Entre los enunciados de nuestra tarea figura uno que
pudiera ser el que me correspondiese: los problemas de la cultura
española.
Empezaré por confesar que no entiendo qué pueda ser
eso exactamente. No sé si una cultura puede siquiera tener problemas. No
entiendo mucho de la problemática cultural. A mi parecer, la cuestión no es
esa. Porque es precisamente eso: una cuestión. Y una cuestión o es lo mismo
que un problema. Ser o no ser, no es un problema para Hamlet. Es una cuestión.
Y una cuestión vivísima. Una verdadera cuestión palpitante. Los llamados
problemas de la cultura, no lo son, sino cuestiones. Cuestiones
palpitantes. Cuestiones vivas y, por consiguiente, mortales.
Cuando un hombre se hace cuestión de sí mismo, como
quería San Agustín, es que ahonda en su ser hasta lograr, aun dolorosamente,
conciencia alegre de sí mismo. La cuestión viva y palpitante de nuestra cultura es esta voluntad dolorosa y alegre de sentirse ser o no ser; de
adquirir conciencia verdadera de serlo. Y esta conciencia se hace más viva, clara y precisa cuando a la apetencia de su existir se opone, como
sombrío cerco de muerte, la negación de su existencia. Jamás un pueblo tiene
conciencia más clara de su ser, de lo que es, de lo que piensa, de lo que
quiere, que cuando este mismo ser quiere arrancárselo. Entonces
diríamos que un pueblo se humaniza de este modo trágico. Porque como el
hombre en su propio ser, se encuentra definitivamente solo ante sí mismo. Y
esta es la cuestión, su cuestión palpitante: la de ser o no ser ante la
muerte; la de ser o no más poderoso, más fuerte que la muerte.
Un hombre solo, como un pueblo solo, no es un
problema, es una cuestión viva y mortal. O todo lo más, si nos empeñamos
en lo problemático, es un problema puesto en cuestión. Toda problemática de la
cultura debe ponerse en cuestión de este modo previo, si de veras quiere vivificarse. Los problemas de la cultura española se nos ponen hoy en cuestión
de este modo. En cuestión viva, palpitante.
Hay, pues, para nosotros, ante todo, entre cuestión y
problema, la misma diferencia que entre soledad y aislamiento. Un problema es
una lorma aislada de plantear cuestiones. Como una cuestión es todo lo
contrario: la manera total de resolverlo. El hombre es cuestión de sí mismo cuando pone todos sus problemas en cuestión humana de ser o no ser. Del mismo
modo el pueblo. Y del mismo modo, por lo tanto, la cultura. La cultura puesta
aquí en cuestión de cultura española, es cosa humana, viva, palpitante. Y por
serlo, tiene para nosotros todos sus problemas resueltos en la totalidad de la
cuestión palpitante, viva y mortal en que la ponemos: cuestión hamlética de ser
o no ser.
Pero no hay que olvidar que Hamlet no es el símbolo de
la inteligencia, sino más bien su caricatura, la caricatura trágica del
intelectual; plantea la cuestión problematizándola, es decir, aislándola,
separándola de sí mismo. Por eso permanece indeciso, vacilante. Y siendo como
es intelectual puro, contradice la virtud misma de la inteligencia que encarna: que es virtud o facultad de decidir y no de vacilar. Hay todo un
intelectualismo hamlético que se alimenta de sí mismo en ese empeño vacilante e
indeciso de problematizarse. Lo cual le aisla, le separa. El intelectual
aislado se cree de ese modo independiente como la tortuga. Y se siente feliz en
su propio reblandecimiento viscoso, protegido de todos por la personal pesadez
y penosa de su caparazón. El caparazón de la personalidad intelectual es como
el de la tortuga: la máscara del miedo. Pero del miedo a la vida, no a la
muerte. Ea cobardía no es miedo a la muerte, es miedo a la vida. Y ese
intelectual blindado a toda prueba de comunión o comunicación humana, vive, se
pudre en sí mismo y de sí mismo: se encierra faraónicamente en ese inconsciente
empeño suicida, se pudre y momifica en vida, encerrándose en su propia
tumba.
Este hamletismo ha sido el peor mal de nuestro siglo;
el del personalismo intelectual; no siempre personalismo dramático. El
intelectual cultiva su caparazón, su máscara de muerte. Trabaja con cuidadoso
empeño la ornamentación de su tumba, pero la personalidad dramática del hombre,
como pensó Nietzche, como sintió Santa Teresa, no está en esa máscara o
mascarón grotesco. Porque está en el rostro. La mejor máscara es el rostro. La
máscara de la sangre.
A veces he pensado que nuestra conciencia personal no
es más que la máscara de otra más profunda conciencia humana. Y que el hombre no
es hombre, sino en tanto se entera de ella, se integra o reintegra en
ella.
La conciencia humana es esa misteriosa conciencia por
la sangre de un hombre con su pueblo. Cuando decimos los escritores que
queremos ser pueblo, como deda La Bruyére, expresamos sencillamente el hallazgo
más profundo de nuestra conciencia, su verificación plenamente humana —yo
añadiría que divina—. Porque entonces se identifica naestra voluntad con otra
totalizadora. Yo no sé si quiero ser pueblo, o quiero, puedo querer, porque ya
lo soy. Y este ser o no ser popular fué y sigue siendo la cuestión palpitante
de toda la cultura española.
Por eso os diría entre paréntesis que no puedo
comprender —o no lo quiero— cómo sedicentes intelectuales españoles más o
menos hamletizados y ridiculamente, se alejan, se apartan, se separan del
pueblo español cuando a este pueblo se le ha puesto en cuestión todo, porque
se le pone en cuestión su vida misma, su propio ser o existir. Esos fenomenales
o fenomenalísticos intelectuales que de este modo se caracterizan o
caricaturizan para serlo, si como españoles neutrales son sólo traidores
despreciables, como intelectuales puros son mascarones de gigantes y cabezudos
grotescos.
No es soledad la suya, viva, sino aislamiento mortal.
No es nuestra quijotesca soledad popular española: es robinsoniano y hamlético
aislamiento intelectual inglés, cuando no italiano o alemán. Es sencillamente
pasarse al enemigo.
Porque sólo hay para el escritor, como tal, una
preocupación primera: la de su comunicación o comunión humana. En ella radica
su propio existir. Por ella tiene razón de ser profunda y sentido vivo su
trabajo. Esta comunión humana, esta comunicación verdadera, se hace, con el
tiempo y por el tiempo, por la palabra. «La palabra del hombre» -dice el
profeta- es como la flor de la hierba.» El pueblo español llama a esas
florecillas verdaderas, cuya vida pende sólo de un soplo, exactamente así: «La
palabra del hombre.» La fragilidad de nuestra palabra humana es certísima. En
un soplo se pierde, como el hálito de nuestra vida. Y esa tan leve razón y
sentido de nuestro ser ha de estar, como el alma misma de nuestra comunicación
humana, según escribía Cervantes, «con un pie en los labios y el otro en los
dientes». Esa alma que ha de estar así, como afirma nuestro poeta, «con un pie
en los labios y el otro en los dientes»; esa lengua o lenguaje humano por el que inciden en el tiempo nuestras palabras como florecillas de la hierba, lo
que constituye para nosotros, escritores, la materia viva de nuestro empeño. La
realidad única y total que nos comunica con todo y con todos. En una palabra:
la afirmación de nuestra soledad y la negación de nuestro aislamiento.
En el tiempo, en la totalidad de nuestro tiempo
humano, plenamente sentido como movimiento que nos impulsa de atrás adelante,
del pasado a lo porvenir, reuniendo ambos en una sola conciencia que diremos
voluntad revolucionaria del hombre; en el tiempo nuestro, se verifica
por la palabra, por el lenguaje invisible de la sangre que es la palabra
humana, la afirmación del hombre como pueblo y también la afirmación del pueblo
como hombre. Como un solo hombre y como un hombre solo. Que el hombre solo
encuentra la plenitud de su soledad por la palabra libertadora de su sangre:
por el lenguaje que le populariza de ese modo. Por la palabra y lenguaje de la
sangre popular silenciosamente secreta o vertida.
Toda nuestra mejor literatura en el pasado, la que
impulsa y mueve los anhelos populares hacia el porvenir o en los presentes, es
un testinionio popular, por el lenguaje, de una voluntad única y total de ser
de España. De esa posible y ansiada comunicación o comunión humana por la
palabra, por la sangre, que todos los verdaderos escritores españoles
compartieron íntegramente con el pueblo, surge nuestro luminoso Mediterráneo
descubierto: es de la cultura popular española; porque en España toda nuestra
riqueza cultural es expresión viva y verdadera de nuestro pueblo.
Yo hubiera querido extender ante vosotros hoy este
paisaje, para señalaros en él las claras verdades populares de España. No tengo
tiempo para eso; para mostraros cómo precisamente el tiempo es el determinante
dramático de nuestro pensamiento popular español. En nuestros místicos, en
nuestros poetas. Y cómo precisamente por eso no hay diferencia para un
verdadero español, entre lo temporal y lo eterno. Y una palabra y por su
palabra—por su sangre—, como todo verdadero español, por serlo, es
revolucionario. Y solo, independiente, libre. Porque quiera la verdadera
comunión y comunicación humana con el pueblo y entre los pueblos. Entre los
hombres. La palabra divina, popular, de liberación de la sangre y de liberación
por la sangre. Porque sólo la sangre es espíritu.
El espíritu de nuestras letras es el que por la sangre
popular sentimos ahora acelerarse en nuestro pulso. El ritmo vivo de esta
sangre, que no mide dramáticamente el tiempo, coincide en la oscura entraña de
los pasados, con la misma inquietud interrogante con que el porvenir nos
acecha. La reflexión íntima del pueblo español nos trae a la memoria,
ahora, en imágenes imborrables, las palabras que venimos recordando.
«No vale fui, sino soy», dice el héroe más popular de
nuestras letras, el burlador Don Juan. Y con resonancia distante a su
rítmico burlón, al «¡tan largo me lo fiáis !», responde la voz popular de
nuestro teatro por otro poeta :
«sangre quisiera tener
como tengo pensamiento»
¡Tener sangre que dar! La fianza dramática de lo
temporal en que e! pensamiento popular español se empeña eternamente, no se
paga más que con sangre. Con sangre que es espíritu y es verdad: es la verdad
viva, la verdad única y total del hombre, por la palabra que crea y recrea
revolucionariamente el tiempo.
Volved los ojos hacia la lejanía histórica que nos
separa de esas círandes cumbres del pensamiento popular español: Cervantes,
Quevedo, Santa Teresa, Calderón, Lope... Veréis como esos nombres se os
aparecen plenamente arraigados en el pueblo, y, por eso mismo, plenamente solos
en él. ¡Como que son la voz divina, por humana, del pueblo mismo! Del pueblo,
decíamos, como un solo hombre y como un hombre solo. Por eso nos aparecen solos
y no aislados. Solos como el mar: el terrible mar popular por el que nacieron y
en el que murieron como ríos, dándole a ese mar vivo, la corriente pura de su
lenguaje nuevamente rejuvenecido, eternamente recién nacido: con revolucionaria
permanencia. Como hace en el hombre la sangre, hace en el pueblo la palabra,
que es por la sangre y como la sangre nace y muere en un soplo por el aire, en
las entrañas invisibles del aire, en que se engendra laberínticamente en
nuestro pecho, para ir a morir y renacer en nuestros oídos.
Toda la literatura española está escrita con sangre,
con la sangre del pueblo español; y esa sangre que, como decía Lope, «nos grita
la verdad en libros mudos», es la misma que sigue gritándonos hoy su misma
Verdad, en víctimas mudas. Es la sangre libertadora de la muerte por la
palabra. La que grita en nuestro Don Quijote inmortal, la plenitud de la
soledad del hombre, en el tiempo que le separa de la muerte. La afirmación
permanente y revolucionaria de la vida contra la muerte. Por eso nuestro pueblo
español, consciente de la plenitud humana y humanizadora de su pasado, está
solo, plenamente solo, ante la muerte. Y se levanta quijotesco en Madrid, el
glorioso 18 de julio inolvidable, cumpliendo el empeño libertador de su palabra
con su sangre. ¡Como un solo hombre! ¡Y como un hombre solo! Solo y no aislado.
Solo como nuestro Don Quijote y no aislado como Robinsón. La soledad es
todo lo contrario del aislamiento. La soledad es plenitud de comunión o
comunicación humana. Con el pueblo español siempre solo, en definitiva, en su
Historia, se salvan, también siempre, como se salvarán ahora, todos los valores
humanos de la cultura y, sobre todo, el de la generosidad contra el
egoísmo.
José Bergamín
Valencia, Julio 1937
Publicado en Hora de España VIII
Valencia, Agosto 1937
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