Eran
cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban
quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta,
cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la
carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo
alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las
pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien,
en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos
escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.
Porque nosotros temíamos a los chicos
como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro
entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes
como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban
piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las
nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras
como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos
tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En
realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque
nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y
bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los
chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre
aquellos chicos distintos, prohibidos.
Los chicos vivían en los alrededores del
Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus
penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una
extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían
pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados.
«Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les
hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y
aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal
que, por su trabajo, ganaban los penados.
El hijo mayor del administrador era un
muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en
la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día
capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos, pesados
como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros,
audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.
El primer día que aparecieron los chicos
de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que
echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.
-Sois cobardes -nos dijo-. ¡Esos son
pequeños!
No hubo forma de convencerle de que eran
otra cosa, de que eran algo así como el espíritu del mal.
-Bobadas -nos dijo. Y sonrió de una
manera torcida y particular, que nos llenó de admiración.
Al día siguiente, cuando la hora de la
siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos,
detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos
llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que
sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto
crujiente de la cigarra entre la hierba del prado.) Echados en el suelo, el
corazón nos golpeaba contra la tierra.
Al llegar, los chicos escudriñaron hacia
el río, por ver si estábamos buscando ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron
a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Era su
juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en
silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino,
trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues
no sabíamos lo que Efrén quería hacer.
Mi hermano mayor se incorporó a mirar
por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse
entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén,
por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.
Con la sorpresa, el chico se dejó
atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras,
gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la
medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que
aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr
arrastrando a su prisionero al refugio, donde le aguardábamos. Las piedras
caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada.
Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al chico, que se
revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo
perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr,
como gazapos, hacia sus chabolas.
Sólo de pensar que Efrén traía a una de
aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que
yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía
por la garganta.
Efrén arrastró al chico unos metros,
delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las
piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y empezó a golpearle la
cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un
ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la
tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de
Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El
canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.
Efrén estuvo un rato golpeando al chico
con su gran puño. El chico, poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de
rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la cara oscura, del color
del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como
quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó
contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi
hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros.
Parecía mentira lo pequeño y lo delgado
que era. «Por la carretera parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de
pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados
con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!
-¿No tienes aún bastante? -dijo en voz
muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los colmillos salientes, brillaban al
sol-. Toma, toma...
Le dio con la bota en la espalda. Mi
hermano mayor retrocedió un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba
como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se
sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.
-Vamos -dijo-: Este ya tiene lo suyo-. Y
le dio con el pie otra vez.
-¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!
Efrén se volvió, grande y pesado,
despacioso hacia la casa, muy seguro de que le seguíamos.
Mis hermanos, como de mala gana, como
asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del
chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí,
tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y
su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de sangre.
Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba.
Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras,
sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía
de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.
El chico se puso en pie despacio. Se
debió herir en una pierna, cuando Efrén le arrastró, porque iba cojeando hacia
la empalizada. No me atreví a mirar su espalda, renegrida, y desnuda entre los
desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente
supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como otro
cualquiera".
Ana María Matute
(Barcelona, 26 de julio de 1925 - 25 de junio de 2014)
(Barcelona, 26 de julio de 1925 - 25 de junio de 2014)
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