Vicente Aleixandre y Miguel Hernández vistos por Sciammarella |
Miraflores de la Sierra, 1 de septiembre 1936
Mi querido Miguel: me ha impresionado mucho la
desgracia que aflige a tu Josefina y a los suyos, y con ella a ti. Me ha dado
mucha compasión. Siempre es terrible perder a un padre querido, pero perderlo
así tiene que serlo mucho más, mucho más penoso y tristísimo, con una angustia
y un dolor que dejan casi [estu[pe]factos]. Y luego ese problema de tener
que seguir viviendo; el problema material de subsistir sin medios para ello.
Tú, con tu gran corazón, sufres por ellos y para ellos y te llenas de
preocupación. Ayer hablé mucho de ti con Francisco Giner, de tus problemas, y
le dije que a ver si podía hacer su padre algo en cuanto a empleos por ti. Le
dije lo que hacías en Espasa-Calpe y que tu trabajo era temporal y terminaría
pronto. Francisco es bueno y te admira, y se interesó mucho, y cree que quizá
su padre pueda hacer por ti si sigue de ministro. Se le ocurrió, improvisando
(su padre es amigo de Olarra), ver si el ministro se interesaba cerca del
gerente de Espasa para que pases a funcionario fijo. Cuando
regresemos todos a Madrid será el momento de ver qué puede hacerse por su
parte. Tú ve pensando, y, si se te ocurre algo, cuando allí te entrevistes
(conmigo) con Francisco, se lo dices. Todo esto todavía no es nada, de modo que
no nos alegremos prematuramente. Pero tú ve pensando. Francisco estoy seguro de
que hablará a su padre, cuando llegue el momento, con todo el cariño. Claro que
hay que esperar a que pase esta guerra que sufre España. Esperemos que no tarde
mucho.
Me alegro [de] que te gustara el poema. No, no era
desconfianza para el lector (¿cómo iba a serlo, siendo el lector tú?): mis
explicaciones no lo eran: eran deseo, gusto de comunicación contigo sobre él. Como
si hubiéramos charlado allá en Velintonia. Miguelillo, cómo sabes sorber como
un gigante, como un hombre, toda forma de poesía. Ay, poeta, qué línea tan
clara viene de tu sangre cuando me hablas. Qué bien te siento. En fin, Miguel,
ya ves, quedamos en que se dan gritos de amor o gritos de muerte. A veces pienso
si estos gritos unidos, en mí, serán consecuencia de que yo no he sido
totalmente feliz en casi ningún amor. He sufrido en el amor, pasando
rápidamente de gloria a infierno, y viceversa, sin transición. Porque no me han
querido nunca como yo he querido; aunque me hayan querido, nunca, ay, supieron
quererme como mi corazón pedía. Solo una vez me quisieron así, con locura, con
desatino, con frenesí... y entonces yo no quería. Ya ves. Otra vez quise de ese
modo y fui querido lo mismo (es la única), y el fin fue trágico, de un modo que
dejó huella en mí para mientras viviera.
De modo que mi corazón tiene un saldo en contra, una
ternura en el vacío, y ha trabajado para el aire, para el polvo. Quizá por eso
no está gastado por otra parte, y vive y canta con el robusto anhelo de una
juventud que para él no veo cuándo acabe. Creo que cuando muera. Porque me
parece que será joven hasta la tumba. Desde un comienzo supo que el amor y la
muerte son como dos caras de la misma misteriosa presencia, y que el amor, tan
arrebatador, tan inaprensible, es como la delicada y mágica apariencia del
último contacto, disolución en la unión para siempre. En algunos sitios, al
momento del último goce físico en brazos del amor le llaman “la muerte
chiquita”. Fíjate qué maravilla: ¡la muerte chiquita! Y eso es: porque es el
aniquilamiento momentáneo sobre un cuerpo que mata. Y qué pena despertar,
resucitar, para esa otra clase de muerte: la muerte vulgar de cada minuto.
Pero, en fin, de todo se hace nuestra vida y no hay que renegar de nada.
Todo esto a propósito de un poema. Para que veas, que
no son explicaciones, sino afán de comunicación contigo. Como la
poesía está tan unida a la vida, hablar de una es hablar de la otra. Y
no es que yo piense en los incidentes concretos de mi vida cuando escribo. Es
la mano de un hombre la que escribe, y lo que apetece al hombre poeta es que su
poesía no sea suya solo, sino de otros hombres, otros que amaron y sufrieron, y
que al oír la poesía digan algo que es suyo, como de otros, otros que amaron y
sufrieron como ellos, antes que ellos, después que ellos...
Tú sabes de esto como yo. Tu corazón es de carne, y
hay en la vena de tu poesía un latido que es comunión humana con otros
corazones. Los poetas así, cuando cantamos nuestro[s] sentimientos no hablamos
de nosotros, ¡no!; yo siento que por mí hablan muchos hombres que no escriben
versos.
Miguelillo, parece que veo brillar tu mirada charlando
de todas estas cosas. Anteayer escribí a Carlos Fenoll. Ayer a Pablo. No, no
saldré de Miraflores por ahora. Cuando lo haga será para ir a Madrid, pero no
creo que sea antes de fin de mes. Aquí hay tranquilidad. Estuve en Madrid, pero
el calor me sentaba muy mal y me puse enfermo. Aquí estoy mejor; algún día
salgo fuera de casa y voy un poco por algún camino en el campo, generalmente
con Francisco. Hay ocasiones, como la presente, en que habitar un cuerpo de
tercera resulta mortificante y desesperante. No te creas que estoy
peor que otros años; más bien mejor, pero a ratos me apena ver fallar mi cuerpo
por la salud y cuando más necesario me sería para hacer frente a todo.
Miguel, ya ves qué carta tan larga te estoy
escribiendo. Le he preguntado a Manolo si sabe algo del posible jurado de tu
concurso. Si lo hay y lo sabe, te lo comunicaré. Yo dudo que ahora se resuelva
el asunto. Supongo que El labrador de más aire vendrá contigo
de tu Orihuela. Ya nos reuniremos con él y con tus oriolanos.
Tu Josefina no me conoce. Pero dile que un amigo tuyo
se acuerda de ella y a través de ti se une a su pena tan grande.
Escríbeme pronto. Ya ves yo. Y dime si todavía te
podré escribir a Orihuela.
Miguelillo, me alegra mucho ver nuestra amistad tan
honda. Qué fuerte me hace ella también. Mientras vivamos seremos amigos. Te
abrazo mucho y siempre igual, hasta siempre.
Vicente
"De Nobel a novel. Epistolario inédito de Vicente
Aleixandre a Miguel Hernández y Josefina Manresa"
No hay comentarios:
Publicar un comentario