Acaso el mejor consejo que puede darse a un joven es
que lo sea realmente. Ya sé que a muchos parecerá superfluo este consejo. A mi
juicio, no lo es. Porque siempre puede servir para contrarrestar el consejo
contrario, implícito en una educación perversa: procura ser viejo lo ante
posible.
Se vela por la pureza de la niñez; se la defiende,
sobre todo, de los peligros de una pubescencia anticipada. Muy pocos velan por
la pureza de la juventud; a muy pocos inquieta el peligro, no menos grave, de
una vejez prematura. Sabemos ya, y acaso lo hemos creído siempre, que la
infancia no se enturbia a sí misma, y hemos adquirido un respeto al niño,
loable, en verdad, si no alcanzase los linderos de la idolatría. Se sigue
creyendo, en cambio, que toda la turbulencia que advertimos en los jóvenes es
de fuente juvenil, y que al joven sólo puede curarle la vejez. Yo he pensado
siempre lo contrario. Por ello he dicho siempre a los jóvenes: adelante con
vuestra juventud. No que ella se extienda más allá de sus naturales límites en
el tiempo, sino que dentro de ellos la viváis plenamente. Adelante, sobre todo,
con vuestra faena juvenil: ella es absolutamente intransferible; nadie la hará
si vosotros no la hacéis.
Uno de los graves pecados de España, tal vez el más
grave, acaso el que hoy purgamos con la tragedia de nuestra patria, es el que
pudiéramos llamar “gran pecado de las juventudes viejas”. Yo las conozco bien,
amigos queridos, perdonadme esta pequeña jactancia. En mi ya larga vida, he
visto desfilar varias promociones y diversos equipos de jóvenes pervertidos por
la vejez; ratas de sacristía, flores de patinillo, repugnantes lombrices de
caño sucio. Los conozco bien. Y son esos mismos jóvenes sin juventud los que
hoy, ya maduros, mejor diré, ya podridos, levantan, en la retaguardia de sus
ejércitos mercenarios, los mismos que decidieron, fría y cobardemente, vender a
su patria y traicionar el porvenir de su pueblo. Son esos mismos también,
aunque no siempre lo parezcan, los que hoy quisieran corromperos, sembrar la
confusión y el desorden en vuestras filas, los enemigos de vuestra disciplina,
en suma, cualesquiera que sean los ideales que digan profesar.
¡La disciplina!... He aquí una palabra que vosotros, jóvenes
socialistas unificados, no necesitáis, por fortuna, que yo recuerde. Porque
vosotros sabéis que la disciplina, útil para el logro de todas las empresas
humanas, es imprescindible en tiempos de guerra. De disciplina sabéis vosotros,
por jóvenes, mucho más que nosotros, los viejos, pudiéramos enseñaros. Contra
lo que se cree, o afecta creerse, también la disciplina es una virtud
esencialmente juvenil, que muy rara vez alcanzan los viejos. Sólo la edad
generosa, abierta a todas las posibilidades del porvenir, realiza gustosa el
sacrificio de todo lo mezquinamente individual a las férreas normas colectivas
que el ideal impone. Sólo los jóvenes verdaderos saben obedecer sin humillación
a sus capitanes, velar por el prestigio, sin sombra de adulación, de los
hombres que, en los momentos de peligro, manejan el timón de nuestras naves;
sólo ellos saben que en tiempo de guerra y de tempestad los capitanes y los
pilotos, cuando están en sus puestos, son sagrados.
Nada temo de la indisciplina juvenil, porque nunca he
creído en ella. Mucho temo, mucho he temido siempre de la mansa indisciplina de
la vejez, de esa vejes anárquica, en el sentido peyorativo de estas dos
palabras –un hombre encanecido en actividades heroicas sabe guardar como un
tesoro la llamada íntegra de su juventud, y un anarquistas verdadero puede ser
un santo-, de ese espíritu díscolo y rebelde a toda idealidad, siempre avaro de
bienes materiales, codicioso de mando para imponer la servidumbre, que, en
suma, sólo obedece a lo más groseramente individual: los humores y
apetitos de su cuerpo averiado, sus rencores más turbios, sus lujurias más
extemporáneas. A eso, que es la vejez misma, he temido siempre.
Si reparáis en la breve historia de nuestra República,
que se inaugura magníficamente con signo juvenil, dominada por hombres que
gobiernan y legislan atentos al porvenir de su pueblo, veréis que es un hombre
profundamente viejo, un alma decrépita de ramera averiada y reblandecida, el
llamado Lerroux, quien se encarga de acarrear a ella, de amontonar sobre ella
-¡nuestra noble República!- todos los escombros de la rancia política de
derribo, toda la cochambre de la inagotable picaresca española. A esto llamaba
él ensanchar la base de la República.
Yo os saludo, pues, jóvenes socialistas unificados,
con un respeto que no siempre puedo sentir por los ancianos de mi tiempo,
porque muchos de ellos estaban deshaciendo a España y vosotros pretendéis
hacerla. Desde un punto de vista teórico, yo no soy marxista. Veo, sin embargo,
con entera claridad, que el socialismo, en cuanto supone una manera de
convivencia humana, basada en el trabajo, en la igualdad de medios concebidos a
todos para realizarlo, y en la abolición de los privilegios de clase, es una
etapa inexcusable en el camino de la justicia; veo claramente que es ésa la
gran experiencia humana de nuestros días, a que todos de algún modo debemos
contribuir. Ella coincide plenamente con vuestra juventud, y es una tarea
magnífica, no lo dudéis. De modo que, no sólo por jóvenes verdaderos, sino también
por socialistas, yo os saludo con entera cordialidad. Y en cuanto habéis sabido
unificaros, que es mucho más que uniros, o juntaros, para hacer ruido, contáis
con toda mi simpatía y con mi más sincera admiración.
Antonio Machado
Valencia, 1 de mayo de 1937
Publicado en La
guerra (1936-1937)
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