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1445. Dos pláticas con Julio Álvarez del Vayo I

Álvarez del Vayo, primero por la izquierda, inspeccionando las tropas republicanas en el frente


Recordamos a Julio Álvarez del Vayo y Olloqui (Villaviciosa de Odón, 9 de febrero de 1891 - Ginebra, 3 de mayo de 1975), en el aniversario de su fallecimiento en el exilio, con una entrevista realizada por Juan Marinello en 1937.


Hacía cuatro años que no veía a Julio Alvarez del Vayo. Tiempo bastante para que el mundo haya vibrado muy dramáticas peripecias y que hombre de su calidad llegara a ser una de las cabeza directoras de España. El hombre ha robustecido sus perfiles privativos. Es el mismo y es otro. Igual vida poderosa y activa, animosa y cordial. La misma mezcla de ingenuidad y perspicacia, idéntico clima político saturado de elegancias intelectuales. La palabra, como entonces, domada y rebelde a un tiempo; la condición afirmativa naciendo de la salud del cuerpo y del equilibrio de la mente. Y, con todo, otra postura, otro tono, otra resonancia. Esta cabal madurez, que le da ahora excesiva corpulencia, ha calado hasta lo hondo en días de responsabilidad extrema. La guerra centra violentamente las esencias de los hombres, les aprieta el tuétano, les impone una tensión dolorosa, les fuerza a una superación inacabable. Quien no sea de muy noble metal, cae derribado: una baja, cosa frecuentísima y esperada en tiempos bélicos. Aquí hay que alzarse cada mañana sobre el dolor para ofrecer el mejor servicio. Alvarez del Vayo no es insensible a la tragedia que estremece su tierra pero, mandatario de clara conciencia, encuentra fuerzas para subirse sobre su emoción, para convertirla en manantial oculto de inagotable energía. El dolor de su patria despedazada le muerde a toda hora; el amor a su tierra admirable le detiene la pena allí donde puede enturbiar el juicio o comprometer el acierto.

En Alvarez del Vayo se produce un fenómeno muy frecuente en la España de ahora; aquí las gentes de aptitudes notorias y ánima enérgica andan en tareas que nunca sospecharon. No hay escasez de hombres, hay urgencia de servicios. Y además, hombres de muy varias y preciosas aptitudes. En México me despedí de Alvarez del Vayo entre cautelosos papeles diplomáticos y ahora lo abrazo entre soldados que le saludan llevando el paño hasta el casco esférico. Entonces era Embajador; ahora es Comisario General de Guerra. Dos modos de defensa de lo español que parecen antitéticos, irreconciliables. La mano que redacta un alegato convincente y sutil no es casi nunca la que ordena bien la faena guerrera. La campaña no es el litigio. ¿Qué circunstancia posibilita la capacidad múltiple, indudable en este hombre, qué elemento trae esta calidad plástica, transformadora, en el español actual? Es la conciencia política, la profundidad misma de la obra, lo que multiplica las aptitudes. En realidad donde quiera que esté situado hoy un español honrado ha de dirigir su acción hacia el propósito común y supremo de librar a su país de la agresión fachista. El Alvarez del Vayo de los alegatos poderosos quiere lo mismo que el Alvarez del Vayo que alecciona al Ejército Popular. Vistas las cosas en el fondo una misma directriz política anima las dos labores: ni la reclamación diplomática puede ser hoy cosa desentendida del querer hondo de la masa ni la milicia republicana quiere estar de espaldas a la Política internacional.

El mundo conoce a Julio Alvarez del Vayo como la voz internacional de la España republicana. Ministro de Estado, ha tenido sobre sí la enorme responsabilidad de sostener la razón española ante la Liga de las Naciones. Su obra allí ha tenido larga resonancia. Entre incomprensiones y egoísmos, entre rapacidades e hipocresías, ha reiterado mil veces la justicia de su pueblo. En ocasiones ha parecido su intervención inocente y utópica. Algún día se sabrá hasta qué punto estaba asistida de realidad, de la única realidad posible. Alvarez del Vayo no ha ignorado hasta donde su reclamación era enojosa y cómo muchos de sus poderosos oyentes esperaban ansiosamente su cansancio. No se cansó nunca. Es que no hablaba en verdad para los intereses turbios, impenetrables a la justicia, sino a los pueblos, que sentían su palabra sabia y sencilla como el aliento de una España popular; inmortal, naciendo de sus ruinas. Por su voz, por su obra, supo la masa sana de todos los parajes la verdad del caso español. Hombre militante, hombre de partido sobre toda otra cosa, sabía Alvarez del Vavo que ese entendimiento popular, revolucionario, valdría más, llegada la hora, que la suspicaz atención de las cancillerías.

Mientras subimos al Comisariado General de Guerra vamos recordando los días que, en en México, acudíamos a la Embajada de España para inquirir noticias sobre la suerte de Barberán y Collar. El recuerdo último de Alvarez del Vayo nos viene de aquellos días entristecidos. Él, como representante de España, era el encargado de darnos o quitarnos la esperanza. Maroto, a mi lado, recuerda aquellos días, que vivimos juntos, e imagina lo que hubieran sido los dos aviadores perdidos como miembros de la Gloriosa. El gran pintor, ensayista y animador, tan querido de nuestras tierras hispanoamericanas, ha vuelto a tomar su exaltado ritmo vital, curado ya de las graves heridas que su arrojo le costó en los más duros días de la defensa madrileña. Ha recobrado su vitalidad bullente, agresiva. Ahora dirige las ediciones del Comisariado sobre la guerra y para los soldados leales. De su talento, de su pericia han salido ya folletos, libros y carteles tan bellos como eficaces.

Sin anuncio alguno pasamos con Maroto a las oficinas del Comisario General. El ambiente es claro, ágil, alegre. Alvarez del Vayo, metido en su sencillo uniforme de kaki comenta en un grupo en que están sus colaboradores más cercanos los triunfos del día. Las noticias no pueden ser mejores. Ya las fuerzas leales, en un avance magnífico han llegado a pocos kilómetros de Zaragoza. Las posiciones tomadas al enemigo son valiosísimas, los prisioneros numerosos, el armamento tomado cuantioso. Hay razón para el contento. El Comisario nos ve, acude a nuestro encuentro y a los pocos minutos, idos los entusiastas compañeros, se traba la plática. El tema inicial no puede ser otro que el triunfo repetido de las armas populares. Alvarez del Vayo nos habla a su modo cordial con un tono discretamente oratorio q. [sic] denuncia al hombre hecho a lograr los convencimientos precisos e inmediatos.

—Esta ofensiva victoriosa no nos ha sorprendido, aunque sus alcances han sobrepasado lo previsto. Tenía que llegar en este preciso instante, ahora que el Ejército Popular ha logrado su consolidación, su integración es perfecta. Ha costado innumerables esfuerzos, no pocos sacrificios. En realidad todo se ha creado de la nada, por el maravilloso entusiasmo de nuestro pueblo... Ya no caben dudas sobre el triunfo. Mientras el enemigo se divide, se atomiza, se desmorona interiormente, nuestra unidad se robustece por la más estricta disciplina y la adquisición rápida de las más difíciles técnicas.

—Y en esta obra, inquirimos, ¿cabe mucha parte a los Comisarios de Guerra…? —Creo que sí. Porque un Ejército verdaderamente popular no logra la unidad sino a través de la capacitación política. Esta capacitación es la que tienen a su cargo nuestros Comisarios. La importancia de esta labor no necesita encarecimientos. Desde el comienzo de la guerra he estimado y dicho que la preparación política, la republicanización de nuestras fuerzas era cosa vital. No sólo para ganar la guerra sino también para cortar a tiempo, desde ahora, el gran peligro de que mañana, al otro día del triunfo, se encuentre el pueblo con que había contribuído [sic] a la formación de una casta militar dispuesta a traicionarlo y a oprimirlo.

 —Pero, interrumpimos, se ha hablado mucho, se sigue hablando del apoliticismo del Ejército... 

—Sí. Pero ya, por suerte, sin peligro de hacer posélitos. La teoría que defiende el apoliticismo del Ejército Popular arranca, como usted advertirá, de un error fundamental sobre la naturaleza y sentido de nuestra lucha. En aquellos militares de carrera que sirviendo con absoluta lealtad la causa de la República son de una utilidad inapreciable, pero que por su misma procedencia constituyen el enlace entre el viejo y el nuevo régimen, la tendencia de volver a los antiguos moldes es perfectamente natural. Algunos la han rebasado resueltamente y están de lleno no sólo del lado nuestro sino en la misma corriente renovadora… Otros no. Y se explica que así suceda. 

—Pero ello parece inexplicable después de tan repetidas experiencias. 

—Sí. Pero las experiencias sólo sirven a los que no están impedidos por su formación, para entenderlas… Yo no me canso de citar ejemplos decisivos. El de la Revolución Francesa es clásico. Las grandes victorias comienzan sólo cuando el Comité de Salud Pública, bajo la influencia ya dominante de Robespierre, se decide a proletarizar los Estados Mayores. Con la promoción de Jourdan, de Pichegru y de Heche para el mando de los ejércitos del Norte, del Rhin y del Mosela, la guerra contra los aliados toma un nuevo rumbo. Son tres generales salidos de la fila; ninguno de ellos había alcanzado todavía en 1789 el grado de alférez. Al entregárseles el mando de los tres grandes ejércitos, Pichegru, el más viejo, acaba de cumplir treinta años. Todo, todo, lo debía a la revolución; la causa del Pueblo era su causa y el vencer la llama de la sangre que llevaban dentro. Su audacia —no hay sino leer las memorias inglesas de la época— desconcierta a los viejos y acompasados generales de la coalición. No tienen el empaque de Dumeuriez ni sus grandes conocimientos militares. Pero el ejército de los ‘‘sanscoulotte’’ los conoce y los sigue y, cuando la traición de Dumeuriez son ellos los que en el espacio breve de dos meses inflingen a la coalición derrota tras derrota…

Lo mismo los Comisarios. Su presencia en los sitios donde se decide la guerra —arsenales, fábricas,— ponen fin al desbarajuste y al pillaje de los funcionarios de Luis XVI. El Comité de Salud Pública no fía nada al arcaico e inseguro aparato burocrático heredado del viejo régimen. Hay momentos en que de los doce miembros del Comité, nueve están en el teatro de operaciones. Los comisarios los secundan en la republicanización absoluta de los mandos sin la cual Carnot juzga estériles todos los esfuerzos desde el Departamento de la Guerra. Es una concepción perfecta del ejército revolucionario, de arriba a abajo y de abajo a arriba, que debemos, con las variantes del momento imitar... 

El Comisario habla nerviosamente, rápidamente, con el fuego de quien siente hondamente lo que dice. Su discurso queda interrumpido por la entrada de oficiales de la más variada graduación. Consultas en lengua militar, cortante y aguda. Respuestas inmediatas de aprobación o de reparo. Saludos erguidos. Desfile rápido. Mientras esto ocurre, nos asalta una duda. La exponemos al Comisario en cuanto vuelve al diálogo. 

Esa politización del Ejército, le decimos, nos parece no sólo conveniente sino, como usted cree, indispensable para defender el presente y el futuro revolucionario de España. Es innegable, además, que los jefes “naturales”, los nacidos del pueblo y de la revolución, son llamados a mantener el sentido verdadero de la lucha, pero, la guerra actual pide técnicas delicadas, experiencias difíciles. Hay esto en los líderes espontáneos, en los jefes salidos de la masa al ritmo de las balas. España, ya lo sabemos, es la tierra clásica de los guerrilleros magistrales, pero, no ha pasado el tiempo de los guerrilleros...

Hay un instante de concentración. Enseguida la contestación precisa. 

No. No es que querramos fiar el triunfo al arrojo o al entusiasmo de jóvenes de dotes notables sin preparación bastante. Como hemos podido, a todo andar y en medio de una terrible competencia de dificultades, hemos hecho la preparación técnica de nuestros oficiales. Los éxitos de los últimos tiempos lo, dicen nítidamente... Lo que hay que hacer, lo que estamos haciendo, es dar una seria preparación científica a gente jóven [sic] perfectamente posesionada del carácter de la lucha. Es cierto que España es tierra de grandes guerrilleros. Ello dice de la inteligencia, del ímpetu de nuestros líderes populares. Hay que darle caminos actuales, caminos técnicos, a esta fuerza... Por otro lado, los jefes nacidos de la masa, hechos en la trinchera, —Líster Campesino, Modesto…— cuya autoridad es muy considerable, poseen una fuerza muy española pero son hombres de experiencia guerrera y de responsabilidad política. Son jefes porque han triunfado y han triunfado porque saben hacer la guerra al modo actual. Son profundamente populares, pero actúan dentro una disciplina estricta y obedecen a líneas políticas que íntimamente entienden y comparten.

—Y el Comisariado de Guerra realiza sólo esa acción preparatoria, capacitadora? 

—No. Nuestra obra es en verdad muy extensa. Parte muy notable de ella la constituye la propaganda en la retaguardia enemiga. En esto la obra de nuestros Comisarios es realmente grande. Debe decirse. Gracias principalmente a la celebración entusiasta de algunas organizaciones, de algunas brigadas y periódicos, hemos lanzado sobre el territorio enemigo más de ciento setenta millones de volantes; hemos organizado un servicio de radios “La Voz de España” que es escuchada ansiosamente por millones de españoles oprimidos en la zona rebelde. Hace muy pocos días revisaba yo en las Oficinas del Comisario del Centro, en Madrid, las declaraciones de los evadidos. Allí se comprobaba la efectividad de nuestro trabajo. Allí se veía la preocupación creciente que la propaganda del Comisariado suscita en el alto mando faccioso. Se ha llegado a dar instrucciones para destruir preferentemente a los camiones altavoces a fin de acallar sus peligrosas llamadas a la deserción y a la rebeldía. Y los [sic] más curioso es que el enemigo ha empezado a copiar nuestros métodos, valiéndose de ellos para esparcir la calumnia y la mentira. Yo estoy Convencido de que una intensificación de esta propaganda disiparía muchas confusiones, atraería mucha gente a nuestras filas y acortaría la guerra.

—Fuera de España, decimos cuando el Comisario termina, se tiene la impresión de que sobran aquí hombres valerosos y dispuestos al mayor sacrificio, pero que se carece de los elementos materiales necesarios para triunfar...?

La contestación viene rápida, como pensada en otra oportunidad, como dispuesta para el efecto querido.

Hombres, desde luego, tenemos bastantes, todos los que podamos necesitar. Elementos de guerra, empieza a haber, empezamos a fabricarlos porque, como usted sabe, se nos veda adquirirlos fuera. Esta integración de la industria de guerra ha sido una de las más heróicas [sic] páginas de esta lucha. En su desarrollo se han puesto de relieve no sólo la abnegación más extrema sino insospechadas capacidades creadoras del proletariado español, capacidades que han sido la sorpresa de los más exigentes técnicos extranjeros. Muchos choferes se han transformado en plazo brevísimo en hábiles aviadores o en perfectos tanquistas. Jóvenes salidos de las academias populares con muy escasos conocimientos de. matemáticas, han resultado excelentes oficiales de artillería. Tenemos razones para estar esperanzados y orgullosos de nuestra naciente industria de guerra. Ha sido una obra lenta, difícil. En los primeros meses la articulación de los esfuerzos chocaba con toda clase de dificultades... No teníamos nada. El enemigo, en cambio, lo tenía todo, especialmente en algo tan importante como la aviación. Sufrimos entonces la angustia de casi improvisar técnicas desconocidas. Mientras esto se logró tuvimos que adquirir el material a precios escandalosos y donde buenamente se podía...

—¿Puede decirse que ya posee España la industria bélica que necesita?

—Puede decirse que va poseyendo lo necesario, pero que ha de llegar a mucho más. Yo creo que la industria de guerra no se ve a veces en la enorme importancia que reviste. El interés en poseerla traspasa para mí en mucho lo inmediato, la necesidad y el interés del triunfo. De una parte, es innegable que la sola existencia de esa industria acrece la valoración internacional de España. Por otro lado, la nacionalización de esta actividad abre el camino a la integración de la gran industria pesada hacia un tipo de economía dirigida. La guerra nos habrá dado una nueva fuerza nacional al propio tiempo que un gran impulso hacia la buena política industrial. Y no olvidemos que, terminada la lucha, necesitaremos, para afirmar y mantener la libertad conquistada, de un ejército poderoso y perfectamente equipado. Las fábricas de elementos bélicos seguirán su trabajo. Con lo que se resolverá, además, en buena parte, el problema del paro forzozo [sic] y el de la desocupación, que aparecerán al dispararse el último tiro... Yo tengo la seguridad de que nuestra industria de guerra se fortalecerá inmediatamente hasta servir estos trascendentes objetivos. Para ello son necesarias dos cosas: una buena labor política en las fábricas y una justa escala de salarios en relación fiel con el trabajo de cada cual.

El final de las palabras del Comisario coincide con el timbre del teléfono. Se pone a él. Habla en inglés con alguien que quiere verlo a plazo breve. Vuelve a nuestra plática. Se trata, nos dice, de una comisión de periodistas norteamericanos interesados en recibir de mí una explicación del momento español y de su significado internacional.

Tomamos la ocasión por el cabello periodístico. Derivamos el diálogo hacia fuera, hacia la actitud de las potencias con la España legítima. Queremos que hombre tan enterado como Alvarez del Vayo nos diga algo para los lectores lejanos. Le abordamos resueltamente. Salta un nombre que está en el aire: el Comité de No Intervención. El Comisario olvida toda reserva oficial y habla llanamente, con el viejo amigo, no con el indagador periodístico. Le oímos sin intervenir.

—Lo peor que ocurre, va diciendo, es que el Comité de No Intervención agoniza en la más lamentable de las impotencias, sin decisión para redactar su testamento... A la verdad no tenía más que un camino: apoyar resueltamente la situación de derecho y permitir, por tanto, que España adquiriese armas donde quisiera. Al Comité se ha presentado, desde la última sesión de la Liga, un dilema que no ha sabido encarar: o tiene poder bastante para imponer lo justo, es decir, la retirada de los combatientes no españoles, o se declara impotente para enfrentarse a la agresión de los Estados totalitarios contra la integridad política y territorial de España. Si se hubiera retirado a los llamados voluntarios se hubiera producido el colapso en la retaguardia y en el frente rebelde en muy pocas semanas. De no lograrse, —y bien se ve que el Comité no puede lograrlo,— no queda más salida que dar libertad a España, al gobierno legítimo de España, para adquirir armas, ya que hombres, pueblo, tenemos, ya le he dicho, sobradamente.

—Y no cree usted que la opinión europea logre, al fin, ganar el criterio de los gobiernos? Se habla de democracias. Si efectivamente lo son, acabarían por temer al criterio de la masa y estar con el pueblo español.

—Es innegable que en los últimos tiempos hemos logrado un notable avance en la opinión internacional. Ahora, al visitarnos muy importantes delegaciones extranjeras, he podido palpar la comprensión del caso español y cómo su sólo conocimiento determina una postura favorable a nuestra causa. Hace cinco semanas, al hablar yo en Londres a diputados de todos los partidos sobre nuestro caso pude advertir cómo las importantes revelaciones de Whinston Churchill y otras figuras nada izquierdistas sobre la decisión del fachismo de señorear el Mediterráneo hacían mella en la prensa más conservadora y en sectores que, mal informados, estaban de hecho contra nosotros.

Hay una breve pausa obligada por el despacho de asuntos inaplazables. Después el Comisario continúa: 

Si la opinión pública se reflejase fielmente en los gobiernos de las democracias occidentales tendríamos de nuestro lado la mejor ayuda internacional. Es curioso que mientras la inquietud por la penetración fachista en España logra movilizar la opinión de los conservadores franceses, sensibles al interés patriótico donde quiera que se halle, la actitud del gobierno de Francia siga siendo la misma. Y no es que las cosas hayan mejorado; por el contrario empeoran a cada instante. El fachismo, envalentonado con las actitudes expectantes, extrema su ataque descarado a toda norma de convivencia internacional. Para él no hay límites. Las agresiones en el mar se suceden y multiplican aún sobre los barcos de bandera inglesa. El no responder a estas cínicas agresiones en forma digna de ellas lleva el descaro fachista a extremos inconcebibles. Hay que leer las proclamas sobre Santander. Hay en ellas mayor desparpajo, más grotesca petulancia, que las del jefe italiano que ahora dirige el ataque que pusieron de relieve durante la gran ofensiva de Guadalajara culminada, como usted sabe, por un triunfo de las armas republicanas...

Ahora el tono se eleva a una agitación duramente contenida: 

Y lo grave, lo peor, es que no se ven líneas claras, directrices, en la actitud de ciertas potencias tan interesadas como España en que nuestro suelo no se convierta en base sustentadora de una guerra europea en provecho del fachismo... Es una política sin nervio y sin perspectiva producida por las fáciles maniobras del chantage fachista y que en la práctica no significa otra cosa que ir cediendo posición tras posición a las fuerzas y a los intereses de los Estados totalitarios…

— [sic] Y crée [sic] usted que todavía pudiera lograrse, por decisión de las democracias, una acción eficaz, que detuviera los avances fachistas sin llegar al conflicto bélico…?

—Yo he dicho y repito ahora, incluso a la altura a que han llegado las cosas, que bastaría que los gobiernos de Francia y de Inglaterra, por medio de sus representaciones diplomáticas en Roma y Berlín, exigieran seria y estrictamente la retirada de los efectivos que Alemania e Italia tienen en territorio español para que se desinflaran como globos pinchados las alharacas, ya insufribles, de los que se han acostumbrado a obtener lo que quieren por la vía de las amenazas efectistas...

Cuando el Comisario queda en silencio, meditando sus últimas palabras, preguntamos: 

—Y en lo que toca al movimiento obrero internacional, [¿] puede estimarse que está realmente junto al pueblo español…?

La contestación viene rápida, precisa.

—Desde el ángulo proletario sólo es necesario decir que seguimos tropezando con la incomprensible resistencia de ciertos elementos de la Segunda Internacional ante los requerimientos de la. Tercera Internacional para una eficaz acción conjunta a favor del pueblo español. Por lo demás, la simpatía amplia, cálida y útil de los obreros de todo el mundo sabemos que nos acompaña y que crece con los días... Es que no puede haber trabajador honrado que no se subleve contra el crimen sin precedente, sin calificativo que se está cometiendo contra nuestro pueblo.

Ahora habla el corazón español, la humanidad herida por la barbarie, el hombre frente a la injusticia. Por las palabras del Comisario van pasando ciudades arrasadas, niños despedazados, regiones enteras torturadas sin motivo ni objeto. La voz se vuelve grave y alterada. Al fin, la vence, la aclara, la fé [sic] en el triunfo, la certeza en la victoria que anuncia ya la ofensiva magníficamente iniciada. La plática acaba en un clima de esperanza, de serena alegría. Nos despedimos. El tiempo ha corrido sin dejar huella de cansancio. Queremos excusar la larga conversación. El Comisario sonríe amable: 

—Pero, si apenas hemos comenzado... Si es que quiero que usted se entere plenamente, realmente, hondamente, del caso español. Hemos de seguirnos viendo. Lo mejor será que usted investigue por su cuenta algunos días. Después, cuando quiera., nos vemos otra vez... Queda prometida la nueva plática.

Al bajar con Moroto las largas escaleras del Comisariado vemos que la noche entra ya por las ventanas. Salimos rápidos a la ciudad negra. Los reflectores de la defensa antiaérea cruzan en la tiniebla sus altas torres blancas.


Juan Marinello
Dos pláticas con Julio Álvarez del Vayo  
España 1937











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