La Guerra Civil Española fue la
primera batalla librada contra el fascismo, el prólogo de la Segunda Guerra
Mundial. La derrota de la República mostraría pronto que la vinculación
franquista a las potencias del Eje, amén de concordancias ideológicas, era el
pago a la ayuda militar, económica, política y diplomática recibida por los
sublevados durante la guerra y que les permitieron vencer en la misma.
Verdad
es que, también, dicha vinculación era alimentada por delirios imperialistas de
Franco y sus acólitos de Falange que se prestaban, si la ocasión era propicia,
a recoger las migajas del nuevo reparto del mundo que el creciente poderío
alemán en Europa parecía asegurar.
Días
antes de finalizar la guerra en España se firmaba en Burgos, con Jordana como
ministro de Asuntos Exteriores, el Pacto Anti Komintern, acuerdo político
contra la Internacional Comunista. También, el 31 de marzo de 1939, se
suscribió el tratado de amistad hispano-germano, que colocaba a España en la
condición de asociada a Alemania en condiciones harto ventajosas para dicho
país. Tiempo después se retiraba España de la Sociedad de Naciones, «ese antro
podrido de la democracia» al decir de la prensa de la época. Simultáneamente se
establecían bases de cooperación con el Vaticano.
No, no
se trataba de poner una vela a Dios y otra al diablo. Las cruces, la gamada y
la del papado, cuyas tendencias totalitarias eran más que manifiestas, podían
perfectamente servir a un régimen que trataba de revivir las épocas del
esplendor de Trento, de la España martillo de herejes. Fascismo y clericalismo
eran las dos caras de una misma moneda. Los teólogos de combate, que habían
movilizado tanto la Iglesia española como el Vaticano contra la República
española, venían a plantear el mismo o parecido discurso que en Berlín
planteara Goebbels: Por el imperio hacia Dios.
Tiempo
después, y según sucedían los avances de las tropas alemanas en Francia, el
Gobierno, que había declarado públicamente la neutralidad española, iba
cambiando de actitud. Días antes de la capitulación francesa en el bosque de
Compiègne a manos de Pétain, Laval y demás colaboracionistas, cambió España su
actitud de país neutral por la de no beligerante, situación nueva que
permitiría a Franco mostrar mejor y más claramente su apoyo a las potencias del
Eje.
Así,
aviones y submarinos alemanes repostaban en puertos y aeródromos españoles. Se
bombardeaba Gibraltar desde bases andaluzas, barcos de guerra italianos
fondeaban en las islas Baleares. Las policías de Hitler y Mussolini adiestraban
a toda suerte de policías españoles, ya fueran oficiales u oficiosas, en los
métodos represivos de la época.
Tánger fue españolizado, es decir, ocupado por tropas españolas, y en esa ciudad se establecieron la Gestapo y los servicios de inteligencia alemanes para todo el norte de África.
Tánger fue españolizado, es decir, ocupado por tropas españolas, y en esa ciudad se establecieron la Gestapo y los servicios de inteligencia alemanes para todo el norte de África.
Serrano
Súñer, Ridruejo, Tovar y otros jerarcas del «amanecer» negociaban en Berlín, en
1940, la utilización del territorio español para la llamada Operación Fénix. Se
trataba de la ocupación de Gibraltar para así impedir el dominio naval y aéreo
británico en el Mediterráneo y también la utilización posterior de dicha base
en operaciones militares en el norte de Africa. Parecía que los delirios
fascistas de Castiella y Areilza expresados en el libro titulado Reivindicaciones
españolas estaban a punto de cumplirse. Si España entraba en
la guerra al lado de Alemania o Italia, no sólo Gibraltar, sino también parte
de Argelia y del Marruecos francés serían españoles. Zonas de expansión
colonial en Río de Oro y el golfo de Guinea formarían parte del nuevo imperio
que estaba al alcance de la mano.
Tras
las negociaciones de Berlín y la visita de Himmler, jefe de la Gestapo, a
Madrid, se celebró la entrevista de Hendaya entre Franco y el Führer. Serrano
Súñer y Stchrer redactaron el protocolo donde se contemplaba la participación
de España en la guerra a cambio de compensaciones territoriales.
Si
España no entró en guerra en aquellos meses no fue debido a la posteriormente
cacareada visión de Franco, sino a que Hitler tuvo que prestar toda su atención
a la situación creada en los Balcanes a causa de la derrota del ejército
italiano en Grecia en octubre de 1940. Al tiempo, el Estado Mayor alemán
prepara dos alternativas militares: la dicha Operación Fénix, ataque a
Gibraltar, y la denominada Barbarrossa, ataque a la Unión Soviética.
Serrano
Súñer y Hitler, Canaris y Franco conversan, en distintas ocasiones, acerca de
la fecha adecuada para el ataque a Gibraltar. Pero la preparación del operativo
Barbarrossa y el desastre italiano en Libia obligan a Hitler al envío a África
del ejército de Rommel. Se aplaza, entonces, la Operación Fénix.
Las
entrevistas de Franco y Mussolini en Bordighera y con Pétain en Montpellier, en
febrero de 1941, no modifican en nada la situación. Son, fundamentalmente, temas
de primera página en la prensa de la época, ocasión de reafirmación
antidemocrática y anticomunista para los monaguillos del Movimiento. Ocasión
también para la deportación de exiliados republicanos en Francia a los campos
de concentración nazis sitos en Alemania o Austria.
El 21
de junio de 1941 las tropas alemanas invaden territorio de la URSS. La fiebre,
la euforia fascista en España es total, invade las calles, la prensa, las
emisoras de radio. La histeria de Serrano Súñer, la de Arrese, la de muchos
jefes militares no conoce límites. Piden el exterminio de Rusia. El país de
Lenin, gritan en la madrileña calle de Alcalá, es culpable de la muerte de José
Antonio Primo de Rivera, de nuestra guerra civil.
Se crea
la División Azul, que entraría en combate el 13 de agosto. Marchaban hacia
Alemania borrachos de anticomunismo, cantando Lily Marlén o Cara
al sol. Franco, el 18 de julio, se encargaría de echar leña al
fuego. Para él, las tropas alemanas dirigían la batalla
que Europa y el cristianismo tanto anhelaban. Y
la sangre de la juventud española iba a unirse a la de los camaradas del Eje.
Naturalmente, al socaire de todo ello se intensificaba la represión interna. La
caza al rojo estaba
al orden del día.
España,
aunque de manera parcial, se había convertido en beligerante al enviar soldados
a luchar contra la Unión Soviética, Hitler era el amo de Europa y sus tropas
alcanzaban las afueras de Moscú. De otra parte, el ataque japonés a Pearl
Harbour el 7 de diciembre de 1941 y las iniciales y espectaculares victorias
niponas daban alas al optimismo fascista.
Pero
pasaban los meses y las cosas no estaban claras a pesar del optimismo de Informaciones,
Arriba y demás prensa regimentada. Parecía que misas y tedeums por
la liberación de Rusia no eran suficientes para doblegar al Ejército Rojo, el
cual, a pesar de sufrir cuantiosas bajas humanas, a pesar de la pérdida de
inmensos territorios, no se derrumbaba, seguía combatiendo.
De otra
parte, las ansias de imperio no casaban bien con la realidad española de aquel
tiempo, realidad que se prolongó bastantes años. Aunque banderas, guiones y
gallardetes, camisas azules, botas altas y boinas rojas, himnos y triples
gritos mostrando la sumisión al jefe, al Caudillo, formaran parte sustancial de
la vida cotidiana, España era, sobre todo, tierra de mendigos, de gentes que
hambreaban con la escudilla en la mano, las colas formadas ante las puertas de
los cuarteles o de los locales del Auxilio Social de no importa qué lugar del
país.
Teóricos
de uniforme, subidos a la cucaña del poder, al tiempo que se enriquecían en el
mercado negro, pícaros de la letra anticomunista, peroraban sobre la esencia
histórica del español, mitad monje mitad soldado. Policía política, policía
militar, guardias civiles, jefes de casa, de barrio, de localidad, etc.,
formaban parte del tejido social, de tela de araña, donde se ahogaba la vida
española. Más de doscientos treinta mil presos políticos existían en España,
según datos oficiales, en 1940. Ciano afirmaba que en Madrid se fusilaba
diariamente entre doscientos y doscientos cincuenta hombres y mujeres; en
Barcelona, ciento cincuenta; en Sevilla, ochenta. Para Wolfis, entre 1939 y
1941 más de ciento noventa y dos mil españoles fueron pasados por las armas.
En 1942
comienza a cambiar el curso de la guerra. La ofensiva de verano es frenada en
el Cáucaso a finales de septiembre. En Stalingrado se inicia la batalla que iba
a romper la columna vertebral del poderío alemán. Franco cesa a su cuñado como
ministro de Asuntos Exteriores y en vez de la baza Serrano juega la baza
Jordana, al que ciertos medios, no se sabe bien por qué, juzgan proclive a los
aliados. Verdad es que también, por aquellos tiempos, Franco había declarado
que «si el camino de Berlín fuese abierto a las fuerzas soviéticas, España
enviaría no una nueva División Azul, sino un millón de hombres para defender la
capital hitleriana».
El
desembarco en Casablanca el 8 de noviembre de 1942, la carta que envía
Roosevelt a Franco, una cierta posición conciliadora de Churchill respecto al
régimen franquista, fuerzan a la política exterior española a ciertos
equilibrios, a acusadas ambigüedades. Aún, a pesar de todo, el franquismo
espera el milagro, la victoria alemana. Si, por un lado, se limitan los
suministros a aviones y barcos italianos y alemanes en nuestro territorio, por
otro, se firman acuerdos para el envío de víveres y materias primas al Tercer
Reich. Arrese, secretario general del Movimiento, toma el relevo de Serrano
Súñer en lo que concierne a la actividad propagandística pro nazi, llevando
ésta hasta lo convulsivo.
Arrese
se entrevista con Hitler, al que solicita armamento moderno para poder hacer
frente a una eventual invasión de España por parte de americanos e ingleses,
presumiblemente por Canarias. De otra parte, tras la reunión de Sevilla el 17
de febrero de 1942 entre Franco y Oliveira Salazar se firma el Pacto Ibérico.
Los dirigentes fascistas de Portugal y España olfateaban las dificultades de
las armas alemanas y se aprestaban, sobre todo Franco, a abrir una etapa de
diversificación de contactos y acuerdos. Portugal había mantenido, a pesar de
su régimen corporativo, fascista, sus tradicionales relaciones con Gran
Bretaña, ésa era una baza que Franco podía necesitar en su momento.
El
África Korps se derrumbaba en las arenas del desierto ante la aviación y los
blindados anglo-americanos. Y en enero de 1943 comenzaba la fase final de la
batalla de Stalingrado. Los que habían destruido Guernica, los que habían
humillado al ejército francés, al belga, los que habían humillado a media
Europa caían vencidos, derrotados ante la potencia y heroísmo de los soldados
rojos. Stalingrado fue la esperanza para millones y millones de hombres y
mujeres. Un nombre de leyenda en cárceles y campos de concentración, en los
versos de cien poetas. Era el principio del fin del imperio de los mil años
proclamado por Hitler.
En esa
situación, Franco, a través de Samuel Hoare, embajador británico en Madrid,
propone se lleven a cabo conversaciones entre las fuerzas del Eje y los aliados
para lograr una paz por separado y unir las fuerzas frente a la Unión
Soviética, con la que había que continuar guerreando basta lograr su
aplastamiento. Pero la iniciativa de Franco, que de algún modo tomaba en su
mano la propuesta que en su día hiciera Rudolf Hess a los británicos y salía al
encuentro de los intereses políticos y estratégicos de los sectores más
reaccionarios del imperialismo anglo-norteamericano, era ciertamente prematura
y sólo sería posible años después, tras el discurso de Churchill rompiendo la
coalición antihitleriana que marca el comienzo de la guerra fría, no de la caliente, que
era la pretensión de Franco entonces.
Franco
fracasa en sus intentos y tiene que aceptar la única salida que le queda, bajo
presión anglo-norteamericana vuelve desde sus posiciones de no beligerante a la
neutralidad. Declaración que fue hecha el 3 de octubre de 1943. Y así, el 12 de
diciembre del mismo año comenzaba el retorno de algunas unidades de la División
Azul. Volvieron diezmados, con Cruces de Hierro, pero sin el regusto de la
victoria.
Comienza
un cambio lento en la política exterior española, dado que tanto en las fuerzas
armadas como en Falange las corrientes pro nazismo son abrumadoramente
mayoritarias y Franco las necesita ante la incertidumbre que el porvenir puede
deparar a su régimen, sabe de ciertas conspiraciones de algunos monárquicos y
de otros que no lo son que andan buscando el apoyo de los aliados para una
posible restauración monárquica a través de la espada de algún Badoglio
indígena.
España,
mejor dicho, la política franquista sigue debatiéndose entre las presiones de
los aliados y su permanente gesticulación fascista. Víveres y materias primas,
sobre todo wolframio, siguen enviándose a Alemania. Washington, cogiendo por el
cuello la economía española, suspende temporalmente el envío de petróleo a
nuestro país en enero de 1944. Ante el cariz que toma la situación, Franco
tiene que hacer nuevas concesiones. Así, tras el desembarco de Normandía, meses
después, aviones del Air Transport Command norteamericano son autorizados para
repostar en territorio español, incluso en aeródromos cercanos a Madrid. Y ante
la presión británica los envíos de wolframio son reducidos a la mínima
expresión. Y el 12 de abril de 1945 España rompe relaciones diplomáticas con
Japón.
Mussolini,
liquidada la República de Saló, rodeado por un grupo de soldados alemanes, es
arrestado el 27 de abril en Dongo por la resistencia italiana. El 29,
veintitrés cuerpos cuelgan por los pies de una plaza milanesa, la de Loreto.
Entre los de los jerarcas fascistas y miembros del Gobierno de la República de
Saló se encuentran los de Mussolini y Clara Petacci. Días después, en un Berlín
destruido, ocupado ya en su práctica totalidad por el Ejército Rojo, Hitler se
suicida. La guerra toca a su fin, la bandera roja ondea ya sobre el edificio de
la cancillería.
Pero la
victoria del 9 de mayo de 1945 no trajo a España la libertad deseada, sino la
continuación de la dictadura. La política exterior franquista, tras la derrota
alemana, consistió, en lo fundamental, en jugar, de una parte, la carta
vaticana. De otra, en cambiar de amo, en traspasar la hipoteca que Hitler había
mantenido sobre España a las potencias imperialistas, Estados Unidos de
Norteamérica en primer lugar. Gran Bretaña y los EE.UU. levantaron entonces, en
frase de Churchill, un «telón de acero» frente a la pretendida y falaz amenaza
soviética. Prefirieron una España franquista a una España democrática, España
franquista que, aislada, era posible controlar y utilizar en la guerra fría.
Armando López Salinas
Del libro de Santiago Álvarez, Historia Política y militar de las Brigadas Internacionales, 1996
Armando López Salinas
Del libro de Santiago Álvarez, Historia Política y militar de las Brigadas Internacionales, 1996
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