“En Madrid es donde uno aprende a comprender las cosas.
Madrid mata a España”
Ernest Hemingway
Madrid mata a España”
Ernest Hemingway
Hay en Madrid infinidad de muchachos
llamados Paco, diminutivo de Francisco. A propósito, un chiste de sabor
madrileño dice que cierto padre fue a la capital y publicó el siguiente anuncio
en las columnas personales de El Liberal: PACO, VEN A VERME AL HOTEL
MONTAÑA EL MARTES A MEDIODÍA, ESTÁS PERDONADO, PAPÁ; después de lo cual fue
menester llamar a un escuadrón de la Guardia Civil para dispersar a los
ochocientos jóvenes que se habían creído aludidos. Pero este Paco, que
trabajaba de mozo en la Pensión Luarca, no tenía padre que le perdonase ni
ningún motivo para ser perdonado por él. Sus dos hermanas mayores eran
camareras en la misma casa. Habían conseguido ese empleo simplemente por haber
nacido en la misma aldea que otra ex camarera de la pensión, que con su
asiduidad y honradez llenó de prestigio a su tierra natal y preparó buena
acogida para la gente que de allí llegase. Dichas hermanas le habían costeado
el viaje en ómnibus hasta Madrid y obtenido su actual ocupación de aprendiz de
mozo. En la aldea de donde provenía, situada en alguna parte de Extremadura,
imperaban condiciones de vida increíblemente primitivas, los alimentos
escaseaban y las comodidades eran desconocidas, y tuvo que trabajar mucho desde
muy pequeño.
Se trataba de un muchacho bien formado,
con cabellos muy negros y más bien crespos, dientes blancos y un cutis
envidiado por sus hermanas. Además, poseía una sonrisa cordial y sencilla. Su
salud era excelente, cumplía a las mil maravillas con su trabajo y amaba a sus
hermanas, que parecían hermosas y avezadas al mundo. Le gustaba Madrid, que
todavía era un lugar inverosímil, y también su trabajo, que llevaba a cabo
entre luces resplandecientes y con camisas limpias, trajes de etiqueta y
abundante comida en la cocina, todo lo cual le parecía excesivamente romántico.
Entre ocho y una docena eran las
personas que vivían en la Pensión Luarca y comían en el comedor, pero Paco, el
más joven de los tres mozos que atendían las mesas, sólo tenía en cuenta a los
toreros, los únicos que existían para él.
También vivían en la pensión toreros de
segunda clase, porque su situación en la calle San Jerónimo les convenía,
además de que la comida era excelente y el alojamiento y la pensión resultaban
baratos. El torero necesita la apariencia, si no de prosperidad, por lo menos
de crédito, ya que el decoro y el grado de dignidad, aparte del valor, son las
virtudes más apreciadas en España, y los toreros permanecían allí hasta gastar
sus últimas pesetas. No existen antecedentes de que alguno de ellos hubiera abandonado
la Pensión Luarca por un hotel mejor o más caro; los de segunda clase no
mejoraban nunca su situación; pero la salida del Luarca se producía con rapidez
ante la aplicación automática de la norma según la cual nadie que no hiciese
nada podía permanecer allí ya que la mujer a cargo de la pensión únicamente
presentaba la cuenta sin que se la pidieran cuando sabía que se trataba de un
caso perdido.
Por entonces eran huéspedes de la
pensión tres diestros, dos picadores muy buenos y un excelente banderillero. El
Luarca constituía un verdadero lujo para los picadores y banderilleros, que,
como tenían sus familias en Sevilla, necesitaban alojamiento en Madrid durante
la estación primaveral. Pero les pagaban bien y tenían trabajo seguro, pues tal
clase de subalternos escaseaban mucho aquella temporada. Por lo tanto, era
probable que esos tres subalternos ganasen más que cualquiera de los tres
matadores. De éstos, uno estaba enfermo y trataba de ocultarlo; otro ya había
perdido la preferencia que el público le otorgó como novedad; y el tercero era
un cobarde.
En cierta época, hasta que recibió una
atroz cornada en la parte baja del abdomen, en su primera temporada como
torero, el cobarde poseía coraje excepcional y habilidad notable y todavía
conservaba muchas de las sinceras admiraciones de sus días de éxito. Era
excesivamente jovial y reía constantemente, con o sin motivo. En la época de
sus triunfos fue muy aficionado a las chanzas, pero ahora había perdido ésa
costumbre. Estaban seguros de que ya no la conservaba. Este matador tenía un
rostro inteligente y franco, y se comportaba en forma muy correcta.
El matador enfermo tenía cuidado de no revelar nunca esta circunstancia, y era minucioso en lo de comer un poco de todos los platos que servían en la mesa. Tenía gran cantidad de pañuelos, que él mismo lavaba en su cuarto, y, últimamente, vendió sus trajes de torero. Había vendido uno, por poco dinero, antes de Navidad, y otro en la primera semana de abril. Eran trajes muy caros, que siempre fueron bien conservados, y todavía le quedaba uno. Antes de ponerse enfermo fue un torero muy prometedor y hasta sensacional, y, aunque no sabía leer, tenía recortes según los cuales se lució más que Belmonte al hacer su debut en Madrid. Comía siempre solo en una mesa pequeña y pocas veces levantaba la vista del plato.
El matador enfermo tenía cuidado de no revelar nunca esta circunstancia, y era minucioso en lo de comer un poco de todos los platos que servían en la mesa. Tenía gran cantidad de pañuelos, que él mismo lavaba en su cuarto, y, últimamente, vendió sus trajes de torero. Había vendido uno, por poco dinero, antes de Navidad, y otro en la primera semana de abril. Eran trajes muy caros, que siempre fueron bien conservados, y todavía le quedaba uno. Antes de ponerse enfermo fue un torero muy prometedor y hasta sensacional, y, aunque no sabía leer, tenía recortes según los cuales se lució más que Belmonte al hacer su debut en Madrid. Comía siempre solo en una mesa pequeña y pocas veces levantaba la vista del plato.
El matador que en una ocasión fue una
novedad en el ambiente era muy bajo, muy moreno y muy serio. También comía solo
en una mesa separada. Sonreía rara vez y nunca reía con estruendo. Era de
Valladolid, donde la gente es demasiado seria, y lo consideraban un torero
hábil; pero su estilo había pasado de moda antes de que hubiese podido ganar el
afecto del público con sus virtudes: coraje y serena inteligencia. Por lo
tanto, su nombre en un cartel no atraía público a la plaza, La novedad
consistía en su baja estatura, que apenas le permitía ver más arriba de las
cruces del toro, pero no era el único con esa particularidad y jamás logró
conquistar el afecto del público.
De los picadores, uno tenía cara de
gavilán y era canoso, delgado, pero con piernas y brazos fuertes como el acero.
Siempre usaba botas de ganadero debajo de los pantalones; por las noches bebía
demasiado, y en cualquier momento se detenía en la contemplación amorosa de
todas las mujeres de la pensión. El otro era alto, corpulento, de cara
trigueña, buen mozo, con el cabello negro como el de un indio y manos enormes.
Ambos eran grandes picadores, aunque del primero se decía que había perdido
gran parte de su destreza por entregarse a la bebida y a la disipación; y del
segundo, que era demasiado terco y pendenciero para poder trabajar más de una
temporada con cualquier matador.
El banderillero era de edad madura,
canoso, ágil como un gato a pesar de sus años y, al verle sentado a la mesa, se
diría estar en presencia de un próspero hombre de negocios. Sus piernas estaban
todavía en buenas condiciones para aquella temporada y, mientras pudieran
moverse, tenía bastante inteligencia y experiencia como para conservar el
trabajo por largo tiempo. La diferencia estaría en que, cuando perdiera la
rapidez de sus pies, siempre tendría miedo en los aspectos que ahora no lo
inquietaban, tanto en la arena como fuera de ella.
Aquella noche, todos habían salido del
comedor, excepto el picador de cara de gavilán que bebía demasiado, el
subastador de relojes en las exposiciones regionales y fiestas de España, que
también era muy aficionado a empinar el codo, y dos sacerdotes gallegos que
estaban sentados en un rincón y bebían, si no demasiado, por lo menos bastante.
En aquella época, el vino estaba incluido en el precio del alojamiento y la
pensión, y los mozos acababan de traer frescas botellas de Valdepeñas a las
mesas del subastador de rostro estigmatizado, luego a la del picador y,
finalmente, a la de los dos curas.
Los tres camareros estaban ahora en un
extremo del salón. Según el reglamento de la casa, tenían que permanecer allí
hasta que abandonaran el comedor los comensales cuyas mesas atendían, pero el
que tenía a su cargo la mesa de los dos sacerdotes tenía que asistir a una
reunión de carácter anarcosindicalista, y Paco había aceptado reemplazarlo en
sus tareas habituales.
Arriba, el matador enfermo estaba
acostado boca abajo en la cama, solo. El diestro que había dejado de ser una
novedad miraba por la ventana mientras se preparaba para ir al café, y el
torero cobarde tenía en su cuarto a la hermana mayor de Paco y trataba de
lograr de la muchacha algo a lo que ella, entre carcajadas, se negaba.
-Ven, salvajilla.
-No -dijo la mujer.
-Por favor.
-Matador -dijo ella, cerrando la
puerta-. Mi matador…
Dentro de la habitación, él se sentó en
la cama. Su rostro presentaba todavía la contorsión que, en la arena,
transformaba en una constante sonrisa, asustando a los espectadores de las
primeras filas que sabían de qué se trataba.
-Y esto -estaba diciendo en voz alta-.
Toma. Y esto. Y esto.
Recordaba perfectamente la época de su
plenitud, apenas hacía tres años. Recordaba el peso de la chaqueta de torero
espolinada de oro sobre sus hombros, en aquella cálida tarde de mayo, cuando su
voz todavía era la misma tanto en la arena como en el café. Recordaba cómo
suspiró junto a la afilada hoja que pensaba clavar en la parte superior de las
paletas, en la empolvada protuberancia de músculos, encima de los anchos
cuernos de puntas astilladas, duros como la madera, y que estaban más bajos
durante su mortal embestida. Recordaba el hundir de la espada, como si se
hubiese tratado de un enorme pan de manteca; mientras la palma de la mano
empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se cruzaba hacia abajo, el hombro
izquierdo se inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo quedaba sobre la
pierna izquierda… pero, en seguida, el peso de su cuerpo no descansó sobre la
pierna izquierda, sino sobre el bajo vientre, y mientras el toro levantaba la
cabeza él perdió de vista los cuernos y dio dos vueltas encima de ellos antes
de poder desprenderse. Por eso ahora, cuando entraba a matar, lo cual ocurría
muy rara vez, no podía mirar los cuernos sin perder la serenidad.
Abajo, en el comedor, el picador miraba
a los curas desde su asiento. Si hubiese mujeres en el salón, a ellas hubiera
dirigido su mirada. Cuando no había mujeres, observaba con placer a un
extranjero, a un inglés, pero, como no había ni mujeres ni extranjeros, ahora
miraba con placer e insolencia a los dos sacerdotes. Entretanto, el subastador
de cara estigmatizada se puso de pie y salió después de doblar su servilleta,
dejando llena hasta la mitad la botella de vino que había pedido. No terminó
toda la botella porque tenía varias cuentas sin pagar en el Luarca.
Los dos curas no se fijaron en el picador, pues conversaban animadamente. Uno de ellos decía:
Los dos curas no se fijaron en el picador, pues conversaban animadamente. Uno de ellos decía:
-Hace diez días que estoy aquí,
esperando verlo. Me paso el día entero en la antesala y no quiere recibirme.
-¿Qué hay que hacer, entonces?
-Nada. ¿Qué puede hacer uno? No se puede
ir en contra de la autoridad.
-He estado aquí dos semanas, y nada.
Espero, pero no quieren verme.
-Venimos de la tierra abandonada. Cuando
se acabe el dinero podemos volver.
-A la tierra abandonada. ¿Qué le importa
a Madrid, Galicia? Somos una región pobre.
-En Madrid es donde uno aprende a
comprender las cosas. Madrid mata a España.
-Si por lo menos atendieran a uno,
aunque fuese para una respuesta negativa…
-No. Tiene que esperar hasta cansarse y
desfallecer.
-Pues bien, ya veremos. Puedo esperar
como lo hacen otros.
En este momento, el picador se puso de
pie, caminó hacia la mesa de los sacerdotes y se detuvo cerca de ellos, con su
pelo canoso y su cara de gavilán, mientras los miraba con una sonrisa.
-Un torero -explicó uno de los curas al
otro.
-¡Y qué torero! -dijo el picador, y de
inmediato salió del comedor, con la chaqueta gris, el talle ajustado, las
piernas estevadas y los estrechos pantalones que cubrían sus botas de ganadero
de altos tacones, que sonaron con golpes secos cuando se alejó fanfarroneando,
mientras sonreía porque sí. Su mundo profesional pequeño y estrecho, era un
mundo de eficiencia personal, de nocturnos triunfos alcohólicos y de
insolencia. Encendió un cigarrillo y salió rumbo al café, no sin antes inclinar
bien su sombrero en el zaguán.
Los curas salieron inmediatamente
después del picador, dándose prisa al advertir que eran los últimos en
abandonar el comedor, y entonces no quedó nadie en el salón, excepto Paco y el
camarero de edad madura, que limpiaron las mesas y llevaron las botellas a la
cocina.
En la cocina estaba el muchacho que
lavaba los platos. Tenía tres años más que Paco y era muy cínico y mordaz.
-Toma esto -dijo el hombre mientras
llenaba un vaso de Valdepeñas y se lo ofrecía.
-¿Y por qué no? -y el joven tomó el
vaso.
-¿Y tú, Paco?
-Gracias -dijo éste, y los tres se
pusieron a beber.
-Bueno, yo me voy -dijo el mozo viejo.
-Buenas noches -le dijeron los jóvenes.
Salió y ellos se quedaron solos. Paco
tomó la servilleta que había usado uno de los curas y, erguido, con los tacones
plantados, la bajó mientras seguía el movimiento con la cabeza, y con los
brazos efectuó una lenta y vasta verónica. Luego se dio vuelta y, adelantando
ligeramente el pie derecho, hizo el segundo pase, ganó un poco de terreno sobre
el imaginario toro y realizó un tercer pase, lento, suave y perfectamente
medido. Después recogió la servilleta hasta la cintura y balanceó las caderas,
evitando la embestida del toro con una media verónica.
El muchacho que lavaba los platos, que
se llamaba Enrique, lo observaba con un gesto de desprecio.
-¿Qué tal es el toro? -preguntó.
-Muy bravo -dijo Paco-. Mira.
Y, deteniéndose, erguido y esbelto, hizo
cuatro pases más, perfectos, suaves, elegantes y graciosos.
-¿Y el toro? -preguntó Enrique, apoyado
en el fregadero.
Tenía puesto el delantal y todavía no había terminado su vaso
de vino.
-Tiene gasolina para rato -contestó el
otro.
-Me das lástima -dijo Enrique.
–¿Por qué? ¿Está mal?
-Fíjate.
Enrique se quitó el delantal y, mientras
señalaba al toro imaginario, esculpió cuatro gigantescas verónicas perfectas y
lánguidas, y terminó con una rebolera que hizo girar el delantal sobre el
hocico del toro mientras se alejaba de él.
-¿Qué te parece? -concluyó-. ¡Y pensar
que tengo que ganarme la vida lavando platos!
-¿Por qué?
-Por el miedo. El mismo miedo que
tendrías tú al encontrarte en la arena frente a un toro.
-No -replicó Paco-. Yo no tendría miedo.
-¡Bah! Todos tienen miedo. Pero un torero
puede dominar ese miedo y vencer al toro. Cierta vez intervine en una lidia de
aficionados y tuve tanto miedo que escapé corriendo. Todos creían que sería
algo muy divertido. Tú también te asustarías. Si no fuera por el miedo,
cualquier limpiabotas de España sería torero. Y tú, un muchacho del campo, te
asustarías más que yo..
-No -dijo Paco.
En su imaginación lo había hecho
muchísimas veces. Infinidad de veces vio los cuernos, el hocico húmedo del
toro, las orejas crispadas y luego cómo agachaba la cabeza para la embestida.
Oía el golpe seco de los cascos del animal. Lo veía pasar a su lado mientras él
balanceaba la capa. Vio la nueva embestida y volvió a balancear la capa, y
luego una y otra vez, para concluir mareando al animal con su gran media verónica
y alejándose con oscilaciones de las caderas, con pelos del toro que se habían
prendido de los adornos de oro de su chaqueta en los pases más ajustados. El
toro había quedado hipnotizado y la multitud aplaudía con entusiasmo… No, no
tendría miedo. Otros podían sentirlo, pero él no. Sabía que iba a ser así.
Aunque siempre hubiera tenido miedo, estaba seguro de que podría hacerlo con
toda calma. Tenía confianza.
-Yo no tendría miedo -repitió.
-¡Bah! -volvió a exclamar Enrique, y
después de una pausa agregó-: ¿Y si hiciéramos la prueba?
-¿Cómo?
-Mira -explicó el lavador de platos-. Tú
piensas siempre en el toro, pero te olvidas de los cuernos. El toro tiene tanta
fuerza que los cuernos cortan como un cuchillo, se clavan como una bayoneta y
matan como un garrote. Mira -y al decir esto abrió un cajón de la mesa y sacó
dos cuchillas de cortar carne-. Las ataré a las patas de una silla. Luego haré
de toro poniéndola delante de mi cabeza. Imaginémonos que las cuchillas son los
cuernos. Si logras hacer esos pases, puedes ser considerado una cosa seria.
-Préstame tu delantal. Lo haremos en el
comedor.
-No -dijo Enrique, despojándose
repentinamente de su amargura habitual-. No lo hagas, Paco.
-Sí. No tengo miedo.
-Pero lo tendrás, cuando veas cómo se
acercan las cuchillas…
-Ya veremos -concluyó Paco-. Dame el
delantal.
Y Enrique empezó a atar las dos
cuchillas de hoja gruesa y afilada como la de una navaja a las patas de la
silla, utilizando dos servilletas sucias que arrollaba a la altura de la mitad
de cada cuchilla, apretándolas lo más fuerte que le era posible.
Entretanto, las dos camareras, hermanas
de Paco, se dirigían al cine para ver a Greta Garbo en «Anna Christie». De los
dos sacerdotes, uno estaba sentado leyendo su breviario, y el otro rezaba el
rosario. Todos los toreros de la pensión, excepto el que se encontraba enfermo,
habían hecho ya su aparición nocturna en el café Fornos, donde el picador
corpulento y de cabellos negros jugaba al billar, y el matador bajo y
respetuoso se hallaba delante de una taza de café con leche en una mesa muy
concurrida, al lado del banderillero y de unos obreros serios.
El picador canoso dado a la bebida,
tenía un vaso de brandy cazalás y observaba con placer la mesa ocupada por el
matador que ya había perdido el coraje, otro que renunciaba a la espada para
ser de nuevo banderillero y dos viejas prostitutas.
Por su parte, el subastador estaba
charlando con varios amigos en la esquina; el camarero alto estaba en la
reunión anarco-sindicalista, esperando con ansiedad la ocasión de hacer uso de
la palabra, y el mayor de los camareros se encontraba sentado en la terraza del
Café Álvarez, bebiendo una copa de cerveza. En cuanto a la dueña de la Pensión
Luarca, dormía ya, boca arriba, con el almohadón entre las piernas. Era una
mujer alta, gorda, honrada, limpia, tranquila y muy religiosa. Todavía añoraba
a su marido y no dejaba de rezar por él todos los días, a pesar de que hacia
veinte años que había muerto.
El matador enfermo continuaba en su cuarto, solo,
acostado boca abajo, con un pañuelo en la boca.
En el desierto comedor, Enrique estaba
haciendo el último nudo en las servilletas que ataban las cuchillas a las patas
de la silla. Después dirigió las patas hacia adelante y sostuvo la silla sobre
su cabeza, a cada lado de la cual apuntaba una de las afiladas cuchillas.
-Pesa mucho -dijo-. Mira, Paco, va a ser
muy peligroso. No lo hagas.
Estaba sudando…
Frente a él, Paco sostenía el delantal
extendido, con un pliegue en cada mano, con los pulgares arriba y los índices
hacia abajo, esperando la carga de la imaginaria bestia.
-Avanza en línea recta -indicó-. Luego
vuélvete como hace el toro. Y hazlo todas las veces que quieras.
-¿Y cómo sabrás cuándo cortar el pase?
-preguntó Enrique-. Es mejor hacer tres y después una media.
-Entendido. Pero, ¿qué esperas? ¡Eh,
torito! ¡Ven, torito!
Con la cabeza gacha, Enrique corrió
hacia él, y Paco balanceó el delantal junto a la afilada cuchilla, que pasó muy
cerca de su vientre, negro y liso, de puntas blancas, y cuando Enrique se dio
vuelta para volver a atropellar, vio la masa cubierta de sangre del toro y oyó
el golpe de los cascos que pasaban a su lado, y, ágil como un gato, retiró la
capa, dejando que aquél siguiera su carrera. Enrique preparó entonces una nueva
embestida y esta vez, mientras calculaba la distancia, Paco adelantó demasiado
su pie izquierdo -cosa de dos o tres pulgadas-, y la cuchilla penetró en su
cuerpo con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un odre. Entonces
sintió un calor nauseabundo junto con la fría rigidez del acero. Al mismo
tiempo oyó que Enrique gritaba:
-¡Ayl ¡Ay! ¡Déjame que lo saque! ¡Déjame
sacártelo!
Paco cayó hacia adelante, sobre la
silla, sosteniendo todavía en sus manos el delantal convertido en capa.
Enrique, en su afán de separar al compañero, empujaba la silla, y la cuchilla
se hundía en él, en él, en Paco…
Por fin salió, y él se sentó sobre el
piso, en el charco caliente que se agrandaba cada vez más.
-Ponte la servilleta encima. ¡Fuerte!
-dijo Enrique-. Aprieta bien. Iré corriendo en busca del médico. Debes contener
la hemorragia.
-Haría falta una ventosa de goma
-respondió Paco, que había visto usar eso en la arena.
-Yo atropellé en línea recta -balbuceó
Enrique, sollozando-. Lo único que quería era mostrarte el peligro…
-No te preocupes -la voz de Paco parecía
lejana-, pero trae el médico.
En la arena, cuando alguien resulta
herido, lo levantan y lo llevan corriendo a la sala de operaciones. Si la
arteria femoral se vacía antes de llegar, llaman al sacerdote…
-Avisa a uno de los curas -continuó
Paco, que sostenía la servilleta con todas sus fuerzas contra la parte baja del
abdomen. No podía creer que le hubiera ocurrido aquello.
Pero Enrique ya estaba en la calle San
Jerónimo y se dirigía corriendo hacia el dispensario de urgencia. Paco se quedó
solo. Primero se levantó, pero el dolor lo hizo caer de nuevo, y permaneció en
el suelo hasta lanzar el último suspiro, sintiendo que su vida se escapaba como
el agua sucia sale de la bañera cuando uno levanta el tapón. Estaba asustado,
y, al sentirse desfallecer, trató de decir una frase de contrición. Recordaba
el comienzo, pero apenas pronunció, con la mayor rapidez posible: «¡Oh, Dios
mío! Me arrepiento sinceramente de haberte ofendido, a Ti, que mereces todo mi
amor, y resuelvo firmemente…»; se sintió ya demasiado débil y cayó boca abajo
sobre el piso, expirando en pocos segundos. Una arteria femoral herida se vacía
más pronto de lo que uno piensa.
Mientras el médico del dispensario subía
por la escalera acompañado por el agente de policía, que llevaba del brazo a
Enrique, las dos hermanas de Paco estaban en el monumental cinematógrafo de la
Gran Vía. La película de la Garbo les deparó una gran desilusión. Nadie quedó
conforme con el mísero papel de la gran estrella, pues estaban acostumbrados a
verla siempre rodeada de gran lujo y esplendor. Los espectadores demostraban su
desagrado mediante silbidos y pateos. Los otros habitantes del hotel estaban
haciendo casi exactamente lo mismo que cuando ocurrió el accidente, excepto los
dos curas, que habían terminado sus devociones y se preparaban para ir a
dormir, y el canoso picador, que trasladó su copa a la mesa ocupada por las dos
viejas prostitutas. Un poco más tarde salió del café con una de ellas: la que
había acompañado en la borrachera al matador que perdiera el coraje.
Y el joven Paco no se enteró nunca de
esto ni de lo que aquella gente iba a hacer al día siguiente. Ni se imaginaba
cómo vivían, en realidad, ni cómo terminarían sus existencias. Murió, como dice
la frase española, lleno de ilusiones. No había tenido tiempo en su vida para
perder ninguna de ellas, ni siquiera, al final, para completar un acto de
contrición.
Tampoco tuvo tiempo para desilusionarse
por la película de Greta Garbo, que defraudó a todo Madrid durante una semana.
Ernest Hemingway
"La capital del Mundo"
La capital del Mundo es uno de los cuarenta y nueve relatos que conforman la antología, que el mismo autor preparó en 1938.
No hay comentarios:
Publicar un comentario