Barbastro, si bien muy alejada de la línea del frente,
tenía un aspecto lúgubre y desolado. Grupos de milicianos de uniformes raídos
vagaban por las calles de la ciudad tratando de preservarse del frío. En un
muro ruinoso descubrí un cartel del año anterior en el que se anunciaba que
«seis extraordinarios toros» serían matados en la arena tal día. ¡Qué tristes
eran sus pálidos colores! ¿Dónde estaban ahora los toros y los toreros? Ya ni
en Barcelona había corridas. Por algún extraño motivo, los mejores matadores
eran fascistas.
Mi compañía fue enviada en camión a Siétamo, y luego
hacia el oeste hasta Alcubierre, situada justo detrás del frente de Zaragoza.
Siétamo había sido disputada tres veces antes de que los anarquistas terminaran
por apoderarse de ella en octubre; la artillería la había reducido en parte a
escombros y la mayoría de las casas estaban marcadas por las balas. Nos
encontrábamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. El frío era riguroso
y densos remolinos de niebla parecían surgir de la nada. Entre Siétamo y
Alcubierre, el conductor del camión se equivocó de camino (hecho corriente en
la guerra) y anduvimos extraviados durante horas entre la niebla. Ya era de
noche cuando llegamos a Alcubierre. A través de terrenos pantanosos, alguien
nos guió hasta un establo de mulas, donde nos hicimos un hueco sobre las
granzas y no tardamos en quedarnos dormidos. Las granzas son bastante buenas
para dormir cuando están limpias, no tanto como el heno, pero siempre mejor que
la paja. Por la mañana descubrí que el lugar estaba lleno de migas de pan,
trozos de periódicos, huesos, ratas muertas y latas vacías.
Ya estábamos cerca del frente, lo bastante cerca como
para sentir el olor característico de la guerra, según mi experiencia, una
mezcla de excrementos y alimentos en putrefacción. Alcubierre no había sido
bombardeada y su estado era mejor que el de la mayoría de las aldeas cercanas a
la línea de fuego. Con todo, creo que ni siquiera en tiempos de paz sería
posible viajar por esa parte de España sin sentirse impresionado por la miseria
peculiar de las aldeas aragonesas. Están construidas como fortalezas: una masa
de casuchas hechas de barro y piedras, apiñadas alrededor de la iglesia. Ni
siquiera en primavera se ven flores. Las casas no tienen jardines, sólo cuentan
con patios donde flacas aves de corral resbalan sobre lechos de estiércol de
mula. El tiempo era malo, con niebla y lluvia alternadas. Con el agua y el
tránsito los estrechos caminos de tierra se habían convertido en barrizales, en
algunas partes de medio metro de profundidad, por los que las ruedas de los
camiones patinaban a gran velocidad y los campesinos conducían sus
desvencijados carros tirados por hileras de mulas, a veces de hasta seis
animales cada una. El constante ir y venir de las tropas había reducido la
aldea a un estado de mugre indescriptible. Ésta no tenía ni había tenido nunca
algo similar a un retrete o un albañal. No había ni un solo centímetro cuadrado
donde se pudiera pisar sin fijarse dónde se ponía el pie. Hacía ya mucho que la
iglesia se utilizaba como letrina, y lo mismo ocurría con los campos en medio
kilómetro a la redonda. Al evocar mis primeros dos meses de guerra, nunca puedo
evitar el recuerdo de las costras de excrementos que cubrían los bordes de los
rastrojos.
Transcurrieron dos días y aún no nos entregaban los
fusiles. Después de visitar el Comité de Guerra y observar la hilera de
orificios en la pared —orificios producidos por descargas de fusil, pues allí
se ejecutó a varios fascistas— uno ya conocía todo lo que de interesante
contiene Alcubierre. El frente estaba evidentemente tranquilo, pues venían muy
pocos heridos. El principal motivo de excitación fue la llegada de desertores
fascistas, a quienes se traía bajo custodia. Muchas de las tropas enfrentadas a
nosotros en esta parte del frente no eran en absoluto fascistas, sino
desgraciados reclutas que estaban haciendo el servicio militar en el momento en
que estalló la guerra y que sólo pensaban en escapar. Ocasionalmente, pequeños
grupos de ellos trataban de llegar hasta nuestras líneas. Sin duda, muchos más
lo habrían hecho si sus parientes no se hubieran encontrado en territorio
fascista. Estos desertores eran los primeros fascistas «verdaderos» que yo
veía. Me sorprendió que no hubiera entre ellos y nosotros ninguna diferencia,
con la excepción de que usaban monos de color caqui. Siempre llegaban muertos
de hambre, lo cual era bastante natural después de estar ocultos uno o dos días
en tierra de nadie, pero en cada oportunidad se señalaba ese hecho con tono
triunfal como prueba de que las tropas enemigas estaban famélicas. Y en cierto
modo constituían un espectáculo penoso: un muchacho alto, de unos veinte años,
de piel muy curtida por el viento, con la ropa convertida en harapos, en
cuclillas junto al fuego, engullía un plato de estofado a una velocidad
desesperada, mientras sus ojos recorrían nerviosamente el círculo de milicianos
que lo observaban. Seguía creyendo, supongo, que éramos «rojos» sedientos de
sangre y que lo fusilaríamos en cuanto hubiera terminado de comer. El miliciano
armado que lo vigilaba le acariciaba el hombro tranquilizadoramente. En cierto
día memorable, quince desertores llegaron de una sola tanda. Un individuo,
montado en un caballo blanco, los conducía triunfalmente a través de la aldea.
Me las ingenié para sacar una fotografía que — resultó bastante borrosa y que
más tarde me robaron.
En nuestra tercera mañana en Alcubierre llegaron los
fusiles. Un sargento de rostro rudo y amarillento los distribuyó en el establo
de mulas. Estuve a punto de desmayarme cuando vi el trasto que me entregaron.
Era un máuser alemán fechado en 1896; ¡tenía más de cuarenta años! Estaba
oxidado, tenía la guarnición de madera rajada y el cerrojo trabado y el cañón
corroído e inutilizable. La mayoría de los fusiles eran igual de malos, algunos
de ellos incluso peores, y no se hizo el menor intento de asignar las mejores
armas a los hombres que sabían utilizarlas. El más eficaz de los fusiles, de sólo
diez años de antigüedad, fue entregado a una bestezuela de quince años a quien
todos conocían como el «maricón». El sargento dio cinco minutos de una
«instrucción» que consistió en explicar cómo se carga el fusil y cómo se
desarma el cerrojo. Muchos de los milicianos nunca habían tenido un fusil en
las manos, y supongo que muy pocos sabían para qué servía la mira. Se
distribuyeron cartuchos, cincuenta por hombre; luego formamos fila, nos
colocamos las mochilas a la espalda y partimos hacia el frente, situado a unos
cinco kilómetros.
La centuria, ochenta hombres y varios perros, avanzó
desordenadamente por la carretera. Cada compañía de la milicia contaba por lo
menos con un perro en calidad de mascota. El desgraciado animal que marchaba
con nosotros tenía marcadas a fuego las iniciales POUM en letras enormes, y
trotaba a nuestra vera como si tuviera conciencia de que su aspecto no era del
todo normal. A la cabeza de la columna, junto a la bandera roja, el robusto
comandante belga, Georges Kopp, montaba un caballo negro; un poco más adelante,
un jovenzuelo de la milicia montada hacía caracolear su caballo, subiendo al
galope todas las cuestas y adoptando actitudes pintorescas en las partes más
altas. Los espléndidos corceles de la caballería española, capturados en
grandes cantidades al comienzo de la revolución, fueron entregados a los
milicianos, pero éstos parecían empeñados en conducirlos a una rápida muerte
por agotamiento.
La carretera avanzaba entre campos yermos y amarillos,
intactos desde la cosecha del año anterior. Ante nosotros se levantaba la
sierra baja situada entre Alcubierre y Zaragoza. Ya nos acercábamos al frente,
a las granadas, las ametralladoras y el barro. Secretamente, sentía miedo.
Sabía que la línea estaba tranquila en ese momento, pero, a diferencia de la
mayoría de los hombres que me rodeaban, tenía edad suficiente como para
recordar la Gran Guerra, aunque no bastante como para haber luchado en ella.
Para mí la guerra significaba estruendo de proyectiles y fragmentos de acero
saltando por los aires; pero, por encima de todo, significaba lodo, piojos,
hambre y frío. Es curioso, pero temía el frío mucho más que al enemigo. Este
temor me había perseguido durante toda mi estancia en Barcelona; incluso había
permanecido despierto durante las noches imaginando el frío de las trincheras,
las guardias en las madrugadas grises, las largas horas de centinela con un
fusil helado, el barro que se deslizaba dentro de mis botas. Asimismo, admito
que experimentaba una suerte de horror al contemplar a los hombres junto a
quienes marchaba. Resulta difícil concebir un grupo más desastroso de gente.
Nos arrastrábamos por el camino con mucha menos cohesión que una manada de
ovejas; antes de avanzar cuatro kilómetros, la retaguardia de la columna se
había perdido de vista. La mitad de esos llamados «hombres» eran criaturas,
realmente criaturas, de dieciséis años como máximo. Sin embargo, todos se
sentían felices y excitados ante la perspectiva de llegar por fin al frente. A
medida que nos acercábamos a la línea de fuego, los muchachos que rodeaban la
bandera roja en la vanguardia comenzaron a dar gritos de «¡Visca POUM!»,
«¡Fascistas maricones!» y otros por el estilo; gritos que tenían como fin dar
una impresión agresiva y amenazadora pero que, al salir de esas gargantas
infantiles, sonaban tan patéticos como el llanto de los gatitos. Parecía
increíble que los defensores de la República fueran esa turba de chicos
zarrapastrosos, armados con fusiles antiquísimos que no sabían usar. Recuerdo
haberme preguntado si de pasar un aeroplano fascista por el lugar, el piloto se
hubiera molestado siquiera en descender y disparar su ametralladora. Sin duda,
desde el aire podría haberse dado cuenta de que estábamos lejos de ser
verdaderos soldados.
Cuando la carretera comenzó a internarse en la sierra,
doblamos hacia la derecha y trepamos por un estrecho sendero de mulas que
ascendía por la ladera de la montaña. En esa región de España las colinas
tienen una formación curiosa, en forma de herradura, con cimas planas y laderas
muy empinadas que descienden hacia inmensos barrancos. En los lugares más altos
no crece nada, excepto brezos y arbustos achaparrados entre los que asoman los
huesos blancos de la piedra caliza. Allí el frente no era una línea continua de
trincheras, lo cual hubiera resultado imposible en un terreno tan montañoso,
sino simplemente una cadena de puestos fortificados, conocidos siempre como
«posiciones», colgados en la cumbre de cada colina. En la distancia podía verse
nuestra «posición» en la cresta de la herradura: una barricada irregular de
sacos de arena, una bandera roja ondeando y el humo de las fogatas. Un poco más
cerca, ya se percibía un hedor dulzón, nauseabundo, que se mantuvo en mis
narices durante semanas. Inmediatamente detrás de la posición, en una grieta,
se habían arrojado los desperdicios de meses: un profundo y supurante lecho de
restos de pan, excrementos y latas herrumbrosas.
La compañía a la que relevábamos se encontraba
recogiendo su equipo. Los hombres habían permanecido en el frente durante tres
meses; casi todos lucían largas barbas, tenían los uniformes cubiertos de barro
y las botas destrozadas. El capitán a cargo de la posición salió arrastrándose
de su refugio y nos saludó. Se llamaba Levinski, pero todos lo conocían por
Benjamín, y aunque era un judío polaco hablaba francés como si fuera su lengua
materna. Era un joven bajo, de unos veinticinco años, de cabello negro y recio
y un rostro pálido y ansioso, siempre sucio en ese periodo de la guerra. Unas
pocas balas perdidas silbaban muy por encima de nuestras cabezas. La posición
era un recinto semicircular de unos cincuenta metros de diámetro, con un
parapeto construido en parte con sacos de arena y en parte con montones de
piedra caliza. Había treinta o cuarenta refugios subterráneos cavados en el terreno
como cuevas de ratas. William, su cuñado español y yo nos dejamos caer en el
más cercano y de aspecto habitable. En alguna parte del lado opuesto resonaba
intermitentemente un fusil, produciendo extraños ecos entre las colinas.
Acabábamos de descargar los equipos y — nos arrastrábamos fuera del refugio
cuando se produjo otro disparo y uno de los chicos de nuestra compañía se
abalanzó desde el parapeto con el rostro bañado en sangre. Al disparar su
fusil, por algún motivo le había estallado el cerrojo. Las esquirlas de la
recámara le habían dejado el cuero cabelludo hecho jirones. Nos iniciábamos con
una baja, y, como se iba a hacer habitual, causada por nosotros mismos.
Por la tarde hicimos nuestra primera guardia y
Benjamín nos llevó a recorrer la posición. Frente al parapeto había un sistema
de trincheras angostas, cavadas en la roca, con troneras muy primitivas hechas
con pilas de piedra caliza. Doce centinelas estaban apostados en diversos
puntos de la trinchera y por detrás del parapeto interior. Delante de la
trinchera había alambradas, y luego la ladera descendía hacia un precipicio
aparentemente sin fondo; más allá se levantaban colinas desnudas, en ciertos
lugares meros peñascos abruptos, grises e invernales, sin vida alguna, ni
siquiera un pájaro. Espié cautelosamente por la tronera, tratando de descubrir
la trinchera fascista.
—¿Dónde está el enemigo?
Benjamín hizo un amplio gesto con la mano y en un
inglés horrible me respondió:
—Por allí.
—Pero ¿dónde?
De acuerdo con mis ideas sobre la guerra de
trincheras, las fascistas debían de estar a unos cincuenta o cien metros. No
podía ver nada; aparentemente, sus trincheras estaban muy bien escondidas. Con
gran pesar seguí la dirección que señalaba Benjamín: en la cima de la colina opuesta,
al otro lado del barranco, por lo menos a unos setecientos metros, se veía el
diminuto borde de un parapeto y una bandera roja y amarilla. ¡La posición
fascista! Me sentí indescriptiblemente desilusionado: estábamos muy lejos de
ellos y, a esa distancia, nuestros fusiles resultaban totalmente inútiles.
Pero, en ese momento, se produjo una gran conmoción: dos fascistas, figuritas
grises en la distancia, ascendían torpemente la desnuda ladera opuesta.
Benjamín se apoderó del fusil que tenía más cerca, apuntó y apretó el gatillo.
¡Click! Un cartucho defectuoso; me pareció un mal presagio.
Los nuevos centinelas no habían acabado de ocupar su
puesto cuando comenzaron a lanzar una terrible descarga contra nada en
particular. Podía ver a los fascistas, diminutos como hormigas, moverse
protegidos tras su parapeto, y a veces la manchita negra de una cabeza que se
detenía por un instante, exponiéndose imprudentemente. Era evidente que no
tenía sentido disparar. No obstante, en ese momento el centinela de mi
izquierda, en actitud típicamente española, abandonó su puesto, se deslizó
hasta mi sitio y comenzó a incitarme para que lo hiciera. Traté de explicarle
que a esa distancia y con esos fusiles era imposible acertarle a nadie salvo
por casualidad. Pero era un niño y siguió señalándome con el arma hacia una de
las manchitas y sonriendo tan ansiosamente como un perro que espera que arrojen
la piedra que ha de ir a buscar. Finalmente, coloqué la mira a setecientos y
tiré. La manchita desapareció. Confío en que pasara lo bastante cerca como para
hacerle dar un respingo. Era la primera vez en mi vida que disparaba un arma
contra un ser humano.
Ahora que conocía el frente me sentía profundamente asqueado. ¡A eso le llamaban guerra! ¡Si apenas se entraba en contacto con el enemigo! No me preocupé por mantener la cabeza por debajo del nivel de la trinchera. Poco más tarde, sin embargo, una bala pasó junto a mi oído con un desagradable silbido y se estrelló contra la protección trasera. Confieso que me zambullí. Toda la vida había jurado que no me agacharía la primera vez que una bala pasara sobre mi cabeza, pero el movimiento parece ser instintivo y casi todo el mundo lo hace, por lo menos una vez.
George Orwell
Ahora que conocía el frente me sentía profundamente asqueado. ¡A eso le llamaban guerra! ¡Si apenas se entraba en contacto con el enemigo! No me preocupé por mantener la cabeza por debajo del nivel de la trinchera. Poco más tarde, sin embargo, una bala pasó junto a mi oído con un desagradable silbido y se estrelló contra la protección trasera. Confieso que me zambullí. Toda la vida había jurado que no me agacharía la primera vez que una bala pasara sobre mi cabeza, pero el movimiento parece ser instintivo y casi todo el mundo lo hace, por lo menos una vez.
George Orwell
Homenaje a Cataluña, 1938 - Capítulo II
Homenaje a Cataluña I
Homenaje a Cataluña II
Homenaje a Cataluña III
Homenaje a Cataluña IV
Homenaje a Cataluña V
Homenaje a Cataluña VI
Homenaje a Cataluña VII
Homenaje a Cataluña I
Homenaje a Cataluña II
Homenaje a Cataluña III
Homenaje a Cataluña IV
Homenaje a Cataluña V
Homenaje a Cataluña VI
Homenaje a Cataluña VII
Primera edición de "Homage to Catalonia". Secker and Warburg, Inglaterra, 1938
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