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1453. Testimonio de Pilar Fidalgo sobre las cárceles franquistas

El 6 de octubre de 1936, Pilar Fidalgo Carasa fué detenida junto a su hija recién nacida por la Guardia civil y encarcelada en Zamora. Su "delito" fue ser la esposa del socialista José Almoina. En la cárcel coincidió con Amparo Barayon, la mujer de Ramón J. Sender. Amparo fue ejecutada y Pilar fué liberada gracias a un canje de prisioneros. Cuando fue puesta en libertad denunció el terror y la crueldad de sus verdugos en el Consulado republicano en Bayona. Su declaración fue publicada en el periódico El Socialista y más tarde su amarga experiencia fue recogida en el libro Une jeune mère dans les prisons de Franco, editado en París en 1937.


Trascribimos el testimonio de Pilar Fidalgo, sobre las cárceles franquistas, traducidas de la versión francesa por Eduardo Martín y que hemos recogido del Blog del Foro por la Memoria de Castilla y León.


El régimen de la prisión

… A mi llegada a la prisión, me hicieron subir por una escalera estrecha y empinada hasta la célula en la que ya estaban encerradas otras detenidas, aproximadamente una cuarentena, y me dejaron allí medio desvanecida. Bajo el pretexto de interrogarme, me obligaban a subir y bajar esta escalera varias veces al día, lo que, dado mi reciente parto y mi debilidad, me provocó una hemorragia muy fuerte. Como no me habían permitido llevar ningún paño, ni para mí ni para mi hija, y no había allí ni manta ni colchón, durante todo el tiempo de mi estancia en prisión tuve que dormir sobre el suelo de cemento, en pleno invierno, pese a que el clima de Zamora es uno de los más rigurosos de España. Trataba de abrigar a mi hija para que no sufriera demasiado; sus manos y su rostro se amorataban, en días en los que la temperatura bajaba hasta los cuatro o cinco grados bajo cero en el interior de nuestra celda y en los que yo no tenía para protegernos a ambas nada más que un trozo de manta que nos había dado una compañera. Terminé por caer gravemente enferma, y me arriesgué a pedir a la carcelera -de la–que hablaré más tarde- que llamara al médico. El de la prisión se llamaba Pedro Almendral. Vino por formalidad, y al verme sufrir, se limitó a decirme que el mejor medio de curarme sería morir; no prescribió ningún remedio, ni para mí ni para la niña.

La carcelera se llamaba Teresa Alonso; al ser su hija secretaria de la Sección Femenina de la Falange, le habían asignado a ella la vigilancia de las detenidas. Nos trataba con una brutalidad bestial, nos colmaba de bajos insultos y aprovechaba con cruel refinamiento todas las ocasiones de torturarnos.

El régimen de la prisión era bárbaro. Dos días después de mi llegada, no pude dar el pecho a mi pequeña, porque todas las emociones me habían hecho perder la leche. Por las tardes no me daban otra cosa que una tacita de leche de cabra con agua, que la niña tenía que beber fría, porque no nos permitían encender fuego. Mi hija cayó enferma de disentería y de bronquitis. Mis compañeras de infortunio la llamaban “Miss Prisión”. Éramos cuarenta detenidas en una celda destinada a un solo prisionero. No había más que dos bancos para sentarse y el suelo para dormir. Para nuestras necesidades no disponíamos más que de tres orinales que se vaciaba en un viejo caldero de hierro oxidado que también nos servía para lavar la ropa. Se nos prohibía recibir comida del exterior, y se nos servía una sopa repugnante cocida con sosa; estábamos todas en un estado espantoso. Para secar la ropa, no nos dejaban salir al patio, y la teníamos que tender sobre el suelo de la celda, apretándonos todas en un rincón para no pisarla. Pedimos a la carcelera que al menos nos permitiera tender al sol la ropa de nuestros hijos, y nos respondieron que la secáramos sobre nuestro cuerpo; efectivamente, tuvimos que hacer esto para que nuestros bebés no sufrieran la humedad.


Después de las cinco…

La angustia, una angustia indescriptible, renacía a partir de las cinco. Cada día una nueva y espantosa prueba comenzaba con el crepúsculo. Veíamos con horror caer la noche y llegábamos a desear que el sol nunca se pusiera. A las ocho o las nueve de la noche, comenzábamos a despedirnos. Algunas liaban un hatillo con la poca ropa que poseían y lo usaban de almohada, como si quisieran hacer un último descanso en este camino final que entreveíamos. Algunas ya se habían despojado de sus joyas, de sus pendientes, alianzas, medallas y pequeños collares; las habían entregado a sus familiares a través de las rejas, encomendadas a los que pronto serían huérfanos, y se adivina con qué emoción serían recibidas aquellas alhajas. Otras, que no habían recibido visitas, encomendaban los recuerdos de toda una vida doméstica, recuerdos de los días felices, a aquellas de entre nosotras de las que pensaban que tardarían más en seguirlas.

Para las que tenían un hijo pequeño con ellas –y el caso era frecuente: eran numerosas las mujeres que, como yo, habían dado a luz recientemente- el primer signo de que iban a ser conducidas a los verdugos era que les arrebataban a su hijo. Bien se sabía lo que esto significaba: a una madre a la que le retiraban su pequeño le quedaban pocas horas de vida. Eran escenas desgarradoras. Las condenadas cubrían de besos a sus hijos, los estrechaban contra su pecho, y había que arrancárselos a la fuerza, brutalmente; entonces, cesaban las lágrimas, y ellas caían en un estado de semiinconsciencia, de pasividad absoluta y de mutismo espantoso, perdida ya cualquier noción de lo que las rodeaba. Así es como las pobres madres eran conducidas a la muerte. Esto ocurría todas las noches; no recuerdo ninguna en la que se nos ahorraran estas escenas dramáticas. En el profundo silencio que guardábamos, oíamos primero los pasos en la escalera, después los pasos en el corredor, después la puerta se abría; aparecían guardias civiles y falangistas que leían los nombres, muy despacio, con una lentitud torturante. Una vez leído el primer nombre, la angustia y el terror comenzaban a apoderarse de nosotras. La que había sido llamada tomaba su hatillo, como si marchara de viaje, y nos lo entregaba, encomendándonos que lo hiciéramos llegar a los suyos. La que, al menos esta vez, no había sido nombrada, suspiraba al pensar que al menos tenía otras veinticuatro horas de vida aseguradas, un pobre consuelo que nos parecía un don precioso. Para oír mejor la lista, conteníamos la respiración y, para que nuestros hijos no llorasen, les dábamos el pecho. Las que debíamos permanecer allí, temiendo que los asesinos prolongasen su estancia entre nosotros, suplicábamos a las condenadas que se vistieran pronto; ellas sabían y nosotras sabíamos que iban a ser asesinadas y todas deseábamos que esta escena acabara lo antes posible, porque los verdugos, si las víctimas reclamadas tardaban en ponerse en macha, vomitaban las peores injurias, y amenazaban con llevarnos a todas. Lo más trágico era que las desdichadas que iban a morir se hacían cargo de nuestras razones y salían rápidamente, algunas sin llegar a calzarse. Por larga y azarosa que pueda llegar a ser mi vida, nunca olvidaré, ni olvidaremos las supervivientes, aquellos momentos.


Las dos noches más siniestras

Las dos noches más siniestras que pasé en prisión fueron la del 9 de octubre y la del 13 de diciembre de 1936. Todavía tengo, y siempre tendré presentes, las espantosas visiones de esas dos noches.

El 9 de octubre, la mayor parte de mis amigos de Benavente fueron asesinados. Eran, además de algunos cuyos nombres seguramente escapan a mi memoria, Epifanio Rodríguez Rubio, Felipe Martínez Abad, Ildefonso López, Enrique Villarino Santiago, Francisco Fernández, Luciano García Guerra, Marcelo Carbajo Lora, el hijo de un zapatero apellidado Burgos y que no había cumplido los diecinueve años, Félix Vara, el pintor Ibáñez, Alejandrino Pérez, Teófilo Infestas, y Vicente o Venancio Alonso. La esposa de este último, María Garea, estaba encarcelada con nosotros. Toda la noche del 9 de octubre la pasaron encerrados en una sala llamada “de justicia”, que servía de sala de tortura, y también de capilla para los condenados, y que era además el lugar en el que oíamos misa. Desde nuestra celda, agrupadas alrededor de la pobre esposa, escuchábamos lo que sucedía en la terrible sala de espera, hasta que vinieron a buscar a María Garea, que debía acompañar a su marido. Fue una de las primeras escenas de despedida a la que asistí. Jamás olvidaré el instante dramático en el que esa mujer nos encomendó (a nosotras, que podíamos seguir la misma suerte al día siguiente), que no abandonásemos a sus hijos; pero lo más trágico vino a continuación: oímos, después de que fuera conducida a la “capilla”, donde entre los otros condenados se encontraba su marido, los gemidos del uno y de la otra, que se abrazaron, al encontrarse por primera vez desde su encarcelamiento, por primera y última vez. Se reencontraron y se perdieron al mismo tiempo. Al alba, sus cuerpos fueron lanzados, aun abrazados, a la fosa común.

El recuerdo del 13 de diciembre no es menos trágico. Un día se dijo que algunos prisioneros habían planeado una fuga. Se escogió una sesentena, porque el gobernador, al que se preguntó qué castigo aplicar, respondió, al parecer, que lo mínimo que se debía hacer era ejecutar una cincuentena. El 13 de diciembre, se condujo a los sesenta prisioneros a la famosa “sala de justicia”, contigua, como ya he dicho, a nuestra celda. En el transcurso de una noche clara y fría, y durante cinco horas interminables, oímos los gritos de dolor de las víctimas martirizadas. Percibíamos los golpes de las correas sobre la carne, los insultos feroces de los verdugos mezclados con los aullidos de los infortunados, los golpes, las caídas de los cuerpos lanzados contra el suelo y contra las paredes. Había lamentos graves y roncos, mientras otros eran agudos como los gritos de los niños enfermos de meningitis.


Misas y sermones

Al amanecer, la misa fue oficiada por el propio obispo. Esto sólo ocurría en ocasiones excepcionales. A diario lo hacían sacerdotes que confesaban a los condenados o los acompañaban al lugar mismo de las ejecuciones, y no por deber sacerdotal sino con espíritu de “colaboración”. Las confesiones de los detenidos adquirían el valor de declaraciones en el curso de nuevos procesos, y eran motivo de nuevos arrestos y ejecuciones. Recuerdo en este sentido que un sacerdote se encargaba de escuchar a las detenidas a las que la carcelera obligaba a confesar con él. Este cura, con preguntas capciosas, arrancaba nombres y hechos que después ponía en conocimiento de los falangistas. Incluso se atrevía a emplear este procedimiento con los que estaban a punto de ser fusilados, cuyo miedo a la proximidad de la muerte y al misterio del más allá inclinaban sus almas fatalmente a la religiosidad. Otro cura “ejemplar” era el que nos decía la misa. Todos sus sermones eran en realidad arengas inflamadas contra los “rojos”. Cubría a los republicanos de insultos y nos decía que nos habíamos ganado ser encarceladas y ejecutadas por unirnos a hombres tan infames. Sus imprecaciones eran terroríficas y las maldiciones más espantosas salían de su boca durante el “ofertorio”. Negó la absolución a una detenida que iba a ser asesinada (Amparo Barallon [Barayón], de la que hablaré más adelante) porque se negó a declarar que su marido era un canalla. Así era el clero que asistía en sus últimos momentos a las víctimas de la sublevación pretoriana. El 13 de diciembre fue, como ya he dicho, el obispo quien visitó la prisión para celebrar la misa para los sesenta detenidos que iban a morir. Estaban, como se ha dicho, bajo el efecto de una noche de torturas, mártires sangrantes con los cuerpos quebrados y la ropa en jirones… Y en estas condiciones y en presencia de sus asesinos se les confesó y se les exhortó a “bien morir”.

Es a esta misma “sala de justicia” a donde se llevaba a los prisioneros a oir misa. Durante toda la ceremonia tuvimos que permanecer arrodilladas, sin girar la cabeza hacia el lado de la capilla en el que estaban los hombres. Detrás nuestro, nuestras carceleras nos vigilaban. En este recinto lúgubre, testigo de tantos martirios y sufrimientos postreros, solíamos encontrar pedacitos de papel, escritos por manos febriles y temblorosas, con palabras de despedida, en las que se recogían últimas voluntades o recomendaciones. En el suelo y en las paredes había grandes manchas de sangre todavía fresca, de sangre vomitada bajo los golpes bestiales, por quienes, poco tiempo después, encontrarían en la muerte el olvido y el fin de tantas torturas. A veces pudimos, no sin correr grandes riesgos, recoger algunos de estos papeles que conservamos como bienes preciosos, como en las catacumbas se conservaban las reliquias de los cristianos arrojados a las fieras: las reliquias de nuestros nuevos mártires.


Muchachas asesinadas

Recuerdo numerosos casos dignos de ser relatados. Entre otros el de Herminia de San Lázaro; era una joven de veinticinco años, de gran belleza. Estaba casada y fue detenida el mismo mes de octubre. Poco después la pusieron en libertad, pero, ya fuese porque los padecimientos la habían debilitado, o porque las emociones sufridas la hubieran torturado demasiado, cayó gravemente enferma. Se la acusaba de haber lanzado al Duero una estatua del inquisidor Diego de Deza. Esto era, para los restauradores del reinado del Santo Oficio, un doble crimen, y el clero y los beatos de la provincia no se conformaron hasta que Herminia volvió a ingresar en la prisión: la sacaron de su lecho para encarcelarla de nuevo. Al anochecer entró en nuestra celda y, durante tres horas, fue presa de ataques intermitentes de epilepsia. Aquella misma noche la llevaron al cementerio, donde fue asesinada. Su muerte fue decretada para vengar la ofensa infligida a un bloque de piedra, a la estatua de uno de los más sobresalientes entre los inquisidores de España. Conviene decir también, a propósito de esta estatua, que durante mucho tiempo se obligó a personas consideradas de izquierdas a buscarla en el río al que había sido arrojada a raíz del triunfo electoral de las izquierdas. Las búsquedas fueron en vano, pero muchos se ahogaron en ellas.

La historia de las hermanas Flechoso no es menos conmovedora. Nos las trajeron un domingo, exactamente el último domingo de noviembre, por la tarde. Una, Angelita, tenía quince años, y la otra, dieciocho. Partía el corazón ver a estas dos pobres criaturas, totalmente ignorantes de la suerte que las esperaba. No pensábamos que habría asesinatos aquella misma noche; generalmente, no venían, el domingo, a buscar víctimas, y deseábamos convencernos nosotras mismas tanto como deseábamos que la desgracia no golpease a aquellas niñas. Les aconsejamos que descansaran y les preparamos en el suelo una pobre cama hecha con las ropas y los trapos de los que disponíamos. Se durmieron, la una en los brazos de la otra, y por un momento pudimos velar su sueño inocente. Pero hacia las nueve de la noche, los verdugos vinieron a buscarlas. Una de ellas, con la mirada llena de dulzura, parecía, al oír cómo las nombraban, preguntarnos qué significaba aquello y para qué las llamaban. Se vistieron deprisa y la mayor dijo a la más joven, acariciándola: “ten cuidado, Angelita, y si te encuentras mal, agárrate a mí”. Estábamos tan conmovidas que apenas pudimos decirles adiós. Al bajar por la escalera debieron comprender el fin que las esperaba, porque oímos sus gritos. A la mañana siguiente supimos que las habían asesinado juntas y abrazadas la una a la otra. Un mes más tarde llegó una orden de ponerlas en libertad.

Recuerdo también a otras muchachas, de la familia Figuero de la Torre. Serafina Figuero de la Torre, que tiene quince años, Aurelia Figuero de la Torre, que tiene dieciocho, y su madre, María de la Torre, continúan en el calabozo, como si fuesen criminales peligrosas. Su hermano, un niño de diecisiete años, ha sido asesinado, aunque ellas todavía no lo saben.

Han asesinado también a todos los miembros, hombres y mujeres, de la familia Flechas, de Zamora, en total siete personas; sólo un joven logró escapar, pero en su lugar asesinaron a su prometida, Tránsito Alonso, y a la madre de ésta, Juana Ramos. Lo mismo ocurrió con la familia Carnero: la madre, las dos hijas y el prometido de una de ellas fueron asesinados. Y Silva, sastre bien conocido en Zamora, que fue asesinado allí mientras su esposa lo era en Toro. Y podría seguir citando innumerables familias, completamente aniquiladas.


Casos de sadismo

En nuestra prisión entraron Julia Cifuentes, que tenía veintisiete años, su madre, Baldomera Veledo, y Matea Luna [A]Larma, hermana de un diputado provincial. Arrancaron a Julia de los brazos de su madre para conducirla a la muerte. Su madre no tardó en seguirla. Matea fue asesinada al mismo tiempo que Julia. Las tres mujeres habían sido conducidas desde Villalpando en un camión por falangistas acompañados de muchachas. Las detenidas tuvieron que sufrir todo tipo de ultrajes, y algunos falangistas quisieron incluso violarlas, mientras otros se apartaban con las “acompañantes”. Otra detenida, llamada Irene de Almeida de Sayago, me explicó incluso que había sido conducida a la prisión en una camioneta por falangistas que intentaron ultrajarla. Estas escenas eran de lo más frecuentes. Los prisioneros eran considerados por quienes los conducían como un botín de guerra, y los excesos eran tan espantosos como habituales. Quiero citar a este respecto el caso de una tal Eugenia, detenida por alguien a quien todos conocían y habían considerado hasta entonces como un ser normal, un abogado, representante del partido conservador en Zamora, Segundo Viloria y Gómez Vilaboa. Este individuo detuvo a Eugenia, como hacía con centenares de mujeres –era su especialidad- y molió a golpes a la desdichada con tal violencia que al entrar en nuestra celda, tenía el cuerpo literalmente negro y la ropa interior pegada a las heridas. A continuación, había violado a la detenida. Pero no se conformó con esto: cuando volvió a estar de guardia en la prisión, regresó a buscar a su víctima, repitió sus hazañas y devolvió a aquella mártir a su mazmorra. Transcurridas algunas semanas, el monstruo volvió en busca de Eugenia, la condujo al cementerio y la asesinó.

Otro caso de sadismo digno de estudio es el de un asesino llamado Mariscal. Circula libremente por Zamora y comete tantos y tan espantosos crímenes que lo temen sus mismos cómplices. Este Mariscal ha llegado a ser uno de los jefes de los verdugos, por el derecho que le acredita una larga sucesión de atrocidades cometidas sin tener en cuenta la edad, el sexo ni la condición de sus víctimas.

Estos dos asesinos son dignos de un estudio psiquiátrico.

Cuando en España leíamos, afectados por la indignación, el asco y el espanto, los crímenes del monstruo de Dusseldorf, estábamos lejos de pensar que en nuestro propio país veríamos aparecer tales fanáticos enloquecidos, todavía más horribles y surgidos de entre las personas a las que creíamos normales. Y el hecho es que no hay en la zona rebelde ningún pueblo, por pequeño que sea, que no tenga sus diez o doce criminales, al menos iguales que el monstruo de Dusseldorf, y muchos son los que lo superan en el horror.

Estar encarcelada es, para los rebeldes, perder toda individualidad. El más elemental derecho de gentes es ignorado, y se mata a un hombre con tanta facilidad como a un conejo, incluso más fácilmente, ya que para matar un conejo se necesita un permiso de caza, mientras que en estos momentos, para matar personas, basta con salir a la calle y dispararles por diversión.

En apoyo de esto recordaré que las tres primeras mujeres asesinadas en la prisión de Zamora fueron Engracia del Río, maestra en Fermoselle, Carmen N., muchacha de unos diecisiete años, de gran belleza, con sus cabellos negros y cuidados, y María Salgado, de Zamora, viuda y madre de un hijo de siete años. Estas dos últimas fueron conducidas al cementerio por un grupo de falangistas que, una vez allí, les dijeron que les permitirían correr por el recinto, y que si lograban escapar, les perdonarían la vida. Las dos mujeres aterrorizadas, pero también poseídas por el instinto de conservación, corrieron presas del pánico, de tumba en tumba, saltando por encima de las fosas, escondiéndose tras las cruces y de las capillas. Durante este tiempo, los falangistas, los “muchachos de buena familia” de la Falange las perseguían disparándoles, como a piezas de caza. Esto ocurría una noche a finales del verano, hacia las once. Heridas, desangrándose, presas de la locura de esta escena increíble, las dos mujeres cayeron por fin muertas bajo los disparos de sus cazadores, “los señoritos”, que estallaban de risa y que irían a explicar sus hazañas al casino, y a la mañana siguiente, a comulgar a la iglesia de su parroquia, donde los recibiría un párroco impaciente por felicitarlos por el celo que empleaban en la defensa de la sacrosanta religión.

El chófer de un médico muy conocido en Zamora, Dacio Crespo Cerro, había conseguido huir a Portugal, pero fue detenido en Braganza por las autoridades portuguesas, que lo pusieron en manos de los rebeldes. Antes de asesinarlo, lo sometieron a los suplicios más espantosos. Una detenida fue obligada a asistir a uno de ellos y me lo explicó. Esta mujer amamantaba entonces a un niño. La impresión que sintió al ver al desgraciado chófer, azotado con un vergajo, con una oreja arrancada, la cara estriada y desgarrada, sangrando por la cariz, los ojos, las orejas y la boca, fue tan fuerte que al niño que ella amamantaba se le cubrió el cuerpo de abscesos purulentos. Suplicó que curaran a su hijo, pero se lo negaron. La pobre mujer también terminó siendo asesinada, y su hijo, cuando lo condujeron al hospital, era todo él una llaga; supongo que habrá muerto.

Incluso en nuestra celda murió un niño en medio de todas nosotras. Estaba allí con su madre y su abuela, ambas prisioneras, y contrajo la meningitis. Daba unos gritos agudos y murió sin que el médico hubiera venido siquiera a verlo, sin recibir ninguna atención. Su madre y su abuela, que lo tuvieron que cuidar por sí mismas, fueron asesinadas juntas, al día siguiente de la muerte del pequeño.


La “justicia” de Franco

Si todo esto tenían que soportar las mujeres, ¿qué decir de los hombres? Cada tarde, veíamos en el patio efectuar el “apartado”, que consistía en separar de entre los prisioneros –que eran más de mil- las docenas de hombres destinados, la noche siguiente, a ser entregados a sus asesinos. Algunos habían sido condenados por lo que llaman “consejos de guerra”, caricaturas de tribunales sobre cuyas decisiones pesan solamente las opiniones del cura de la parroquia o del comandante del puesto de la guardia civil. Los juicios se fundamentan, qué ironía, en el delito de “rebelión militar”. Los rebeldes inculpan de su propio delito a quienes no se han sumado a su movimiento.

La arbitrariedad tiránica y el sadismo se manifiestan por todas partes: la mayor parte de las víctimas del “apartado” no habían sido oídas, o nadie se había tomado la molestia de fingir un juicio contra ellas.

Esto no tiene, por lo demás, ninguna importancia, pues la “justicia rebelde” no se detiene en estos “detalles”, no se pierde en procedimientos. Los responsables de las ejecuciones “juzgan” según su capricho, sin control de ninguna clase, y cómo iba a ser de otra forma si no queda ninguna autoridad que no sea criminal, de una parte porque el ejercicio de la autoridad es directamente proporcional al porcentaje de criminalidad detentado, y de otra porque quien no asesina no podría ejercer sobre los asesinos la menor autoridad. De todo esto resulta que los detenidos “juzgados” no gozan de ninguna ventaja sobre los que no lo han sido.

Desde otro punto de vista, poco importa estar en casa o en la cárcel. Cualquier falangista puede, si así lo desea, entrar en una casa, sacar de ella a tal o cual persona, conducirlas a un descampado y asesinarlas sin que nadie venga a pedirle cuentas. Si algún pariente o amigo de las víctimas se atreviese a protestar, bien sabe que sufriría la misma suerte. De esta forma, se hace sobre cada crimen un silencio denso y profundo que nadie se arriesga a romper. Los derechos individuales, los derechos humanos, son ignorados. Quien franquea la puerta de la cárcel sabe que probablemente será asesinado. Quien permanece en casa no puede estar totalmente seguro de que no será detenido en medio de una comida familiar o una hora después de acostarse.

Amparo Barayon, esposa del ilustre escritor Ramón J. Sénder, fue asesinada al amanecer del 12 de octubre de 1936. Tenía con ella a su hijita, de ocho meses y llamada Andreíta. A las seis de la tarde, el administrador de la prisión, Justo, entró en la celda y le arrancó a su hija de los brazos, diciéndole, entre otros insultos, que “los rojos no tenían el derecho de criar a sus hijos”. Amparo Barayon, impotente para defender a su hija y debatiéndose en el llanto, presa de una locura indescriptible, gritaba… Hasta que, deshecha en lágrimas, escribió una carta de despedida para Sénder, que yo misma guardé mucho tiempo, hasta que al final tuve que hacerla desaparecer, a causa de los registros continuos a los que se nos sometía. Sé que en esta carta ella le confiaba sus hijos y responsabilizaba de la situación en la que se encontraba a uno de sus parientes, llamado Sevilla. Después de escribir esta carta, Amparo se desvaneció, y cuando recobró el conocimiento, permaneció en un estado de semiinconsciencia, llamando a su hija a gritos. Por la noche, la arrancaron de la prisión y la condujeron al cementerio, donde fue asesinada.

Otra mujer, Teresa Adam [Adán], sufrió la misma suerte. Estaba casada con un periodista madrileño, Ignacio Alvarado- Teresa me entregó –y yo he conservado- su alianza y algunas medallas. Era una mujer fuerte, muy inteligente, bien educada y cultivada; conservó perfectamente la compostura ante la muerte. Creo que estos ejemplos bastan para establecer de qué forma se imparte la “justicia” en toda la zona que gobiernan Franco y sus esbirros.


El saqueo y el robo

Después de estos crímenes, expondremos el saqueo y el robo organizado, sobre todo en los pueblos. Las tranquilas aldeas de la provincia de Zamora están a merced de verdaderas razias falangistas. Entran en las granjas saqueando los graneros, deteniendo a los habitantes, apoderándose del dinero, el ganado, las aves de corral, vaciando las bodegas y dejando las casas despojadas de todo. Recuerdo que en los primeros días del “movimiento”, cuando todavía me encontraba en mi casa de Benavente, vi a los hijos de uno de mis vecinos, un médico, Antonio Conde Hernández, muchachos de como mucho dieciséis años, con sus fusiles en bandolera. Remangados a la manera de los trabajadores, ellos que no habían trabajado nunca, explicaban, sin darle importancia y como si fuera la cosa más natural del mundo, las rapiñas a las que se entregaban en los pueblecitos de los alrededores, aterrando con su actitud puerilmente belicosa (de la que la experiencia había mostrado sus consecuencias terriblemente trágicas) a los pacíficos labradores a los que obligaban a entregarles todo lo que les exigían imperativamente, y que debían dar testimonio de su entusiasmo por la “causa y la cruzada”. Estos diablillos que se desgañitaban gritando “Estaña Imperial, Una, Grande, etc.”, llevaban a sus casas toda clase de vituallas, que se repartían alegremente, y que enseguida eran consumidas en el curso de alegres celebraciones a las que asistían los parientes, los amigos de más edad, antaño orgullosos defensores del “derecho sagrado de propiedad”, los mismos que decían que la reforma agraria de la República era un robo. El derecho de propiedad ha sido abolido y ni siquiera se respeta después de la muerte. Los cadáveres son minuciosamente despojados de cualquier objeto de valor, se les arrancan incluso los dientes de oro. Puedo citar, por haberlo oído explicar en la cárcel, el caso del Sr. Zuloaga, abogado en los tribunales, un muy eminente jurisconsulto de León, al que asesinaron cerca de esta ciudad y cuyo cadáver fue descubierto completamente desnudo. El Sr. Zuloaga era una personalidad muy destacada de la sociedad de León, y permanecía al margen de cualquier actividad política; incluso se le podía considerar de tendencia conservadora.

Han sido asesinadas, en la provincia de Zamora, alrededor de seis mil personas, entre ellas unas seiscientas mujeres. No hay pueblo, por pequeño aislado que sea, que no haya sufrido su o sus crímenes. En los caminos, en los prados, en los campos, bajo los robles y entre los hayedos de las montañas, durante meses y meses, han aparecido cadáveres, unos abandonados después de los asesinatos, otros desenterrados por los animales de las tumbas precipitadamente cavadas por los asesinos. En las ciudades y los pueblos todo es silencio y en los arrabales todo es luto. Las viudas y huérfanos que conservan la vida y la libertad deben esconder su dolor por miedo a ser asesinados. Mendigan a escondidas, porque quien socorre a la viuda o a los huérfanos de un “rojo” se arriesga a ser perseguido. Sólo el Auxilio Social se organiza para aliviar el sufrimiento material, pero imponiendo el sufrimiento moral, al obligar a los huérfanos a cantar las canciones de los asesinos de sus padres, a vestir el uniforme que vestían quienes los ejecutaron, y a maldecir la muerte y blasfemar de su memoria.

En fin, yo estoy a resguardo. He sido salvada, en parte por azar y principalmente por el efecto de estas leyes de la guerra que hacen de los rehenes una moneda de cambio. Es una resurrección para mí verme fuera de la prisión, libre de toda opresión y segura de no volver a caer en manos de la barbarie. Pero conservo en mi corazón las lamentables imágenes de estas doscientas noches interminables de pesadilla. De una pesadilla que no era un sueño, sino la realidad incontestable. Una realidad que fue, y que permanece, puesto que, aunque yo respiro por fin en libertad, en nuestra celda pasan y se renuevan una cuarentena de mujeres sometidas sin cesar a la indescriptible tortura, mientras que millares de hombres, hacinados en los vestíbulos, los corredores, el patio, esperan la caída de la noche que los conducirá al matadero y a la fosa común donde caerán sus cuerpos amontonados.

De todos ellos soy solidaria en mi libertad, como lo fui en mi prisión, y en el presente como entonces comparto sus sufrimientos. ¿Qué puedo hacer por ellos, sino denunciar la crueldad de sus verdugos?

Si la condición humana está hecha de respeto al derecho, de amor al prójimo, de libertad, hay en las cárceles de Franco millares de seres cuya única esperanza es la de poder algún día volver a ser tratados como seres humanos.




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