El papel de
Cataluña durante la guerra ha sido de importancia capital, en todos los
órdenes. Si en tiempo de
paz, ya desde la monarquía, las cuestiones políticas y económicas de Cataluña
estaban siempre en el primer plano de las preocupaciones del Gobierno español y
de la opinión, el hecho de la guerra acreció enormemente el peso relativo de
aquella región en los destinos de la República.
Ocupada gran
parte del territorio nacional por las fuerzas enemigas, Cataluña era, entre las
provincias donde subsistía el régimen republicano, la más rica, la más
abundante en recursos de todo género. En Cataluña
estaba el mayor número de establecimientos industriales que podían
utilizarse para la guerra.
Barcelona es el
puerto español más importante del Mediterráneo. Cataluña cubre la única
frontera terrestre con Europa que le quedaba a la República. Alimentaba a una
población numerosa, laboriosa, habituada a vivir bien, profundamente trabajada
por las agitaciones políticas y sociales.
Dotada de un
régimen propio y de un gobierno autónomo, lo que ocurriese en Cataluña y la
dirección que diese a su esfuerzo habrían de tener, y han tenido realmente, un
efecto decisivo en la política general de la República y en la guerra.
La posición
fronteriza de Cataluña y la potente irradiación de Barcelona, influían
notablemente en el aprecio que desde el exterior se hiciera de los asuntos de
España.
Todo contribuía,
pues, a hacer de Cataluña, en el orden militar,un objetivo de primer orden. En
ciertos aspectos, el objetivo principal.
La resistencia
de la República se apoyaba en Madrid y en Cataluña. Perderse
cualquiera de los dos, en los primeros meses del conflicto, habría puesto fin a
la campaña.
No así más
adelante. Recuerdo haber leído, en la primavera de 1938, un rapport del Estado
Mayor, en el que, examinando la situación resultante de la llegada del ejército
enemigo a la costa del Mediterráneo, se afirma que, perderse Madrid, Valencia y
toda la zona centro-sur de la península, no significaría haber perdido la
guerra, porque desde Cataluña podía emprenderse la reconquista de toda España.
Rebájese cuanto
pueda haber de hiperbólico en esa proposición. La recíproca es cierta:
perdiéndose Cataluña, no habría ya nada que hacer en el resto de España. No hay
ninguna exageración en la importancia atribuida a Cataluña en el curso de la
guerra. La opinión
pública española —adicta o adversa a la República— lo comprendía muy bien. La opinión
extranjera, bien o mal informada, lo presentía, y ha prestado atención
preferente a Barcelona.
Por su parte,
los grupos políticos y las organizaciones sindicales que, de una manera o de
otra, asumieron la dirección de los asuntos públicos en Cataluña, desde julio
de 1936, hacían todo lo necesario (y bastante más de lo necesario), para
aumentar temerariamente la importancia de la región en los problemas de la
guerra.
No puede negarse
que lo consiguieron, por acción y por omisión. Por acción, atribuyéndose
funciones, incluso en el orden militar, que en modo alguno les correspondían;
por omisión, escatimando la cooperación con el gobierno de la República.
Después que, a
consecuencia del alzamiento, y aprovechándose de la confusión, los poderes
públicos de Cataluña se salieron de su cauce, se produjo la reacción necesaria
por parte del Estado, que se había visto desalojado casi por completo de
aquella región.
Los que
oficialmente representaban la opinión catalana, solían decir que Cataluña y su
gobierno eran vejados y atropellados por el gobierno de la República, que les
arrebataba no solamente las situaciones de hecho conquistadas desde el comienzo
de la guerra, sino las facultades que legalmente les confería el régimen
autonómico. Miraban en el
ejército de la República, reorganizado en Cataluña desde que en mayo del 37 el
Estado recuperó en la región el mando militar, «un ejército de ocupación». Consideraban
perdida la autonomía y menospreciada la aportación de Cataluña a la defensa de
la República.
En las
esferas oficiales del Estado la convicción dominante era que la conducta
del gobierno de Cataluña, más atento a las ambiciones políticas locales del
nacionalismo catalán, y sometido, de mejor o peor gana, a la influencia
omnímoda de los sindicatos, estorbaba gravísimamente la función del poder
central.
Este conflicto,
causa de desconcierto y debilidad en la conducta de la guerra, pasó por varias
fases, desde la insubordinación plena en el segundo semestre de 1936, hasta el
sometimiento impuesto autoritariamente en 1938. Nunca se resolvió con entera
satisfacción de nadie, e influyó perniciosamente hasta el último momento.
Trataré de
resumir el origen y las consecuencias de tal situación. Por lo menos desde principio del siglo, el
nombre de Cataluña venía asociado, en las cuestiones de política general
española, a dos problemas: el del nacionalismo catalán y el del sindicalismo
anarquista y revolucionario. El primero era
un problema específico de la región, y provenía de la expansión creciente del
sentimiento particularista de los catalanes.
Renacimiento
literario de su lengua, restauración erudita de los valores históricos de la
antigua Cataluña, apego sentimental a los usos y leyes propios del país,
prosperidad de la industria, y cierta altanería resultante de la riqueza,
al compararse con otras partes de España, mucho más pobres, oposición y
protesta contra el Estado y los malos gobiernos, sobre todo después de la
guerra con los Estados Unidos en 1898; todos estos componentes, amasados con la
profunda convicción que los catalanes tienen del valor eminente de su pueblo
(algunos hablaban de su raza), y de ser distintos, cuando no contrarios de los
demás españoles, concurrieron a formar una poderosa corriente contra el
unitarismo asimilista del Estado español.
El catalanismo,
desde el comienzo de sus actividades políticas, contó con uno o más partidos
«republicanos nacionalistas». Pero la fuerza catalanista más importante estuvo
representada, hasta el advenimiento de la República, por un partido (o Liga),
profundamente burgués y conservador. Este partido colaboró en algunos
ministerios de la monarquía y les arrancó la concesión de una autonomía
administrativa para Cataluña.
Es obvio que el
sindicalismo revolucionario de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), no
puede ser considerado como un movimiento específico catalán. La asociación de
las actividades de aquella sindical con las cuestiones políticas de
Cataluña proviene que en Barcelona residía el organismo director de la CNT; en
Cataluña estaban sus masas más numerosas, sus hombres más conocidos; de
Barcelona partían las consignas para toda España; en Cataluña desencadenó la
CNT algunos de sus movimientos más alarmantes. La CNT, que
incluía en su organización a la Federación Anarquista Ibérica, no tenía apenas
contrapeso en el movimiento obrero de Cataluña. El Partido Socialista Español
(SEIO), carecía de importancia en la región. Los sindicatos
de dirección socialista, agrupados en la Unión General de Trabajadores (UGT),
eran pocos, relativamente a los de la CNT. Y en más de una ocasión, la acción
sindical de la CNT, que repercutía en toda España, estuvo determinada por
cuestiones propias de Cataluña, por su situación política o social. En los
últimos años de la monarquía constitucional, antes de la dictadura de Primo de
Rivera, Barcelona, una de las ciudades más amenas y alegres de España, ganó una
reputación siniestra. Los pistoleros del «Sindicato Único» asesinaban patronos.
El general
Martínez Anido, gobernador de Barcelona, organizó un sindicato, llamado «libre»,
cuyos pistoleros, en represalias ordenadas por el gobernador, asesinaban a los
del «Único», y a gentes que no pertenecían a él. Los muertos de
ambos bandos se contaron por centenares. Desde entonces, la capacidad de
invención de la barbarie parecía agotada.
Producido el
alzamiento de julio del 36, nacionalismo y sindicalismo, en una acción muy
confusa, pero convergente, usurparon todas las funciones del Estado en Cataluña.
No sería justo decir que secundaban un movimiento general. Pusieron en
ejecución una iniciativa propia. El levantamiento de la guarnición de Barcelona
fue vencido el 20 de julio. La Guardia Civil, manteniéndose fiel a la República
y al gobierno autónomo catalán (que tenía entonces a su cargo los servicios de
orden público), decidió la jornada. Las demás
guarniciones de Cataluña que secundaban el movimiento, volvieron a sus
cuarteles y depusieron las armas.
Este triunfo
rápido, la percepción de la importancia que Cataluña cobraba para la decisión
de la guerra, las dificultades inextricables que embarazaban al gobierno
central, desataron la ambición política del nacionalismo y le decidieron a
ensanchar, sin límite conocido, su dominio en la gobernación de Cataluña.
Desde que se
instauró la República, el gobierno de Cataluña estaba en manos de un partido
republicano llamado de «izquierda catalana». Este partido surgió casi de
improviso en las elecciones de 1931, y obtuvo un triunfo fantástico. En toda España
se votó entonces contra la dictadura militar, contra la monarquía y por la
República, en Cataluña se votó por o contra los mismos objetivos, y además, por
catalanismo.
Es digno de
recordarse que, en 1923, al sublevarse el general Primo de Rivera, contaba con
el apoyo de algunos importantes personajes del catalanismo burgués y
conservador. No tardaron en conocer su error y en arrepentirse de él. La política de
Primo de Rivera fue tenazmente anticatalanista, lo que para los nacionalistas
significaba sencillamente anticatalana. Primo de Rivera se jactó siempre de que
había conseguido suprimir el «problema catalán». Hay motivos para creer que lo
enconó.
El caso es que
en las elecciones de 1931, el catalanismo lastimado tomó el desquite, y los
republicanos catalanes de izquierda fueron, sin excepción, nacionalistas. Con ocasión de
la guerra, los catalanistas de la derecha han repetido aquel error, pero en
gran escala. Su oposición a la República ha podido más que su catalanismo. Se
abstuvieron de colaborar en la elaboración y aprobación del régimen
autonómico de Cataluña, que, de esa manera, apareció ante la opinión catalana
como una «conquista» de los republicanos de izquierda.
En el alzamiento
militar, los catalanistas conservadores se pusieron decididamente al servicio
de la que era entonces «Junta de Burgos». Su cálculo era éste: nos
aprovecharemos del movimiento para librarnos del peligro comunista y de la
revolución; después, nos desembarazaremos de los militares, como nos
desembarazamos de Primo de Rivera. Personas que
presumen de bien enteradas aseguran que los autores de ese cálculo no tienen
ahora motivo ninguno de estar satisfechos.
Vencida la
guarnición de Barcelona el 20 de julio, y hallándose libre de los estragos de
la guerra todo el territorio catalán (las columnas de milicianos barceloneses
penetraron hasta las cercanías de Zaragoza), se creyó sin duda que se había
logrado todo, y que era el gran momento para hacer política. Nacionalismo y
sindicalismo se aprestaron a recoger una gran cosecha. Es difícil
analizar hasta qué punto coincidían y desde qué punto diferían en su acción el
uno y el otro. La táctica de hacer cara al gobierno de la República y de
sustraerse a su obediencia les era común. En todo lo demás, tenían que entrar
en conflicto, a no ser que el gobierno catalán se sometiera mansamente a los
sindicatos.
El gobierno
catalán desconoció la preeminencia del Estado y la demolió a fuerza de
«incautaciones», pero dentro de Cataluña estaba sufriendo, a su vez, una
terrible crisis de autoridad. La invasión
sindical, más fuerte en Cataluña que en ninguna otra parte, desbordó al
gobierno autónomo. No pudiendo dominarla, aquel gobierno contemporizaba con
ella, y hasta la utilizaba algunas veces para justificar o disculpar sus
propias extralimitaciones. Por ejemplo, el
gobierno catalán se incautaba del Banco de España, para evitar que se incautase
de él la FAI.
Véanse ahora
algunas de las situaciones de hecho creadas en Cataluña: todos los
establecimientos militares de Barcelona quedaron en poder de las «milicias
antifascistas», controladas por los sindicatos. El gobierno
catalán se apropió la fortaleza de Montjuich; con qué autoridad efectiva
sobre ella, es punto dudoso. La policía de
fronteras, las aduanas, los ferrocarriles, y otros servicios de igual
importancia fueron arrebatados al Estado. La Universidad
de Barcelona se convirtió en «Universidad de Cataluña». Hasta el teatro
del Liceo, propiedad de una empresa, se llamó Teatro Nacional de Cataluña. (En él se
representaban zarzuelas madrileñas y óperas francesas o italianas.) El gobierno
catalán emitió unos billetes, manifiestamente ilegítimos, puesto que el
privilegio de emisión estaba reservado al Banco de España. Los periódicos
oficiosos de Barcelona comentaron: «Ha sido creada la moneda catalana».
También aquel
gobierno publicó unos decretos
organizando las fuerzas militares de Cataluña. Los mismos periódicos dijeron:
«Ha sido creado el ejército catalán».
Tales
creaciones, y otras más que no son un secreto, porque constan en las
publicaciones oficiales del gobierno catalán y en la prensa de Barcelona
respondían a la política de intimidación, que ya he mencionado.
Cuando esos
avances del nacionalismo iban siendo corregidos por el gobierno de la República,
un eminente político barcelonés, republicano, me decía apesadumbrado: «Si
hubiéramos ganado la guerra en tres meses, todas esas cosas habrían sido otros
tantos triunfos en nuestra mano».
Por su
repercusión inmediata en la guerra, es necesario recordar especialmente
lo que se hizo en Cataluña, durante ese período, en el orden militar y
en la industria. El gobierno
autónomo instituyó inmediatamente un ministerio de la Guerra (consejería de
Defensa), para su región. Al principio,
estuvo al frente de ese departamento, por lo menos en apariencia, un militar
profesional. Más tarde, ocupó el puesto un obrero tonelero. El ministro, o
consejero, estaba asistido por un Estado Mayor, formado en su mayoría por
oficiales del ejército. Asumieron la
dirección de las fuerzas catalanas y pretendieron organizarlas. Pocas en
número, sin cuadros, sin material, escasas demuniciones, continuaron divididas
en columnas y en divisiones según el color político de sus componentes. En realidad, la
Consejería de Defensa fue un semillero de burócratas, un hogar de intrigas
políticas. En
diciembre del 36, persona que tenía motivos para saberlo, me dijo que había 700
funcionarios para administrar unas fuerzas que en el papel no excedían de
40.000 hombres.
Rechazados
fácilmente los primeros amagos de los milicianos sobre Zaragoza; fracasada la
expedición a Mallorca; concluidas por un descalabro serio las operaciones sobre
Huesca, todo el frente de Aragón, desde los Pirineos hasta Teruel, cayó en absoluta
inacción. Se había demostrado la imposibilidad de constituir a fuerza de armas
y por derecho de conquista, la «gran Cataluña».
En marzo del 37,
el diario de Barcelona, La Vanguardia, publicó un artículo, en el que aparecía
la palabra traición, a propósito de la inactividad del frente. Me parece
exagerado. Tomar la
iniciativa era imposible. Pero es cierto que no se hacía casi nada para
remediarlo, ni se levantaban las fortificaciones necesarias para prevenirse
siquiera contra una ofensiva, que, por lo visto, parecía improbable. En general,
dominaba la creencia de que la guerra se decidiría en otra parte, lejos de
Cataluña. Sofocado en pocas horas, dentro del territorio catalán, el alzamiento
militar, y llevando sus fuerzas al interior de las provincias limítrofes, a
gran distancia de Barcelona, Cataluña había ganado su guerra.
En el frente de
Aragón no se retrocedía, en tanto que en los demás teatros de operaciones se
cosechaban desastres. Cataluña había cumplido lo que le correspondía. Su
hermosa tierra estaba libre de enemigos, y continuaría estándolo. « ¡Que hagan
en todas partes lo mismo, en vez de ir corriendo desde Cádiz hasta Madrid!»,
decía un ministro catalán. Esta situación era, para muchos, un mérito especial,
y para casi todos, un argumento justificativo de la política imperante en
Barcelona.
En los tiempos
de mayor desbarajuste, subyugado el gobierno catalán por la CNT, pactó con los
sindicatos un decreto de militarización, concediendo en cambio que ciertas
industrias serían oficialmente colectivizadas. Hubo por entonces una crisis del
gobierno catalán, y en el curso de ella, alguien propuso que los partidos y las
sindicales que estuviesen representados en el nuevo gobierno, firmasen un papel
comprometiéndose a obedecerle. Este propósito no debió de alcanzar al decreto
sobre el servicio militar, que no se cumplió. No corrieron mejor suerte otros
decretos de la misma procedencia, y su incumplimiento no se debió en todos los
casos a que los sindicatos no los aceptasen. Eran a veces de imposible
aplicación, o la opinión general no los aceptaba.
La
colectivización de industrias en Cataluña, que se fundaba originariamente en incautaciones de hecho (y en eso consistía toda su fuerza), condujo
inmediatamente a un callejón sin salida. La tesorería de las empresas
colectivizadas se agotó rápidamente. Carecían de medios para adquirir en el
extranjero primeras materias. Naturalmente, era imposible llevar los productos
manufacturados en Cataluña al territorio ocupado por el enemigo, y muy difícil
también distribuirlos por las otras provincias. Abrirse mercados nuevos en el
exterior no estaba al alcance de la buena voluntad. En ciertos ramos de la
industria, los artículos invendidos, por valor de muchos millones, abarrotaban
los depósitos. Al poco tiempo de «organizar» la producción en esa forma (sin
examinar ahora las demás condiciones en que se producía), un ministro catalán
pintaba la situación con muy negros colores: muchas fábricas tendrían que
cerrarse; doscientos mil obreros quedarían en paro forzoso... El gobierno
catalán aportaba fondos para el pago de los salarios, como si acudiese al
socorro de una calamidad pública. Un periódico barcelonés insertó este anuncio:
«Empresa colectivizada desea socio capitalista». No es verosímil que lo
encontrara.
El gobierno
catalán venía a ser el socio capitalista de las empresas a quienes necesitaba
sostener, pero un socio para las pérdidas, nunca para las ganancias, aun en el
supuesto temerario de que las hubiese habido. Exhausta su
tesorería, el gobierno catalán se volvía al gobierno de la República, para
obtener su auxilio, mediante la liquidación desuministros de material de guerra
y de gastos hechos por cuenta del Estado, y otros conceptos, que daban origen a
discusiones,compromisos y regateos muy penosos, con los que se enredaban
lascuestiones de política general, y cuya solución, cuando parecía haberse
encontrado alguna, dejaba descontentas a las dos partes.
Las industrias
adaptadas a la producción de material de guerra, estaban, en ciertos respectos,
en otra situación: teman un cliente seguro, el Estado; vendían a buen precio,
todo lo que fabricaban; el problema consistía en que fabricasen más.
El gobierno de
la República pretendía justamente requisar con arreglo a las leyes las fábricas
de material de guerra, tratar directamente con ellas para los encargos que
necesitase, y asegurarse de su buen rendimiento en calidad y cantidad. Esta cuestión,
que, en buena lógica, solamente podía suscitar dificultades de orden
administrativo y técnico, promovió desgraciadamente un problema político de
primera magnitud. El gobierno de
Cataluña se interponía entre la acción del Estado y las fábricas de
material. Según su criterio, el Estado debía tratar únicamente con el gobierno
catalán, sin ninguna intervención directa en el funcionamiento de las fábricas.
No es ahora
posible aquilatar en qué medida concurrían a sostener esa posición el gobierno
catalán y los sindicatos. En cierta
ocasión, el gobierno catalán suspendió o prohibió la fabricación de un pedido
contratado directamente por el gobierno de la República; motivo: que la
conducta sindical de la fábrica no había sido buena.
Una de las
razones que el gobierno de la República dio para trasladarse de Valencia a
Barcelona, fue que desde Barcelona removería más fácilmente los
obstáculos que se le oponían. El resultado no
debió de ser muy lisonjero, porque en septiembre del 38 se decidió a
militarizar, sometiéndolas al ministerio de la Guerra, las fábricas de
material. Los representantes de los partidos catalanes y vascos en el gobierno
de la República, dimitieron.
Se llegó a una
situación de grandísima violencia y gravedad, complicada por la crisis interna
de los partidos que sostenían al gobierno de la República, llamado de «unión
nacional», por graves faltas de tacto, y por violencias innecesarias, como si
cada cual se empeñase en perder la parte de razón que tuviera. Las
consecuencias de este conflicto no salieron a luz, porque sobrevino el desastre
militar, y todo quedó sepultado bajo los escombros.
Manuel Azaña
Causas de la Guerra de España
Capítulo VIII - Cataluña en la Guerra
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