Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 - Madrid, 4 de enero de 1920) |
Aprendamos, con lento estudio, a conocer lo que está muerto y lo que está vivo en el alma nuestra, en el alma española. Aprendámoslo aplicando el oído al palpitar de estos enojos que reclaman justicia, equidad, orden, medios de existencia. Apliquemos todos los sentidos a la observación de los estímulos que apenas nacen se convierten en fuerzas, de los desconsuelos que derivan lentamente hacia la esperanza, de la gestación que actúa en los senos del arte, de la industria, de la ciencia… Observemos cómo el pensamiento trata de buscar los resortes rudimentarios de la acción, y cómo la acción tantea su primer gesto, su primer paso.
Al examinar lo que caducó y lo que
germina en el alma nuestra, observemos la triste ventaja que da la
tradición a las ideas y formas de la vieja España. Las diputamos muertas, y
vemos que no acaban de morirse. Las enterramos y se escapan de sus mal cerradas
tumbas. Cuando menos se piensa, salen por ahí cadáveres que nos increpan
con voz estertorosa, y arremeten con brío y dureza de huesos sin carne contra
todo lo que vive, contra lo que quiere vivir: defendámonos. Respetando lo que
la tradición tenga de respetable, rechacemos el espíritu mortuorio que en buena
parte de la Nación prevalece aún, «dilettantismo» del morir y de toda
destrucción. Tengamos propósito firme de adquirir vida robusta y de creer con
todo el vigor y salud que podamos. Declaremos que es innoble y fea cosa el
vivir con media vida, y procuremos arrojar del alma todo resabio ascético.
Ninguna falta nos hacen sufrimientos ni martirios que no vengan de la
Naturaleza por ley superior a nuestra voluntad. Lo primero que tiene que hacer
el alma remozada es penetrarse bien de la necesidad de evitar a su cuerpo los
enflaquecimientos y desmayos producidos por ayunos voluntarios o forzosos.
Detestamos el frío y la desnudez; anhelamos el bienestar, el cómodo arreglo de
todas nuestras horas, así las de faena como las de descanso. Creemos que la
pobreza es un mal y una injusticia, y la combatiremos dentro de la estricta ley
del «tuyo y mío». Trabajaremos metódicamente con el despabilado pensamiento, o
con las manos hábiles, atentos siempre a que esta pacienzuda labor nos lleve a
poseer cuanto es necesario para una vida modesta y feliz, con todo lo que la
sostiene y vigoriza, con todo lo que la recrea y embellece. Opongamos
briosamente este propósito al furor de los ministros de la muerte nacional, y
declaremos que no nos matarán aunque descarguen sobre nuestras cabezas los más
fieros golpes; que no nos acabará tampoco el desprecio asfixiante; que no habrá
malicia que nos inutilice no rayo que nos parta. De todas las especies de
muerte que traiga contra nosotros el amojamado esperpento de las viejas
rutinas, resucitaremos.
El pesimismo que la España caduca nos
predica para prepararnos a un deshonroso morir, ha generalizado una idea falsa.
La catástrofe del 98 sugiere a muchos la idea de un inmenso bajón de la raza y
de su energía. No hay tal bajón ni cosa que lo valga. Mirando un poco hacia lo
pasado, veremos que, con catástrofe o sin ella, los últimos cincuenta años del
siglo anterior marcan un progreso de incalculable significación, progreso
puramente espiritual escondido en la vaguedad de las costumbres. Después del 54
y del 68, consumadas las revoluciones que sólo alteraban la superficie de las
cosas, el ser doméstico, digámoslo así, de nuestra raza, pobre y ociosa, sin
trabajo interior ni política internacional, se caracterizaba por la delegación
de toda vitalidad en manos del Estado. El Estado hacía y deshacía la existencia
general. La sociedad descansaba en él para el sostenimiento de su consistencia
orgánica, y el individuo le pedía la nutrición, el hogar y hasta la luz. Las
clases más ilustradas reclamaban y obtenían el socorro del sueldo. Había dos
noblezas, la de los pergaminos y la de los expedientes, y los puestos más altos
de la burocracia se asimilaban a la grandeza de España. Un socialismo bastardo
ponía en manos del Estado la distribución de la sopa y los garbanzos del pobre,
de los manjares trufados del rico. Al olor de aquella sopa y de los buenos
guisos acudía la juventud dorada, la plateada y la de cobre… Pues de entonces
acá, en el lento correr de los días de la Revolución de Septiembre, del reinado
de D. Amadeo, de la efímera República, de la Restauración y Regencia, se ha
determinado una transformación radical, que ya vieron los despabilados, y ahora
empiezan a ver los ciegos. Va siendo general la idea de que se puede vivir sin
abonarse por medio de una credencial a los comederos del Estado: de éste se
espera muy poco en el sentido de abrir caminos anchos y nuevos a los negocios,
a la industria y a las artes. El país se ha mirado en el espejo de su
conciencia, horrorizándose de verse compuesto de un rebaño de analfabetos
conducido a la miseria por otro rebaño de abogados. Del Estado se
espera cada día menos; cada día más del esfuerzo de las colectividades, de la
perseverancia y agudeza del individuo. Detrás, o más bien debajo de la vida
entera del Estado, alienta otra vida que remusga y crece, y adquiere savia en
las capas internas. En cincuenta años, es incalculable el número de los que han
aprendido a subsistir sin acercar sus labios a las que un tiempo fueron lozanas
ubres, y hoy cuelgan flácidas: los españoles han crecido; comen, ya no maman.
Aceptamos al Estado como administrador de lo nuestro, como regulador de la vida
de relación; ya no lo queremos como principio vital, ni como fondista y
posadero, ni menos como nodriza. ¿No es esto un gran progreso, el mayor que
puede imaginarse?
Debajo de esta corteza del mundo
oficial, en la cual campan y camparán por mucho tiempo figuras de pura, quizás
necesaria representación, y la comparsa vistosa de políticos profesionales,
existe una capa viva, en ignición creciente, que es el ser de la nación,
realzado, con débil empuje todavía, por la virtud de sus propios intentos y
ambiciones, vida inicial, rudimentaria, pero con un poder de crecimiento que
pasma. Un día y otro la vemos tirar hacia arriba, dejando asomar por diferentes
partes la variedad y hermosura de sus formas recién creadas. Entre estas formas
podemos señalar las más próximas: el esfuerzo de la ciencia agrícola para
sobreponerse a las prácticas rutinarias, la flamante industria en pequeñas y
grandes manifestaciones, el arte que pretende acomodar las formas arcaicas al
pensar amplio y al sentir generoso; señalamos también las más lejanas, que son
la libre conciencia, el respeto, la disciplina, el orden mismo, la vieja espada
que los tiempos pasados legan a los futuros. No quiera Dios que esta capa de
formación nueva en parte somera, en parte profunda, suba por súbita erupción.
Subirá por alzamientos parciales y consecutivos del terreno, sin sacudidas
violentas, para subsituir al suelo polvoroso y resquebrajado en que tiene su
secular asiento en nuestro país.
Entre lo mucho que nos traen las nuevas
formaciones de terreno, descuellan dos aspiraciones grandes, que han de ser las
primeras que busquen la encarnación de la realidad. Necesitamos instrucción
para nuestros entendimientos, y agua para nuestros campos. La superficie de
esta porción de Europa que habitamos no es bella en todas sus partes, y es
necesario que lo sea. Estimulan al amor las gracias y el sonrosado color de un
rostro bello. No es fácil que amemos a una patria que nos muestra su cuerpo y
semblante cubiertos de lacras lastimosas, y afeados por la sequedad y aspereza
de la epidermis. Una nación europea no puede ofrecer a las miradas del mundo,
en pleno siglo XX, el espectáculo de las estepas desnudas que dan idea de la
ancianidad trémula, pecosa y cubierta de harapos. Preciso es desencantar el
viejo terruño, dándole con las aguas corrientes, la frescura, amenidad y
alegría de la juventud: preciso es vivificar al tierra, dándole sangre y alma,
y vistiéndola de las naturales galas de la agricultura. No queremos nada que
sea imagen del yermo solitario, ni tristeza ni sequedad de calaveras mondas. En
nombre del bienestar público y de la belleza, inundemos las estepas
áridas. No queremos fealdad en ninguna parte, sino hermosura que nos
enamore de nuestros campos, para que en ellos podamos vivir y gozar de cuanto
da la Naturaleza: lozanos plantíos, risueños bosques, deliciosas alquerías,
donde hallemos el ejercicio sano y la paz del alma. Un país reconcentrado en
poblaciones oscuras y pestilentes, es un enfermo de congestión crónica. La vida
se estanca, la sangre no circula, y el tedio urbano, grave dolencia, estimula
todos los vicios.
Como el agua a los campos, es necesaria
la educación a nuestros secos y endurecidos entendimientos. Han dicho que no
deseamos instruirnos, puesto que no pedimos la instrucción con el ansia del
hambriento que quiere pan. La instrucción no se pide de otro modo que por la
voz, o mejor, por los signos de la ignorancia. El ignorante es un niño, y el
niño no pide más que el pecho, si es chiquitín, o los juguetes, si es
grandullón. Aguardar, para la educación de la criatura, a que esta diga
«llévenme a la escuela que tengo muchas ganas de ser sabio», es fiar nuestros
planes a la infinita pachorra de la Eternidad. Si así lo hiciéramos
demostraríamos que los grandes somos tan cerriles como los pequeños.
Procuremos grandes y chicos
instruirnos y civilizarnos, persiguiendo las tinieblas que el que menos y el
que más llevan dentro de su caletre. El cerebro español necesita más que otro
alguno de limpiones enérgicos para que no quede huella de las negruras
heredadas o adquiridas en la infancia. Y al paso que nos instruimos, cuidémonos
mucho de no ser presumidos ni envidiosos, que el orgullo y el desagrado del
bien ajeno son dos feísimas excrecencias adheridas a nuestro ser, que piden un
formidable esfuerzo para ser arrancadas y arrojadas al fuego como yerba dañosa. La
presunción es cosa muy mala, pero todavía que el desprecio de nosotros mismos,
cuando nos da por creer que somos unos bárbaros incapaces de benignos
sentimientos, de cultura y de vivir en paz unos con otros. Ni esto sirve para
nada, ni menos el suponernos únicos poseedores de la verdad, y los más bonitos,
los más agudos que en el mundo existen. El odioso remate de estos defectos es
la pálida envidia, que nos priva del goce de admirar al que por su ingenio, por
su perseverancia o por otra virtud está más alto que nosotros. Seamos modestos,
y aprendamos a no estirar la pierna de nuestras iniciativas más allá de lo que
alcanza la sábana de nuestras facultades. Hagamos cada cual, dentro de la
propia esfera, lo que sepamos y podamos: el que pueda mucho, mucho; poquito el
que poquito pueda, y el que no pueda nada, o casi nada, estése callado y
circunspecto viendo la labor de los demás. Acostumbrémonos a rematar
cumplidamente, con plena conciencia, todo lo que emprendamos; no dejemos a
medias lo que reclama el acabamiento de todas sus partes para ser un conjunto
orgánico, lógico, eficaz, y conservémonos dentro de la esfera propia, aunque
sea de las secundarias, sin intentar colarnos en las superiores, que ya tienen
sus legítimos ocupantes. Cada cual en su puesto, cada cual en su
obligación, con el propósito de cumplirla estrictamente, será la redención
única y posible, poniendo sobre todo, el anhelo, la convicción firme de un
vivir honrado y dichoso, en perfecta concordancia con el bienestar y la
honradez de los demás.
¿Es esto soñar? ¡Desgraciado el pueblo
que no tiene algún ensueño constitutivo y crónico, norma para la realidad,
jalón plantado en las lejanías de su camino!
Benito Pérez Galdós
Madrid, 8 de
noviembre de 1903
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