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1515. Homenaje a Cataluña II




Barbastro, si bien muy alejada de la línea del frente, tenía un aspecto lúgubre y desolado. Grupos de milicianos de uniformes raídos vagaban por las calles de la ciudad tratando de preservarse del frío. En un muro ruinoso descubrí un cartel del año anterior en el que se anunciaba que «seis extraordinarios toros» serían matados en la arena tal día. ¡Qué tristes eran sus pálidos colores! ¿Dónde estaban ahora los toros y los toreros? Ya ni en Barcelona había corridas. Por algún extraño motivo, los mejores matadores eran fascistas.

Mi compañía fue enviada en camión a Siétamo, y luego hacia el oeste hasta Alcubierre, situada justo detrás del frente de Zaragoza. Siétamo había sido disputada tres veces antes de que los anarquistas terminaran por apoderarse de ella en octubre; la artillería la había reducido en parte a escombros y la mayoría de las casas estaban marcadas por las balas. Nos encontrábamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. El frío era riguroso y densos remolinos de niebla parecían surgir de la nada. Entre Siétamo y Alcubierre, el conductor del camión se equivocó de camino (hecho corriente en la guerra) y anduvimos extraviados durante horas entre la niebla. Ya era de noche cuando llegamos a Alcubierre. A través de terrenos pantanosos, alguien nos guió hasta un establo de mulas, donde nos hicimos un hueco sobre las granzas y no tardamos en quedarnos dormidos. Las granzas son bastante buenas para dormir cuando están limpias, no tanto como el heno, pero siempre mejor que la paja. Por la mañana descubrí que el lugar estaba lleno de migas de pan, trozos de periódicos, huesos, ratas muertas y latas vacías.  

Ya estábamos cerca del frente, lo bastante cerca como para sentir el olor característico de la guerra, según mi experiencia, una mezcla de excrementos y alimentos en putrefacción. Alcubierre no había sido bombardeada y su estado era mejor que el de la mayoría de las aldeas cercanas a la línea de fuego. Con todo, creo que ni siquiera en tiempos de paz sería posible viajar por esa parte de España sin sentirse impresionado por la miseria peculiar de las aldeas aragonesas. Están construidas como fortalezas: una masa de casuchas hechas de barro y piedras, apiñadas alrededor de la iglesia. Ni siquiera en primavera se ven flores. Las casas no tienen jardines, sólo cuentan con patios donde flacas aves de corral resbalan sobre lechos de estiércol de mula. El tiempo era malo, con niebla y lluvia alternadas. Con el agua y el tránsito los estrechos caminos de tierra se habían convertido en barrizales, en algunas partes de medio metro de profundidad, por los que las ruedas de los camiones patinaban a gran velocidad y los campesinos conducían sus desvencijados carros tirados por hileras de mulas, a veces de hasta seis animales cada una. El constante ir y venir de las tropas había reducido la aldea a un estado de mugre indescriptible. Ésta no tenía ni había tenido nunca algo similar a un retrete o un albañal. No había ni un solo centímetro cuadrado donde se pudiera pisar sin fijarse dónde se ponía el pie. Hacía ya mucho que la iglesia se utilizaba como letrina, y lo mismo ocurría con los campos en medio kilómetro a la redonda. Al evocar mis primeros dos meses de guerra, nunca puedo evitar el recuerdo de las costras de excrementos que cubrían los bordes de los rastrojos. 

Transcurrieron dos días y aún no nos entregaban los fusiles. Después de visitar el Comité de Guerra y observar la hilera de orificios en la pared —orificios producidos por descargas de fusil, pues allí se ejecutó a varios fascistas— uno ya conocía todo lo que de interesante contiene Alcubierre. El frente estaba evidentemente tranquilo, pues venían muy pocos heridos. El principal motivo de excitación fue la llegada de desertores fascistas, a quienes se traía bajo custodia. Muchas de las tropas enfrentadas a nosotros en esta parte del frente no eran en absoluto fascistas, sino desgraciados reclutas que estaban haciendo el servicio militar en el momento en que estalló la guerra y que sólo pensaban en escapar. Ocasionalmente, pequeños grupos de ellos trataban de llegar hasta nuestras líneas. Sin duda, muchos más lo habrían hecho si sus parientes no se hubieran encontrado en territorio fascista. Estos desertores eran los primeros fascistas «verdaderos» que yo veía. Me sorprendió que no hubiera entre ellos y nosotros ninguna diferencia, con la excepción de que usaban monos de color caqui. Siempre llegaban muertos de hambre, lo cual era bastante natural después de estar ocultos uno o dos días en tierra de nadie, pero en cada oportunidad se señalaba ese hecho con tono triunfal como prueba de que las tropas enemigas estaban famélicas. Y en cierto modo constituían un espectáculo penoso: un muchacho alto, de unos veinte años, de piel muy curtida por el viento, con la ropa convertida en harapos, en cuclillas junto al fuego, engullía un plato de estofado a una velocidad desesperada, mientras sus ojos recorrían nerviosamente el círculo de milicianos que lo observaban. Seguía creyendo, supongo, que éramos «rojos» sedientos de sangre y que lo fusilaríamos en cuanto hubiera terminado de comer. El miliciano armado que lo vigilaba le acariciaba el hombro tranquilizadoramente. En cierto día memorable, quince desertores llegaron de una sola tanda. Un individuo, montado en un caballo blanco, los conducía triunfalmente a través de la aldea. Me las ingenié para sacar una fotografía que — resultó bastante borrosa y que más tarde me robaron.

En nuestra tercera mañana en Alcubierre llegaron los fusiles. Un sargento de rostro rudo y amarillento los distribuyó en el establo de mulas. Estuve a punto de desmayarme cuando vi el trasto que me entregaron. Era un máuser alemán fechado en 1896; ¡tenía más de cuarenta años! Estaba oxidado, tenía la guarnición de madera rajada y el cerrojo trabado y el cañón corroído e inutilizable. La mayoría de los fusiles eran igual de malos, algunos de ellos incluso peores, y no se hizo el menor intento de asignar las mejores armas a los hombres que sabían utilizarlas. El más eficaz de los fusiles, de sólo diez años de antigüedad, fue entregado a una bestezuela de quince años a quien todos conocían como el «maricón». El sargento dio cinco minutos de una «instrucción» que consistió en explicar cómo se carga el fusil y cómo se desarma el cerrojo. Muchos de los milicianos nunca habían tenido un fusil en las manos, y supongo que muy pocos sabían para qué servía la mira. Se distribuyeron cartuchos, cincuenta por hombre; luego formamos fila, nos colocamos las mochilas a la espalda y partimos hacia el frente, situado a unos cinco kilómetros.

La centuria, ochenta hombres y varios perros, avanzó desordenadamente por la carretera. Cada compañía de la milicia contaba por lo menos con un perro en calidad de mascota. El desgraciado animal que marchaba con nosotros tenía marcadas a fuego las iniciales POUM en letras enormes, y trotaba a nuestra vera como si tuviera conciencia de que su aspecto no era del todo normal. A la cabeza de la columna, junto a la bandera roja, el robusto comandante belga, Georges Kopp, montaba un caballo negro; un poco más adelante, un jovenzuelo de la milicia montada hacía caracolear su caballo, subiendo al galope todas las cuestas y adoptando actitudes pintorescas en las partes más altas. Los espléndidos corceles de la caballería española, capturados en grandes cantidades al comienzo de la revolución, fueron entregados a los milicianos, pero éstos parecían empeñados en conducirlos a una rápida muerte por agotamiento.

La carretera avanzaba entre campos yermos y amarillos, intactos desde la cosecha del año anterior. Ante nosotros se levantaba la sierra baja situada entre Alcubierre y Zaragoza. Ya nos acercábamos al frente, a las granadas, las ametralladoras y el barro. Secretamente, sentía miedo. Sabía que la línea estaba tranquila en ese momento, pero, a diferencia de la mayoría de los hombres que me rodeaban, tenía edad suficiente como para recordar la Gran Guerra, aunque no bastante como para haber luchado en ella. Para mí la guerra significaba estruendo de proyectiles y fragmentos de acero saltando por los aires; pero, por encima de todo, significaba lodo, piojos, hambre y frío. Es curioso, pero temía el frío mucho más que al enemigo. Este temor me había perseguido durante toda mi estancia en Barcelona; incluso había permanecido despierto durante las noches imaginando el frío de las trincheras, las guardias en las madrugadas grises, las largas horas de centinela con un fusil helado, el barro que se deslizaba dentro de mis botas. Asimismo, admito que experimentaba una suerte de horror al contemplar a los hombres junto a quienes marchaba. Resulta difícil concebir un grupo más desastroso de gente. Nos arrastrábamos por el camino con mucha menos cohesión que una manada de ovejas; antes de avanzar cuatro kilómetros, la retaguardia de la columna se había perdido de vista. La mitad de esos llamados «hombres» eran criaturas, realmente criaturas, de dieciséis años como máximo. Sin embargo, todos se sentían felices y excitados ante la perspectiva de llegar por fin al frente. A medida que nos acercábamos a la línea de fuego, los muchachos que rodeaban la bandera roja en la vanguardia comenzaron a dar gritos de «¡Visca POUM!», «¡Fascistas maricones!» y otros por el estilo; gritos que tenían como fin dar una impresión agresiva y amenazadora pero que, al salir de esas gargantas infantiles, sonaban tan patéticos como el llanto de los gatitos. Parecía increíble que los defensores de la República fueran esa turba de chicos zarrapastrosos, armados con fusiles antiquísimos que no sabían usar. Recuerdo haberme preguntado si de pasar un aeroplano fascista por el lugar, el piloto se hubiera molestado siquiera en descender y disparar su ametralladora. Sin duda, desde el aire podría haberse dado cuenta de que estábamos lejos de ser verdaderos soldados.  

Cuando la carretera comenzó a internarse en la sierra, doblamos hacia la derecha y trepamos por un estrecho sendero de mulas que ascendía por la ladera de la montaña. En esa región de España las colinas tienen una formación curiosa, en forma de herradura, con cimas planas y laderas muy empinadas que descienden hacia inmensos barrancos. En los lugares más altos no crece nada, excepto brezos y arbustos achaparrados entre los que asoman los huesos blancos de la piedra caliza. Allí el frente no era una línea continua de trincheras, lo cual hubiera resultado imposible en un terreno tan montañoso, sino simplemente una cadena de puestos fortificados, conocidos siempre como «posiciones», colgados en la cumbre de cada colina. En la distancia podía verse nuestra «posición» en la cresta de la herradura: una barricada irregular de sacos de arena, una bandera roja ondeando y el humo de las fogatas. Un poco más cerca, ya se percibía un hedor dulzón, nauseabundo, que se mantuvo en mis narices durante semanas. Inmediatamente detrás de la posición, en una grieta, se habían arrojado los desperdicios de meses: un profundo y supurante lecho de restos de pan, excrementos y latas herrumbrosas.

La compañía a la que relevábamos se encontraba recogiendo su equipo. Los hombres habían permanecido en el frente durante tres meses; casi todos lucían largas barbas, tenían los uniformes cubiertos de barro y las botas destrozadas. El capitán a cargo de la posición salió arrastrándose de su refugio y nos saludó. Se llamaba Levinski, pero todos lo conocían por Benjamín, y aunque era un judío polaco hablaba francés como si fuera su lengua materna. Era un joven bajo, de unos veinticinco años, de cabello negro y recio y un rostro pálido y ansioso, siempre sucio en ese periodo de la guerra. Unas pocas balas perdidas silbaban muy por encima de nuestras cabezas. La posición era un recinto semicircular de unos cincuenta metros de diámetro, con un parapeto construido en parte con sacos de arena y en parte con montones de piedra caliza. Había treinta o cuarenta refugios subterráneos cavados en el terreno como cuevas de ratas. William, su cuñado español y yo nos dejamos caer en el más cercano y de aspecto habitable. En alguna parte del lado opuesto resonaba intermitentemente un fusil, produciendo extraños ecos entre las colinas. Acabábamos de descargar los equipos y — nos arrastrábamos fuera del refugio cuando se produjo otro disparo y uno de los chicos de nuestra compañía se abalanzó desde el parapeto con el rostro bañado en sangre. Al disparar su fusil, por algún motivo le había estallado el cerrojo. Las esquirlas de la recámara le habían dejado el cuero cabelludo hecho jirones. Nos iniciábamos con una baja, y, como se iba a hacer habitual, causada por nosotros mismos.

Por la tarde hicimos nuestra primera guardia y Benjamín nos llevó a recorrer la posición. Frente al parapeto había un sistema de trincheras angostas, cavadas en la roca, con troneras muy primitivas hechas con pilas de piedra caliza. Doce centinelas estaban apostados en diversos puntos de la trinchera y por detrás del parapeto interior. Delante de la trinchera había alambradas, y luego la ladera descendía hacia un precipicio aparentemente sin fondo; más allá se levantaban colinas desnudas, en ciertos lugares meros peñascos abruptos, grises e invernales, sin vida alguna, ni siquiera un pájaro. Espié cautelosamente por la tronera, tratando de descubrir la trinchera fascista.

  —¿Dónde está el enemigo?  

Benjamín hizo un amplio gesto con la mano y en un inglés horrible me respondió:  

—Por allí.  

—Pero ¿dónde?  

De acuerdo con mis ideas sobre la guerra de trincheras, las fascistas debían de estar a unos cincuenta o cien metros. No podía ver nada; aparentemente, sus trincheras estaban muy bien escondidas. Con gran pesar seguí la dirección que señalaba Benjamín: en la cima de la colina opuesta, al otro lado del barranco, por lo menos a unos setecientos metros, se veía el diminuto borde de un parapeto y una bandera roja y amarilla. ¡La posición fascista! Me sentí indescriptiblemente desilusionado: estábamos muy lejos de ellos y, a esa distancia, nuestros fusiles resultaban totalmente inútiles. Pero, en ese momento, se produjo una gran conmoción: dos fascistas, figuritas grises en la distancia, ascendían torpemente la desnuda ladera opuesta. Benjamín se apoderó del fusil que tenía más cerca, apuntó y apretó el gatillo. ¡Click! Un cartucho defectuoso; me pareció un mal presagio. 

Los nuevos centinelas no habían acabado de ocupar su puesto cuando comenzaron a lanzar una terrible descarga contra nada en particular. Podía ver a los fascistas, diminutos como hormigas, moverse protegidos tras su parapeto, y a veces la manchita negra de una cabeza que se detenía por un instante, exponiéndose imprudentemente. Era evidente que no tenía sentido disparar. No obstante, en ese momento el centinela de mi izquierda, en actitud típicamente española, abandonó su puesto, se deslizó hasta mi sitio y comenzó a incitarme para que lo hiciera. Traté de explicarle que a esa distancia y con esos fusiles era imposible acertarle a nadie salvo por casualidad. Pero era un niño y siguió señalándome con el arma hacia una de las manchitas y sonriendo tan ansiosamente como un perro que espera que arrojen la piedra que ha de ir a buscar. Finalmente, coloqué la mira a setecientos y tiré. La manchita desapareció. Confío en que pasara lo bastante cerca como para hacerle dar un respingo. Era la primera vez en mi vida que disparaba un arma contra un ser humano.

Ahora que conocía el frente me sentía profundamente asqueado. ¡A eso le llamaban guerra! ¡Si apenas se entraba en contacto con el enemigo! No me preocupé por mantener la cabeza por debajo del nivel de la trinchera. Poco más tarde, sin embargo, una bala pasó junto a mi oído con un desagradable silbido y se estrelló contra la protección trasera. Confieso que me zambullí. Toda la vida había jurado que no me agacharía la primera vez que una bala pasara sobre mi cabeza, pero el movimiento parece ser instintivo y casi todo el mundo lo hace, por lo menos una vez.


George Orwell



Primera edición de "Homage to Catalonia". Secker and Warburg, Inglaterra, 1938








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