El «Emigrante»
Don Jacinto en persona franquea la entrada.
«¡Uf! ¡No sabe usted la que se ha armado en la calle!», siento
gusto de decirle.
No se lo digo. Es más interesante que sea él quien lo diga.
El tampoco lo dice, naturalmente.
A D. Jacinto, como artista puro le encanta esa noble burla de
equivocar a la gente.
El «decíamos ayer...» hoy sólo lo usan los cobradores de morosos
recalcitrantes.
A mí me basta advertir que don Jacinto no se ha rasgado las
vestiduras ni comprado un bordón de peregrino. Me basta con ver entre sus dedos
el puro de todas las caricaturas y no la pesadumbre de un «kempis»...
Sí... D. Jacinto no cambia. Lo que cambia es la gente.
Esta ágil sonrisa, esta suave palabra, esta elegante serenidad es
la misma de siempre.
La de cuando «Para el cielo y los altares»; la Dictadura contra D.
Jacinto: la de cuando sus charlas en San Sebastián; D. Jacinto reaccionario...
Hoy se juega al «emigrante»...
En fin. Yo no creo que D. Jacinto, al pensarlo, hiciese cosa más
grave que sugerirse las delicias de un turismo franciscano...
Vamos a oírle.
De cualquier modo, lo que cuente será muy interesante.
Don Jacinto es la palabra oportuna, amena e irritadora.
Don Jacinto es tanto la palabra que el periodista se le puede
acercar sin otro aliciente que su humilde pregunta.
La pregunta lo atrae. Ni siquiera hay que sobornar su atención con
ese champaña de la vanidad que es el magnesio de los fotógrafos... Pregunta
pura, y basta.
En fin. Hay que preguntarle:
OPINIONES DE DON JACINTO BENAVENTE
-¿La Constitución, dice usted?
Don Jacinto, al repetir la pregunta, ensaya un chorro de risa
burlona. «¡Pero hombre, pero hombre!»... Y tras el conato irónico, muy en serio
ya, redondea su parecer.
-¡Una Constitución!... Sí, jurídicamente, es posible que resulte
un gran monumento; ahora, en la realidad...! ¿En la realidad de España? ¡No sé,
no sé!.. Las leyes en síntesis no son nada. Se cumplen. Esa es la cuestión. Un
buen pueblo, un pueblo bueno, no necesita leyes.
Aquí el problema, más que de política es de educación. Hay que
educar pronto, rápidamente, a los de abajo... ¡Y a los de arriba! Si me apuras
diré que andan más faltos de ella los de arriba que los de abajo. Después de
todo, en España lo más discreto y lo más sano es el pueblo. Ahora bien:
mientras no se eduque, con leyes buenas o con leyes malas, el país seguirá lo
mismo.
-¿Advierte con la República algún cambio en las costumbres?
-No, desgraciadamente, no. Estamos viviendo la tercera Dictadura.
¡Y ya son demasiadas!... Una dictadura de un Parlamento con pujos de Tribunal
de Salud pública.
Conste que a mí no me atemorizan los radicalismos... Pero, ¡ya
está bien de dictaduras!...
-Si triunfara plenamente el socialismo, ¿encontraría España «su»
solución?
-La verdad: no lo creo. Pocos países existen en el mundo de un
carácter más ferozmente individual que el nuestro.
El socialismo español peca bastante de exclusivista. Carece de
flexibilidad y de lógica. Aún obsesiona lo de «las manos encallecidas en la
faena»... Mi pesimismo nace más que de las masas de conductores.
¡Si cundiese el ejemplo de Suecia, de Noruega, de Bélgica!
Ante la actitud de los socialistas de España resulta imposible
creer que la tarea de las agrupaciones de Bélgica, Noruega y Suecia se inspira
en postulados comunes.
-¿Se consolidará la República, Don Jacinto?
-Sí. En cuanto se depure, en cuanto deje de soñar con los enemigos
de fuera.
Los enemigos de fuera de la República viven en su seno. Hubo en
España una época -ayer- en la que con decir ¡«Viva la República»! se obtenía
cédula de persona decente... Al amparo del vítor se incorporaban al régimen
toda suerte de ineptos y de sinvergüenzas.
¡Y allí continúan!
Urge la depuración. ¡Yo he vivido la otra República!...
-¡Hombre, Don Jacinto!... ¿Y hay diferencias?
-Sí, la de ahora está mejor. ¡Se ha progresado un poquito! Con
todos sus defectos, la de hoy es menos mala!...
-Y usted D. Jacinto, ¿es «aún» monárquico o «ya es» republicano?
-Yo fui y soy, naturalmente, monárquico. Monárquico por
convencimiento. Creía que el régimen monárquico se adaptaba más que ningún otro
a las condiciones del país.
Sé que «idealmente» -¡si eso lo enseñan en el bachillerato!- la
República constituye el gobierno «ideal».
Ha ocurrido lo que ha ocurrido... ¡Lo que fatalmente tenía que
ocurrir. ¡Pues bien...! yo advierto con lealtad que es un absurdo entretenerse
soñando restauraciones.
Las clases conservadoras de España, torpes y egoístas, han
merecido la terrible lección. ¡Eso no hay quien lo mueva!
¡Yo hoy voto al compañero Pestaña antes que a los monárquicos!
-¿Trató usted en su «vida regia» a D. Alfonso?
-Sí, Algunas veces estuve en Palacio. En algunos estrenos me hizo
subir a su palco...
¡Era amable!...
Siempre me daba la impresión de un hombre simpático y bien
intencionado. También me daba la impresión de que, como todos los reyes, vivía
muy mal rodeado...
¡Ah, «el rodeo»! El terrible rodeo destruye a los grandes
hombres...
-¿Qué le parece la solución dada al problema religioso?
Y D. Jacinto, que según los alegres «recién llegados» a la pluma y
al café, luce en sus espaldas un hermoso letrero de moda: «¡cavernícola!». Responde así:
-La solución me parece justa. Todo lo que les pase a los católicos
de España les conviene ¡como lección!
Las persecuciones restituirán el catolicismo a su pureza.
¡Se había abusado tanto!
Yo soy, antes que todo, amigo de la libertad. Roja, negra o azul,
la intransigencia me crispa. Los males de España se nutren de nuestra condición
de intransigentes feroces.
Aquí la libertad de cultos, por ejemplo, se hizo un problema. Un
terrible problema. Hace unos años que, por lo menos a mi disposición, lucho en
ayuda de la libertad de cultos y divorcio...
Recuerdo la indignación originada en Sevilla por mis teorías. ¡No
puedo convencer a las señoras andaluzas!
Sin embargo, ¡mis razones eran bien claras!
Yo les decía: ¡Cuando van las beatas de aquí en Inglaterra, bien
que les gusta tener en pleno Londres su misita y sus sermones! ¡En su catedral!
Catedral como no hay otra en España, en lo que concierne a esplendores
litúrgicos.
¿Y el divorcio? ¡Ah! Con el divorcio no había forma de convencerlas
de que eso es para quien lo desee.
Y es que en España no existe pueblo católico. Hay intransigencias.
Son «adoradores» de una imagen, de un Cristo, de una Virgen. Les emociona de la
imagen su plástica. Y por ese camino se va fácilmente a las enormidades paganas
que caracterizan en Sevilla el desfile de «El Cachorro»...
¿Qué piensa usted de las mujeres y de su triunfo político?
-Bien el feminismo merece la victoria.
Indudablemente, en el plano inferior, la mujer ha sido siempre
superior al hombre.
Y... ¡si ellas se mejoran!
-¿Le atrae la política, D. Jacinto?
-¡Muy poco!... Fui diputado. ¡La verdad es que allí no había otra
cosa que retórica! Escuché centenares de discursos y no recogí una idea. En
«mis» Cortes, el único que daba la sensación de saber lo que hacía y lo que
decía era Cambó.
A los hombres de hoy los conozco muy poco; Besteiro, Lerroux y
Prieto fueron camaradas de legislatura.
De Prieto, a pesar de mis bromas, soy amigo.
A Azaña lo traté en el Ateneo. Es hombre de gran cultura y
decidido. De todos, el que me parece más certero en su tarea es Besteiro;
¡lleva muy bien su casi divino cargo!
¿Qué le parece, D. Jacinto, la obra de los intelectuales en las
Cortes?
-¡Que le voy a decir! ¡Ya ve lo que hacen! Están como señoras que
acuden a oír una comedia atrevida, y a cada frase se levantan diciendo: ¡«Ay,
que se ponen muy groseros estos hombres»! ¡Vámonos! ¡Vámonos! ¡Esto no es para
nosotras!
Creo, por otra parte, que en el mundo diplomático lucirían más,
grandes escritores y grandes pintores fueron excelentes embajadores. El caso
del pintor Rubens lo demuestra.
Lo que ocurre aquí también pasa en Francia: los periódicos
parisienses se distraen a costa de Paul Claudel... El hombre parece que se
ocupa más de sus versos que de los negocios del Estado.
-Entonces D. Jacinto, ¿cómo se figura el porvenir de España?
-La profecía no es mi fuerte, Pero... ¡en fin!
Si llega un Gobierno Largo Caballero, es muy posible que resulte.
La inestabilidad presente nace de lo heterogéneo. Este Gobierno es preciso que
se comporte de un modo flexible. Ceder a tiempo es gobernar.
Lenin era un hombre de hierro y tuvo que ceder. Lo mismo que
MacDonald. Hay muchas realidades por encima de las ideas.
De lo contrario...
Yo hice una vez cierta caricatura; el dibujo representaba una
población en ruina toda llena de horcas y de cadáveres. El pie del dibujo decía
simplemente; «¡Ha triunfado la idea!».
Esto no le puede gustar a nadie.
¡Hay que evitarlo!
Después de todo, lo que hoy sucede no me extraña. Ya dije en mis
combatidas charlas de San Sebastián que los primeros años del nuevo régimen
serían dictatoriales. Tiene asimismo que subsistir el régimen parlamentario; es
un mal imprescindible. ¡Y demos a Dios las gracias porque no se ha encontrado
otro peor!...
-Bien, D. Jacinto, ¿Y es firme su propósito de no escribir más?
-No hombre, no. Sucede que cada día me resulta más penoso escribir
comedia. El teatro es un espectáculo carísimo. La responsabilidad de un
fracaso, tremenda. Hoy escribir una obra equivale, en lo económico, a construir
un puente o una fábrica de luz... La preocupación, igual: ¿Y si no funciona la
dinamo?...
¡Pero escribir!.... Haré libros o artículos.
¿Ya es uno viejo y en que se va a distraer?
El teatro me consume muchos nervios; el público no sabe lo que
quiere.
¡La intransigencia de un lado y de otro!
Ya vio lo de Fontalba. Le aseguro que la frase carecía de
intención.
En mis obras siempre hice burlas de los ministros, no de un
ministro.
Aquí tengo -D. Jacinto señala a un libro de su pupitre- una
comedia estrenada hace años. Hay un ministro de Agricultura que confunde la
alfalfa con el trigo...
Algo más seguramente, me dijo «el emigrante»...
-Sin duda, ha callado mucho. De cualquier modo, ya lo veis, D.
Jacinto sigue igual. Políticamente, le obsesiona un juego; combatir la
intransigencia.
En su vida. En su obra. Pierden su esfuerzo los que se preocupen
de catalogarle. Se evitarían muchas equivocaciones si D. Jacinto, al fin, se
decidiese a encargar estas tarjetas; «Su» tarjeta:
JACINTO BENAVENTE
Burgués inquieto
Atocha, 20
Y nada más.
Francisco Lucientes
El Sol, 27 de agosto de 1931
El Sol, 27 de agosto de 1931
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