Un relato inédito de Francisco González Tejera sobre la represión en Canarias. Especial para Búscame en el ciclo de la vida.
El viejo barquito atunero
surcó los mares de Mogán hacia el horizonte, no fue fácil despistar a la
Guardia Civil y a los falangistas que acordonaban la costa desde San Bartolomé
de Tirajana hasta la Playa de Veneguera. Tuvieron que pasar varios días
escondidos en las cuevas prehispánicas del Barranco de Tiritaña, alimentándose
de sardinas saladas, de plátanos con gofio, bajo un calor agobiante en pleno
mes de agosto de 1936.
Todo fue tan rápido desde
la noche del golpe de estado, cuando en la reunión de la Federación Obrera de
Arguineguín llegaron noticias de que los fascistas estaban asesinando a gente
de la izquierda, que los niños ricos como el industrial tabaquero Fuentes,
Bonny, el Conde, los hijos de la Marquesa, Leacock y otros reaccionarios miembros
de la criminal oligarquía isleña estaban sacando a los hombres de sus casas
para desaparecerlos. Los barcos salían del Puerto de la Luz cargados de
republicanos maniatados, metidos en sacos atados de pies y manos para ser
arrojados en alta mar, cientos, miles de almas generosas, cuyo único delito era
pensar diferente a los brutales genocidas.
Desde la costa de Las
Palmas de Gran Canaria se veía mucha actividad a pocos kilómetros del litoral,
luces que no eran de humildes pescadores bajo las estrellas, sino embarcaciones
de los asesinos, madrugadas de muerte, fascistas tirando al mar a quienes
defendían las democracia y la libertad.
Atrás quedaba la islita,
Manuel González, Ataulfo Mayor, Esteban Sosa, Carmela Menéndez, la joven Ramona
enferma de tuberculosis, víctima de una violación múltiple del grupo de
requetés, militares y miembros de Falange que tomaron la Casa del Pueblo de La
Isleta, llevándose a la joven maestra a la Playa de El Confital para violarla,
para abusar de aquel hermoso cuerpo, mientras tiraban a su marido horas antes a
la Sima de Jinámar.
Los hombres y mujeres
veían como quedaba atrás su amada tierra rumbo al continente africano,
escapando del holocausto orquestado por la Iglesia Católica, la corrupta
burguesía, militares y todo tipo de psicópatas criminales, que estaban en esos
momentos asesinando de forma selectiva y programada a miles de canarios en cada
una de las desafortunadas islas.
El barquito de dos proas
avanzaba lento, presuroso, dejando atrás tantos seres queridos, hijos, hijas,
madres y padres, para evitar que también los mataran, la pobre Ramona Corujo
nacida en Fuerteventura no se levantaba del rincón, abrazaba a su bebé Martín
Monasterio, el niño de apenas medio año que se acurrucaba en su pecho,
abrazado, como presintiendo algo terrible, parecía intuir en su santa inocencia
que su madre era la vida, que los días pasados eran la muerte, la masacre, el
dolor, la tortura, los abusos, la destrucción de un hermoso espacio para la esperanza.
El silencio presidía el
viaje entre la tormenta, los rayos y truenos se veían al otro lado del mar, el
desierto de El Sahara se avecinaba tenebroso, con un olor ancestral, mágico, en
el periplo hacia el misterio y el forzoso exilio.
Carmela se sentó junto a
Ramona, también era maestra, daba clases en un colegio del barrio marinero de
San Cristóbal, una escuelita humilde junto al mar, formadora de aquellos niños
desarrapados que olían a pescado y brisa marina. Las dos mujeres se fundieron
en un abrazo silencioso, nadie hablaba, solo alguna queja, un lamento
confundido con el viento del verano y el inmenso salitre que rodeaba aquella
escena hacia un éxodo desconocido, parecían pensar en cómo 400 años antes otro
pueblo vino huyendo de África, quizá escapando de otro genocidio, buscando
nuevos horizontes de paz y esperanza, que construyeron su particular universo
de pintaderas, cuevas y casas de piedra seca, diseñadas en la inmensidad de
aquellas islas perdidas en el infinito Atlántico.
Cuando amanecía se
adivinó la costa, una playa de arena rubia, mientras un grupo de personas les
esperaban con las manos abiertas, vecinos del desierto que ya sabían lo que
pasaba en el hermano pueblo, que había que acoger a tanta gente buena, la que
sembraba futuro y flores nuevas.
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