Ernesto Sábato (Foto: Daniel Mordzinski)
(Rojas, Argentina, 24 de junio de 1911 - Santos Lugares, Argentina, 30 de abril de 2011)
|
Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. "Aquel niño no era para este mundo", decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida-, pero, seguramente, lo haya hecho a solas. Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.
Aquel nombre, aquella tumba, siempre
tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi
existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que
entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos
pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se
me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar,
aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla
en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien
-no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho
tiempo padecí sonambulismo. Yo me levantaba desde el último cuarto donde
dormíamos con Arturo, mi hermano menor, y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba
hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego volvía a mi cuarto.
Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De
modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por
mí!-, con voz apenas audible: "Anoche te levantaste y me pediste
agua", yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo
dijo muchos años más tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los
estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no
comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era
el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre.
La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por
fuerzas extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él.
Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo, y, para evitar sus
ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal desesperación mi madre
se había aferrado a mí para protegerme, sin desearlo, ya que su amor y su bondad
eran infinitos, que acabó aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y
asustado, desde la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me
había sido vedado.
De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se
sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de
Pessoa: "Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a
un muro sin puerta".
Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño.
Cuando me enviaron desde mi pueblo al colegio nacional de La
Plata para hacer el secundario, en el instante en que me pusieron en el
ferrocarril sentí resquebrajarse el suelo incierto sobre el cual me movía, pero
al que aún le aguardaban peores hundimientos. Durante un tiempo seguí soñando
con aquella madre que veía entre lágrimas, mientras me alejaba hacia qué
infinita soledad. Y cuando la vida había marcado ya en mi rostro las desdichas,
cuántas veces, en un banco de plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado
nuevamente un tren de regreso.
Entre esa multitud de colonizadores, mis padres llegaron a
estas playas con la esperanza de fecundar esta "tierra de promisión",
que se extendía más allá de sus lágrimas.
Mi padre descendía de montañeses italianos, acostumbrados a
las asperezas de la vida; en cambio, mi madre, que pertenecía a una antigua
familia albanesa, debió soportar las carencias con dignidad.
Juntos se instalaron en Rojas, que, como gran parte de los
viejos pueblos de la pampa, fue uno de los tantos fortines que levantaron los
españoles y que marcaban la frontera de la civilización cristiana.
Recuerdo a un viejo indio que me contaba anécdotas de
sangrientas luchas y de malones, que trenzaba sus tientos con paciencia y que,
cuando le dijeron que transmitirían por una radio de galena la pelea de Firpo
con Dempsey, contestó: "Cuando más cencia, más mandinga".
En este pueblo pampeano, mi padre llegó a tener un pequeño
molino harinero. Centro de candorosas fantasías para el niño que entonces yo
era, cuando los domingos permanecía en el taller haciendo cositas en la
carpintería, o subíamos con Arturo a las bolsas de trigo, y a escondidas, como
si fuera un misterioso secreto, pasábamos la tarde comiendo galletitas.
Mi padre era la autoridad suprema de esa familia en la que
el poder descendía jerárquicamente hacia los hermanos mayores. Aún me recuerdo
mirando con miedo su rostro surcado a la vez de candor y dureza. Sus decisiones
inapelables eran la base de un férreo sistema de ordenanzas y castigos, también
para mamá. Ella, que siempre fue muy reservada y estoica, es probable que a
solas haya sufrido ese carácter tan enérgico y severo. Nunca la oí quejarse y,
en medio de esas dificultades, debió asumir la ardua tarea de criar once hijos
varones.
La educación que recibimos dejó huellas tristes y perdurables
en mi espíritu. Pero esa educación, a menudo durísima, nos enseñó a cumplir con
el deber, a ser consecuentes, rigurosos con nosotros mismos, a trabajar hasta
terminar cualquier tarea empezada. Y si hemos logrado algo, ha sido por esos
atributos que ásperamente debimos asimilar.
La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en
buena medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y a
la melancolía. Pero también fue el origen de la rebeldía en dos de mis hermanos
que huyeron de casa: Humberto, de quien luego hablaré, y Pepe, llamado en
nuestro pueblo "el loco Sabato", que acabó yéndose con un circo, para
deshonra de mi familia burguesa. Decisión que entristeció a mi madre, pero que
ella sobrellevó con el estoicismo que mantuvo hasta su vejez, cuando a los
noventa años, luego de largos padecimientos, murió serenamente en su cama en
brazos de Matilde.
Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los
conjuntos pueblerinos que se llamaban "Los treinta amigos unidos" y,
cuando en el cine-teatro La Perla, se ponían en escena sainetes criollos, él
siempre conseguía algún papel, por pequeño que fuese. En su cuarto tenía toda
la colección de Bambalinas que se editaba en Buenos Aires con tapas de colores,
donde, además de esos sainetes, se publicaban obras de Ibsen y una, que aún
recuerdo, de Tolstoi. Toda esa colección fue devorada por mí antes de los doce
años, marcando fuertemente mi vida, ya que siempre me apasionó el teatro, y
aunque escribí varias obras, nunca salieron de mis cajones.
Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado
más vulnerable, un corazón cándido y generoso. Poseía un asombroso sentido de
la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La Plata, él mismo diseñó
la casa en que vivimos. Tarde descubrí su pasión por las plantas, a las que
cuidaba con una delicadeza para mí hasta entonces desconocida. Jamás lo he
visto faltar a la palabra empeñada, y con los años admiré su fidelidad hacia
los amigos. Como fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de
tuberculosis. Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de
sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó en uno de
esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles, donde el contagio parecía
inevitable.
Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la
amistad y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele ocurrir
en esta vida, que, a menudo, es un permanente desencuentro. Cuando se ha hecho
tarde para decirle que lo queremos a pesar de todo y para agradecerle los
esfuerzos con que intentó prevenirnos de las desdichas que son inevitables y, a
la vez, aleccionadoras. Porque no todo era terrible en mi padre, y con
nostalgia entreveo antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus
rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las tardes, al
regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía Mentolina, las
pastillas que a todos nos gustaban.
Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han
quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las
viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad:
la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin sus hijos.
Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un día se
enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas tierras añoradas,
mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y mis ojos se nublaron.
Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una
tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde, de diecinueve años, huyendo de
un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos
Aires con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la
clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin
miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede
vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando
compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que
la generosa doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta
para ofrecernos un plato de comida.
En esos tiempos de pobreza y persecución se desencadenó una
grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto
había arriesgado.
Los miembros del Partido, que, por supuesto, vigilaban
cualquier "desviación", advirtieron en mí ciertos indicios
sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos, yo sostuve que la
dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la
naturaleza, de modo que el "materialismo dialéctico" era toda una
contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo
militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo
para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la
práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que
puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un
encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema
entre grandes filósofos como Sartre y otros, y se sostuvo precisamente lo
mismo.
Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque
el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El
Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por
dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en
un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos
campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese
disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los
militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos
años -y quizá para siempre-, quedando ella oculta en casa de mi madre.
Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el
Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por
el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de Montevideo, yo
atravesé de noche el delta del río de la Plata, en una lancha de
contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta
Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas. Allí tuve la oportunidad de
escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de
Alemania, donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de
los llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con el
nombre supuesto de Pierre. Era un dirigente del Comité Central de la Juventud
Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me hizo poner en guardia,
porque en el Partido no se cometían esa clase de equivocaciones; aquel muchacho
militante luego cayó en manos de la Gestapo y fue muerto tras salvajes
torturas.
En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir surgió
una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel
problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía
el estómago y que iría en cuanto me aliviara el dolor. Después de una hora o
más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a
París en tren. Ya habían comenzado los "procesos" del siniestro
imperio estalinista, y apenas tuve esa conversación con Pierre comprendí que si
iba a Moscú no volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí
a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma
irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo.
Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la
dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo, ex simpatizante del Partido, me
había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario
francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la guerra civil
española. Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure,
ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes
camas de París. Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935,
además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L"Humanité.
Durante el día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver
hacia qué tierras me arrastraría el naufragio. Hasta que una tarde entré en la
librería Gibert, del Boulevard Saint-Michel, y robé un libro de análisis
matemático de Émile Borel y escapé con él escondido en mi sobretodo. Recuerdo
aquel atardecer gélido de invierno, leyendo los primeros fragmentos, con el
temblor de un creyente que vuelve a entrar a un templo luego de un turbio
periplo de violencias y pecados. Aquel sagrado temblor era una mezcla de
deslumbramiento, de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi
espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda vez.
De regreso en el país, espiritualmente destrozado, me
encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi
doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los
agravios por mi "traición" al comunismo, cuando en rigor era todo lo
contrario. El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que
liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta
alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y
audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los
hachazos estalinistas.
Los excluidos no tienen justicia que los defienda. He ido a
la villa treinta y uno, de Retiro, para solidarizarme con los sacerdotes que
ayunan en repudio por la crueldad con que se pretendió echar a la gente,
derribando sus precarias construcciones con salvajes topadoras.
Al regresar a casa, durante la noche he podido ver por
televisión cómo se agredía a unos obreros que se negaban a desalojar una
fábrica, golpeados con violencia, tratados como delincuentes por una sociedad
que no considera un delito negarles a los hombres su derecho al trabajo;
expropiándoles, incluso, hasta las pocas leyes laborales que los protegían.
También he visto a la policía corriendo con palos y tanques
hidráulicos a vendedores ambulantes, en lugar de encarcelar a los que se están
robando hasta las últimas monedas y tienen dinero y poder para comprar a esa
justicia que cae con despiadada dureza sobre un pobre ladrón de gallinas. Como
el muchacho que me escribió desde una cárcel cordobesa pidiéndome un ejemplar
del Nunca más autografiado. Mientras ese hombre estaba preso por un delito
menor, en un gesto aberrante se puso en libertad a los culpables de haber
desangrado a la patria.
Con gran amargura, la tarde en que escuché la noticia de los
indultos, me encerré en mi estudio sin deseos de ver a nadie, mientras volvían
a mi mente las imágenes del horror, aquellos escenarios del suplicio.
En los años que precedieron al golpe de Estado de 1976 hubo
actos de terrorismo que ninguna comunidad civilizada podría tolerar. Invocando
esos hechos, criminales de la más baja especie, representantes de fuerzas
demoniacas, desataron un terrorismo infinitamente peor, porque se ejerció con
el poderío e impunidad que permite el Estado absoluto, iniciándose una caza de
brujas que no sólo pagaron los terroristas, sino miles y miles de inocentes.
Cuando el país amaneció de esa pesadilla, el presidente
Alfonsín, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ordenó a los
tribunales militares enjuiciar a los culpables de ese histórico horror. Luego,
como estatuye la Constitución, el fuero civil daría la última palabra.
Finalmente se nombró una comisión de civiles que, a través de una investigación
paralela, aportó pruebas a la labor de los tribunales.
El horror que día a día íbamos descubriendo dejó a todos los
que integramos la Conadep, la oscura sensación de que ninguno volvería a ser el
mismo, como suele ocurrir cuando se desciende a los infiernos. Siempre
recordaré la entereza ética y espiritual de las personalidades de la ciencia,
la filosofía, varias religiones y el periodismo, que integraron la comisión.
El informe era transcripto por dactilógrafas que debían ser
reemplazadas cuando, entre llantos, nos decían que les era imposible continuar
su labor. En más de cincuenta mil páginas quedaron registradas las
desapariciones, torturas y secuestros de miles de seres humanos, a menudo
jóvenes idealistas, cuyo suplicio permanecerá para siempre en el lugar más
desgarrado de nuestro corazón.
El terrorismo de Estado provocó también la destrucción de
las familias de los desaparecidos. Padres y madres, en su atormentada fantasía,
enterraron y resucitaron a sus hijos, sin saber, siquiera, la monstruosa
realidad. Será difícil calcular cuántos padres murieron o se dejaron morir de
angustia y de tristeza, cuántos otros enloquecieron. Como ocurrió con Miguel
Itzigson, mi gran amigo, que en sus años finales tuvo como único objetivo
recuperar a su hija, lograr alguna vez la verdad y la justicia. Pero el
enfrentamiento con aquel horror, hecho de la crueldad de unos y la indiferencia
de otros, acabó quebrando su admirable temple. Se dejó morir de tristeza.
El día en que la Conadep entregó el informe al presidente de
la nación, la plaza de Mayo desbordaba de hombres, mujeres, jóvenes y madres
con sus criaturas en brazos, que de ese modo daban su apoyo a aquel
acontecimiento fundamental de nuestra historia. Ya que Nunca Más deberíamos
reiterar los hechos que nos hicieron trágicamente famosos, cuando la prensa del
mundo entero escribía en castellano la palabra "desaparecido".
Lamentablemente, las leyes de Obediencia Debida y de Punto
Final, y luego los indultos, han abortado aquella voluntad soberana que hubiese
sido un ejemplo de lucha ética, que hubiera tenido consecuencias ejemplares
para el futuro de nuestra patria. Porque la tragedia que vivió la Argentina no
será olvidada jamás por los que poseen un corazón noble; no sólo por quienes
han presenciado aquel infierno, sino también por la condena de todos los seres
de conciencia del mundo. Como lo demuestra la investigación que en otros países
llevan adelante seres como el juez Baltasar Garzón, con quien estuve durante mi
último viaje a España. La sangre, el horror y la violencia cuestionan a la
humanidad entera, y nos demuestran que no podemos desentendernos del
sufrimiento de ningún ser humano.
Ernesto Sábato, "Antes del fín", 1999
No hay comentarios:
Publicar un comentario