, a jugar diariamente en casa de uno de ellos. Y
después de algunos juegos elementales guerras de barquitos o entre diminutos
soldados que nosotros mismos pintábamos fuimos desplegando paulatinamente
crecientes esbozos de un «teatro total» o de cine en vivo. Nunca olvidaré
aquellas singulares distracciones, con las que fuimos perfectamente felices. La
preparación de cada uno de los juegos consumía bastantes días y no era lo menos
divertido. Cada cual dibujaba y, coloreaba numerosos personajes: muñecos planos
con peana o de otras formas y tamaños según cada juego. Construíamos al tiempo,
con cartón o dibujando en planta la disposición y amueblado de las habitaciones
sobre tacos de madera que formaban casas y calles, los distintos escenarios.
Todo aquello se desplegaba en el cuarto de nuestro amigo y aun en la terraza
contigua... Después, y hasta que empezábamos a soñar con la preparación del
juego siguiente, desarrollábamos durante muchas tardes fantásticas historias
tan imprevisibles como la vida misma. Pues si cada uno premeditaba parte de
ellas para sus personajes, las aportaciones de todos se combinaban entre sí en
insospechadas incidencias y el complejo argumento se iba enriqueciendo al hilo
de los días. Eran verdaderas «creaciones colectivas» sin más público que
nosotros mismos: a las personas mayores no se les permitía el acceso. Así nos
entretuvimos ¿por cuanto tiempo?, ¿tal vez más de un año? con las más
heteróclitas invenciones: la época de los mosqueteros, Napoleón y la suya, el
mundo antiguo de griegos, romanos, egipcios y persas en disparatado
sincronismo, el de una corte húngara dieciochesca colmada de intrigas y
misterios, la encantada comarca de las hadas y los gnomos, los viajes
interplaneratios cada jugador tenía su planeta y hasta el sol estaba
habitado, por dentro la vida futura... No puedo recordar todas
las fantasías lúdicas que ideamos; pero comprendo que, en mi caso, al menos
jugaba ya al teatro, más libre. Éramos directores, actores, figurinistas,
decoradores e improvisadores de diálogos; movíamos con las manos aquellas
incontables figuritas, pero no veíamos nuestras manos. Fuimos, lo he dicho en
otra ocasión, emocionados demiurgos.
Con esos juegos irrepetibles me despedí de
mi adolescencia. El grupo se iba dispersando; nuevas amistades se contraían;
preocupaciones adultas sustituían a las anteriores ensoñaciones. Empecé a
comprender cómo aquellos entretenimientos habían sido el privilegio de chicos
favorecidos por el relativo desahogo de nuestra modesta clase media y que el
mundo no era, ni mucho menos, tan paradisíaco. La inquietud social y política
me acercó al marxismo. Ingresaba así en la vida verdadera, con sus responsabilidades,
sus luchas y sus peligros, y ello me llevó a la cárcel al terminar la guerra
civil. Me sentenciaron a muerte, condena conmutada más tarde. Pasé años en
diversos penales. Como Gorki, podría decir que esos años y lugares fueron
también, en buena medida, «mis universidades». En el trance de elegir profesión
yo había optado por la pintura y no por una carrera universitaria, lo que
acarreó deficiencias en mi formación que sólo en parte he podido remediar a
través de voraces lecturas. Pero las otras «universidades» a que he aludido
también me formaron, y acaso los núcleos más consistentes de mi teatro
posterior procedan de la experiencia y la reflexión en ellas acumuladas.
Entregado en las prisiones a un trabajo político nunca interrumpido, no dejé,
sin embargo, de dibujar retratos y de leer cuanto pude. Algunos pedíamos libros
a nuestras familias y nos los pasábamos. Dábamos clases, o las recibíamos, de
materias diversas. Si había biblioteca en la cárcel podíamos sacar de ella
libros; así leí en El Dueso, entre otras obras, varios tomos de la Historia
Universal de la Universidad de Cambridge y unas cuantas novelas de
Galdós. Alucinado por el 98 y por corrientes literarias posteriores, lo había
leído poquísimo antes de la guerra y con desfavorables prejuicios. En el penal
vine a descubrir, con verdadero pasmo, su grandeza.
Había ganado yo, a mis catorce o quince
años, un premiecillo literario convocado entre estudiantes arriacenses al que
me presenté sólo por divertirme. Quizá para cualquiera, menos para mí, habría
estado claro que yo iba para escritor de creación tanto al menos como para
pintor. Pero yo ni lo pensaba siquiera; tampoco seguí escribiendo. No lo empecé
a pensar hasta mi último año de cautiverio, e incluso imaginé entonces, cuando
un compañero de prisión me habló del colegio donde se había educado un hermano
suyo ciego, algo del posible argumento de la primera obra que escribí más
tarde. En libertad condicional desde 1946, me puse a escribirla y a enfrentarme
de nuevo con la pintura al óleo. Me hice socio del Ateneo, trabajé en su
biblioteca para sacar adelante algún mísero encarguillo editorial, asistí con
asiduidad a la inolvidable tertulia sabatina del Café de Lisboa, asomé por
alguna otra del Gijón, me engolfé en la literatura y en el teatro. En 1949 el
poeta Garciasol, amigo entrañable de toda la vida, me convenció de que me
presentase al nuevamente convocado Premio Lope de Vega y lo obtuve. Se inició
así una actividad dramática llena de dificultades y altibajos, mas no exenta de
resonancia y éxitos. Pormenorizar todo ello desbordaría los límites de este
escrito. He vivido, desde aquel año hasta hoy, mi intransferible búsqueda de
logros escénicos y de personales formas teatrales, dentro de la denodada
aventura de los escritores españoles del interior resueltos a crear una
literatura crítica y renovadora sin dejarse falsificar o anular por el
franquismo lo que muchos, por desgracia, no pudieron evitar, ni por tantos
menosprecios sistemáticos de dentro y de fuera. Hablen otros de los resultados.
De la infancia procede, ciertamente, casi
todo; pero también me he sentido estimulado, para mi realización artística, por
los acuciantes conflictos propios o ajenos y por las tremendas experiencias de
nuestro país y de nuestro siglo. Pues no todo lo que mueva la creación
literaria está ni debe estar en la infancia.
Antonio Buero Vallejo
"Apunte autobiográfico"
(Guadalajara, 29 de septiembre de 1916 – Madrid, 29 de abril de 2000)
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