Señoras y señores: Quiero pronunciar algunas palabras, en nombre de los intelectuales aquí reunidos, para precisar lo que yo llamo un punto del deber profesional, sobre el que seguramente nos hallamos en desacuerdo con algunos de nuestros colegas—todavía no estoy seguro de que pueda llamarse así a los hombres que están en oposición con nosotros—sobre una cuestión que sin duda juzgaréis, al igual que yo, absolutamente fundamental.
Estos colegas no dejarán de decirnos: «Ya que os declaráis intelectuales, no debéis ocuparos más que de cosas intelectuales; y al venir a dar, con vuestra presencia, la adhesión al Gobierno de Valencia, hacéis política y faltáis enteramente a vuestra función.»
Si yo formulo ahora, muy exactamente —creo que lo convendréis así—, el reproche que pueda hacérsenos, tengo mis razones para ello: es que, desde hace unos diez años, puedo decir que soy constantemente objeto de una acusación. Habiendo publicado una obra que, acaso, al caer bajo la mirada de algunos, obra en la que yo denunciaba lo que he dado en llamar la traición de los «cleros», es decir, de los intelectuales, ya que esa traición constituye el hecho por el cual muchos de entre ellos habían desconocido completamente los verdaderos valores de intelectualismo, para ponerse al servicio de intereses puramente temporales, en particular el nacionalismo y los intereses de las clases burguesas que, en una palabra, habían hecho política en el sentido más bajo e inintelectual del vocablo. Me ha ocurrido que, desde que apareció mi libro, cada vez que he adoptado partido en cualquier conflicto humano, por ejemplo, en el asunto del 6 de febrero o en la guerra italoetíope, he tenido que oír decir, por parte de los colegas antes aludidos, que yo era el peor de los traidores, porque después de lo que había escrito me consagraba también a hacer política.
Señores: hay en esto un equívoco grosero, del que evidentemente no son víctimas aquellos que lo explotan, por lo que pongo en duda su buena fe. Este equívoco es el de confundir la política, es decir, la sumisión a intereses bajamente egoístas, como los que yo defino en mi libro, con la moral, es decir, la defensa de los valores morales más elevados, principalmente los de la justicia y los derechos del hombre, incluyendo el derecho que tienen las naciones a vivir libres, al abrigo de la esclavitud a que querían conducirlas las bandas de los nuevos feudales.
Pues bien; yo digo que el intelectual está encuadrado perfectamente en su papel cuando sale de su torre de marfil para defender los derechos de la justicia contra la barbarie y que, si efectivamente no tiene nada que ver con las tareas bastante miserables, denominadas corrientemente «hacer política», Spinoza no faltó en modo alguno a su misión de gran intelectual, cuando salió de su celda en que componía su «Etica», para inscribir, sobre las puertas de los asesinos de los hermanos de Witt, con peligro de su vida, «Ultimi barbarorum»; nuestro gran novelista Emilio Zola, durante el asunto Dreyfus, no traicionó tampoco su estado de «clerc» al arrojar su famoso «Yo acuso» al rostro de las aves de rapiña.
No hacemos más que permanecer en la línea que nos trazaron estos grandes hermanos mayores, que continuar en la dirección del verdadero intelectualismo, aportando, con toda nuestra alma, el tributo de nuestra adhesión al Gobierno de la España republicana, sobre el que recae hoy el trágico honor de representar la causa de la Justicia y de la Libertad contra las eternas potencias del obscurantismo.
Todavía he de decir una palabra que, por lo demás, trata del mismo problema de siempre. Hace varios días, asistí en París a la sesión de apertura de otro Congreso Intelectual, cuyo Presidente se creyó en el caso de asegurar, de manera muy solemne y como un elogio de la Sociedad en que se inauguraban los debates, que no pertenecía a ningún partido, a ninguna doctrina política. Allí, y una vez más, se hacía gala de una neutralidad, yo iba a decir de una castración, que estimo no está en modo alguno dentro de nuestra misión, pues entiendo que existe una doctrina que el intelectual tiene el derecha, «el deber», como tal intelectual, de suscribir: se trata de la doctrina republicana; la doctrina de la Revolución Francesa, porque ella proclama los derechos del hombre, es decir, los derechos del espíritu en suma, las libertades del espíritu, mientras los otros sistemas (el fascismo lo dice de una manera muy formal) tienen por esencia exigir que el espíritu esté al servicio de los jefes y que sea estrangulado si se niega a esta obediencia. Ejemplo de alguna actualidad es el asesinato de los hermanos Rosselli. Todo lo expuesto quiere decir, una vez más, cómo nuestra gestión actual entra en el orden de nuestra profesión.
El Gobierno de Valencia quiere expresarnos su agradecimiento por nuestra venida, lo cual nos emociona profundamente, así como la emoción visible que acompaña a su acogida; pero nos importa repetirlo que, además de nuestra simpatía personal hacia sus miembros, tiene nuestro interés de intelectuales, es decir, de defensores de las libertades del espíritu, determinantes de nuestra presencia a su lado.
Debo añadir, por mi parte, que encuentro inconcebible el que algunos Estados, otros regímenes tienen como resorte fundamental el respeto a estas libertades, no comprendan que la causa del Gobierno español republicano es la suya propia, que el enemigo de este último es su propio enemigo y que si se produjese la derrota de esta España, la derrota que ellos habrían consentido sería ciertamente seguida por una expiación tan terrible como merecida.
Mas todo esto pide a voz en grito un volumen. Para terminar, dejadme únicamente que diga a nuestros acogedores que estoy seguro de ser en este momento el intérprete de todos los intelectuales dignos de llamarse así, al declarar con cuánto sentimiento profundo de solidaridad como de corazón y con qué interés comulgamos en las pruebas temporales de la España republicana e invocamos su victoria.
Julien Benda
II Congreso Internacional de escritores en defensa de la Cultura
Valencia, 4 de Julio de 1937
Publicado enHora de España VIII
Valencia, Agosto 1937
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