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1571. Vida y muerte de Ramín Acín VI

Ramón Acín en París


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En los episodios de la vida confederal estuvo siempre presente Acín. Delegado por los sindicatos alto-aragoneses a Congresos y Plenos, luchador en todo momento, perseguido reiteradamente, organizador de resonantes actos culturales, de mítines que daba con frecuencia él solo, poniendo las peras a cuarto al enemigo emboscado o patente, probó lo que prueban tantos amigos al salir al paso en la pelea provocada; probó su afirmativa, desinteresada y constante afición a las ideas.

Pero lo probó con una especie de frugalidad expresiva, con un deseo de apartarse del aspaviento, del gesto inútil y del banal palabreo. Con este pensamiento tan afirmativo y vital simpatizó con políticos y militares conspiradores durante la dictadura de Primo de Rivera. Singularmente fue amigo de Galán y quiso hacer lo imposible para evitar la catástrofe de Cillas viéndola inminente por la traición de los de Huesca. Se acercó al mismo Galán cuando este avanzaba desde Ayerbe a Huesca y Galán no le hizo caso. Incluso los incondicionales de Galán llevaban a Acín camino de Huesca como preso o conducido. Todo porque Ramón tenia una idea pesimista de lo que iba a llegar, idea que los hechos confirmaron trágicamente.

Tuvo que huir de Aragón y de España, viviendo en París desde diciembre de 1930 a abril de 1931. Volvió de París con Indalecio Prieto y unos cuantos amigos más. En Madrid se reunieron todos a cenar una noche. Hablaron por los codos. Todos menos Acín tenían enchufes.

- ¡Que diga algo Acín! pidió Indalecio Prieto.

Levantose Ramón con aquella su noble lentitud característica y aconsejo sencillamente:

- Adecentad las cárceles. Y se sentó.


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La delicadeza de Acín quedará como el rasgo más típico de su temperamento. Era una delicadeza contenida en el momento preciso para no almibararse.

Sus escritos tienen una selección suscitadora y elegida. Sus “Florecicas” que todos recuerdan haber leído en la prensa obrera, son trozos de antología. Tenía Ramón el secreto de la frase única en el escrito corto y nervioso donde el ingenio no se retuerce nunca para hacer cosquillas, sino que fluye naturalmente como un manantial.

Lo popular tenía su preferencia. Como para Goya, que decía: “Salud y campitos”. Como para Gración que masculinizaba la risa, igual que hace el pueblo al decir “riso”. Lo mismo que Costa, se formó Acín estudiando las instituciones populares, el habla popular y la costumbre más que el contrato.

Aquella delicadeza despierta de Acín estaba en su lápiz y en sus pinceles. Tenían sus pequeños cuadros una vida y una mañosa manera de quedar viviendo que no puede achacarse a méritos de escuela ni a imitación de modelos, ni al conocimiento que tenía el artista del mejor impresionismo que primó -los veinte primeros años del siglo- desde el Sena al Danubio. En las aldeas he visto yo una delicadeza parecida al ir a merendar con unos cuantos labradores y las compañeras de éstos. En la conversación general, aún bordeando temas picarescos, nunca se pasa la frontera de la grosería.

Dibujaba y pintaba por necesidad temperamental. Escribía dejándose llevar por el mismo impulso. No comprendía ninguna avaricia más que la de entrar a saco en las ropavejeras y llevárselo todo. Tenía que hacer equilibrios con su sueldo, contratar plazos, pedir prórrogas y demoras de pago. Un azulejo de cuatro duros era para el una necesidad frenética hasta que lo compraba, imponiéndose privaciones empalmadas. Un aguamanil cervantesco, una jofaina rameada y un chaleco de boda labradora le quitaban el sueño hasta que los tenía. Cargaba con retablos y copas talladas como quien lleva varias cruces a cuestas. Un día vino a verme a mi casa de Barcelona cargado de fuentes de Alcora, pañuelos de seda tejidos hace tres cuartos de siglo, estampas francesas del tiempo de Luis Felipe, botellas “aperdigonadas” que decía él, por su talla uniformemente granulada, tazas de la época de Prim, paños de Filipinas y dos picaportes.

- Pero, ¿estás loco, querido Acín?

- Calla, lenguaraz, calla. ¡Me ha caído la lotería!

- ¿Y vas a poner una tienda de antigüedades?

- Fíjate en esta seda. ¡Qué cambiantes! ¡Y estas estampas! ¡Arrodíllate hombre sin fe!

- Pero, si pareces un mozo de cuerda.

Horas después nos íbamos a un pueblo catalán inmediato a Reus -La Pobla de Montornés- donde Acín tenía una modesta casa veraniega llena de cantaranos, rinconeras, floreros de bronce y sillones frailunos. Cerca del mar y de las colinas, la casa era un pequeño museo de artes populares.

Fue entonces cuando Ramón y yo proyectamos organizar un Museo de Oficios en Aragón.

-Todo lo llevaremos allí- dijo sin pensar que el vampiro fascista había de devorar sus días - todo: vajilla de Naval, mantas tejidas a mano en Javierre, en pleno Pirineo; cuchillos de Sástago, basquiñas altas de Hecho y Ansó; botijos de Peñalba; trajes de Alcañiz, de Fraga y de Caspe, que parecen inspirados en Asiria; tenazas de hogar, calderetas y “colgollos” que son poesía de hierro y se encuentra aun por los pueblos; arreos de labranza; los romances comarcales de Franco, Oliván, Cucaracha, Pedro Saputo y Tiraneta; calcillas negras de los labradores medianos y blancas del pueblo; ceñidores de testa y gorros de lana de cordero negro...

Asentía yo con entusiasmo. Queríamos reconstruir en un museo aragonés la vida popular sin olvidar las guitarras, pero olvidando las cruces aunque no los exorcismos como excelente documento de iconografía celestial.

- Aragón es todavía una inmensa cueva de Altamira decía- muy propia para hallar hoy a cada paso, no vestigios de prehistoria, sino prehistoria viva.

Tenía razón. Su punto de vista era certero; improvisado, sino logrado cuanto decía.

- La edad de piedra tallada y la edad del hierro se viven en nuestros prados montañeses.

Las riberas viven una época de transición, y si un aldeano necesita viajar en tren, viaja con el mismo miedo que sentiría el hombre de la prehistoria. Si éste se hubiera visto ante un teléfono hubiera sentido la misma perplejidad que un contemporáneo nuestro que vive en una aldea apartada.

Y se lanzaba a reflejar su opinión sobre lo popular, que estimaba con emoción vital empapada de conocimiento y sensatez, rica en variantes y ocurrencias deducidas.

- Hemos de hacer el Museo de los oficios con sus puertas de carpintería mudéjar, sus ventanicos y sus ladrillos; piezas que no se pueden tasar por los traficantes porque valen diez o doce reales (las piezas, no los traficantes) y nos hablan del pasado y del presente con autenticidad para probar que la raíz de toda convivencia es la moral y que la moral nunca es prehistoria ni historia, sino valor imitable hoy mismo por los pelafustanes que creen vivir al día porque tienen un aparato de radio.


Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)








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