Madrid se come al día dos mil quinientas toneladas de
víveres. No produce ni una y de fuera no le llegan diariamente más que
quinientas, porque todas las comunicaciones, menos las de Levante, están
cortadas por el ejército nacionalista. No le queda libre para el tráfico más
que la carretera, pues el ferrocarril de Valencia está también cortado por los
franquistas, a siete kilómetros de la capital, en la estación de Villaverde. El
millón de habitantes de Madrid empieza a pasar hambre.
Todavía hay algunas reservas de víveres, pero están
bajo el control de las organizaciones sindicales, que las ocultan y se resisten
a ponerlas a disposición del general Miaja, porque las quieren reservar para
sus combatientes y afiliados. Como han sido los sindicatos los que han
organizado autónomamente los batallones de milicianos, cada central sindical se
preocupa únicamente de avituallar a las fuerzas que le son adictas, y para
ello, valiéndose de los fusiles de sus mismos milicianos, se apodera
violentamente de los víveres que encuentra a mano y los defiende luego como si
fuesen de su exclusiva propiedad.
Entre la UGT y la CNT, es decir, entre marxistas y
anarquistas, se entabla un verdadero pugilato por los víveres. La lucha
política de estos dos núcleos revolucionarios se traspasa al terreno de la lucha
por los abastecimientos.
Los camiones que vienen de Levante cargados de
vituallas para Madrid son asaltados alternativamente por grupos de milicianos
anarquistas o comunistas, que se incautan de ellos en beneficio de sus
respectivas organizaciones. Esta operación de apoderarse de un camión cargado
de víveres destinados al vecindario hambriento de Madrid y llevárselo a un
sindicato, que en circunstancias normales se llamaría sencillamente robo a mano
armada, se llama en la arbitraria y caótica terminología revolucionaria,
«operación de control». ¡Los camiones «controlados», es decir, robados, son
cada vez más numerosos y el pueblo de Madrid muere de hambre mientras los
sindicatos acaparan las subsistencias!
Siguiendo el ejemplo de grandes centrales sindicales,
los comités locales de los pueblos situados en el trayecto que han de seguir
los convoyes de víveres, se apoderan también por la violencia, de los camiones,
y cada vez llegan menos subsistencias a Madrid.
La Junta de Defensa intenta vanamente defender la
comida de los madrileños contra estos salteadores de caminos. Se mandan fuerzas
disciplinadas para proteger el paso de los convoyes por las carreteras, pero
surgen inevitablemente los choquen sangrientos entre las milicias locales y las
de la Junta de Defensa. Una noche, un carabinero intenta detener un camión del
que se han apoderado los anarquistas y se coloca para ello en el centro de la
carretera, por donde lo ve avanzar, creyendo que así obligará a detenerse al
conductor. Éste aumenta la velocidad y el camión pasa por encima del infeliz
carabinero, cuyo cadáver queda abandonado en la carretera. Otras veces, los
milicianos que han «controlado» el camión, hacen fuego sobre todos los que
intentan cerrarles el paso. Se dispone entonces que para asegurar la llegada de
los camiones a su destino, viaje en cada uno un carabinero encaramado sobre la
carga, con el fusil al brazo. Pero los «incautadores» saltan al camión en plena
marcha, tiran de cabeza al carabinero y cambian el itinerario de los víveres a su
antojo.
El general Miaja decreta una dura represión contra
estos crímenes, pero no tiene fuerza bastante para cortarlos de raíz.
La escasez de víveres hace que se formen a la puerta
de las tiendas colas interminables de mujeres y chiquillos que permanecen día y
noche a la intemperie, bajo la amenaza de los bombardeos. Los comerciantes
elevan los precios de día en día y aun de hora en hora. La Junta de Defensa
acuerda fijar los precios a que han de venderse las subsistencias y se esfuerza
inútilmente por conseguir que rijan, a lo menos, durante siete días, y solo de
semana en semana puedan irse elevando.
.
Se procede a requisar todos los depósitos clandestinos
de víveres de que se va teniendo noticia. Se registran minuciosamente los
lugares evacuados, por ser zona de guerra, y todos los edificios destruidos por
las bombas, en los que pueden haber quedado abandonados algunos víveres. En el
Matadero Municipal, que se halla bajo el fuego enemigo, y entre los escombros
de la estación del Norte, destruida por la aviación franquista, se encuentran,
efectivamente, ciertas cantidades de subsistencias e incluso algunas reses
famélicas, cuyo sacrificio ayuda a los madrileños a ir soportando el hambre,
cada vez más aguda.
El encargado de esta misión es el delegado de la Junta
de Defensa, Pablo Yagüe, un obrero panadero, de treinta años, comunista, típico
revolucionario de acción, que salta audazmente por encima de todas las
dificultades que le salen al paso y que no vacila en ir a buscar los víveres
bajo el fuego de las ametralladoras enemigas, si es preciso.
En la noche del veinticuatro de diciembre, Pablo Yagüe
regresa de una de sus requisas, cuando una patrulla de milicianos anarquistas,
apostados en un control de la carretera de Valencia, intenta detenerle. El
delegado de la Junta de Defensa desdeña la conminación que le hace la patrulla
e intenta seguir adelante. Los anarquistas, expeditivos, se echan los fusiles a
la cara y le abaten, mal herido.
Se ha producido, al fin el choque previsto entre
anarquistas y comunistas que puede precipitar el triunfo de Franco.
«¡Más sangre corre en el Frente!»
El agredido es comunista; los agresores, anarcosindicalistas.
Horas después del suceso, el periódico Mundo Obrero,
órgano del partido comunista, dice que su delegado ha sido agredido
criminalmente y exige que los agresores, que se hallan detenidos, sean
fusilados. El órgano de los anarcosindicalistas, CNT, dice, por su parte, que
la culpa de lo ocurrido es del comunista Pablo Yagüe, que no quiso someterse a
un control legítimo y que, por lo tanto, no acatará el fallo de la Junta de
Defensa, estando dispuestos a rebelarse contra su autoridad.
El general Miaja mide exactamente la gravedad del
conflicto. Aquel incidente puede ser el origen de la catástrofe definitiva. El
ejército de Franco, a las puertas de Madrid, está acechando este instante
crítico.
Encerrado entre las cuatro paredes de su despacho,
Miaja, furioso, va y viene como un tigre enjaulado. Todos sus esfuerzos, todos
los sacrificios del pueblo de Madrid van a ser inútiles por un incidente
estúpido.
Los delegados de los diferentes partidos llegan
precipitadamente. Miaja, que es impetuoso y se encoleriza fácilmente, pone a
prueba sus nervios. Los delegados exaltados, frenéticos, quieren que la Junta
de Defensa se reúna en el acto para zanjar de una vez la cuestión.
—No; la Junta no se reunirá esta noche; no es
necesario. Mañana, cuando estéis más apaciguados trataremos este asunto con
serenidad —les dice Miaja imperturbable.
—¡No se puede esperar! De un momento a otro puede
surgir la lucha en las calles, entre comunistas y anarquistas.
—De eso me encargo yo; podéis ir tranquilamente a
consultar con vuestras organizaciones y a meditar antes de que tomemos una
resolución definitiva.
Conjura así el peligro de una ruptura inminente y
luego, velando por el prestigio de la autoridad, procede a decretar la
suspensión del periódico CNT por haber anunciado que no acatará el fallo de la
Junta de Defensa.
Al día siguiente, a la hora de ponerse a la venta el
periódico suspendido, el choque sangriento en las calles parece inevitable. En
los talleres de CNT los anarcosindicalistas, en
franca rebeldía, han estado trabajando y tienen
confeccionada la edición. Miaja, que lo sabe, estaba dispuesto a no consentir
que CNT se imponga por la fuerza.
Si cede, si se rinde a la amenaza de la lucha
en las calles, está perdido y con él sucumbe la Junta de Defensa, el Gobierno y
la República.
Sin vacilar un momento, envía a la imprenta de CNT
cuantas fuerzas adictas tiene disponibles, las cuales se aprestan a la batalla,
tomando estratégicamente las bocacalles y los tejados de las casas inmediatas a
la imprenta. Como los «cenetistas» parecen dispuestos a no rehuir la lucha,
ordena, incluso, que varios tanques sean traídos del frente.
Estas medidas hacen reflexionar a los rebeldes, que
antes de lanzarse a la lucha, envían una comisión de la FAI y la CNT a
entrevistarse con el general Miaja, para ver si consiguen intimidarle.
—¡Estamos resueltos! —le dicen— a lanzarnos a la lucha
armada en las calles si no se permite la salida del periódico.
—Es igual. He dicho que el periódico no se venderá.
—Nuestras Juventudes Libertarias lo venderán a todo
trance. Vendrán del frente a venderlo, si es preciso, nuestros milicianos.
¡Tenemos armas!
—Yo también. He traído del frente los tanques.
—Atacaremos a los tanques con bombas de mano. Nuestros
depósitos de bombas bastan para acabar con sus tanques. ¡Va a correr mucha
sangre!
Miaja da por terminada la entrevista avanzando hacia
los anarcosindicalistas con ademán resuelto, al tiempo que les dice apretando
las mandíbulas:
—¿Qué más da? ¡Va a correr la sangre! ¿Y qué? ¡Más
sangre corre en el frente cada día! ¿Qué queréis? ¿Qué la sangre ahogue a
todos? ¡Adelante!
Los delegados de la CNT y de la FAI salen del despacho
de Miaja convencidos de que las amenazas no bastan de que tendrán que afrontar
la lucha armada, en la que no tienen muchas probabilidades de salir
victoriosos.
Por primera vez, desde que ha estallado la guerra
civil, la autoridad de la República ha conseguido imponerse a viva fuerza.
Asamblea deliberante
A la noche siguiente, se reúne la Junta de Defensa. El
general Miaja sabe que si para evitar la lucha en las calles le ha bastado con
la firme decisión de mantener el prestigio de la autoridad apoyándose en los
tanques y las ametralladoras, para esta lucha que va a desarrollarse en el seno
de la Junta de Defensa tendrá que recurrir a otra táctica mucho más compleja y
difícil.
La Junta está compuesta por muchachos de las
juventudes revolucionarias anárquicas y comunistas. Solo han cumplido los
treinta años los dos delegados de los partidos republicanos. Los demás son
jóvenes exaltados, de mentalidad estrecha delirante, gente formada en la
rebeldía la clandestinidad. Casi todos ellos eran desconocidos en el momento en
que estalló la rebelión militar deben su prestigio a haber luchado en la sierra
desde el primer día, contra las columnas de tropas regulares los requetés
acaudillados por el general Mola.
Frente a Miaja toma asiento el secretario de la Junta,
Máximo de Dios, un mozo de veintidós años, con tipo de atleta, cara redonda
pómulos salientes, que al comenzar la guerra se fue a la Sierra con ciento
veinticinco camaradas de las juventudes socialistas, que al mando del capitán
Condés lograron contener cerca de Buitrago el avance de las tropas del general
Mola, en una lucha tan desigual que cuando, al fin, les enviaron refuerzos
desde Madrid, no quedaban ya con vida más que unos treinta.
Poco a poco van reuniéndose en el reducidísimo
despacho de Miaja todos los miembros de la Junta, que son: Santiago Carrillo,
socialista, delegado de Orden Público; Francisco Caminero, sindicalista,
delegado de Servicios del Frente; Luis Nieto, de la UGT, delegado de Abastecimientos;
Amor Nuño, de la CNT, delegado de Transportes; Lorenzo Íñigo, de las Juventudes
Libertarias, delegado de Industrias de Guerra; José Carreño, de la izquierda
republicana, delegado de Prensa y Propaganda; y Enrique Jiménez, de Unión
Republicana, delegado de Evacuación. Salvo estos últimos, uno funcionario y el
otro catedrático, todos los demás son obreros manuales o agitadores
proletarios.
El debate comienza con una proposición del
representante de las Juventudes Socialistas, Santiago Carrillo, partidario de
que la Junta de Defensa, abandonando toda preocupación jurídica y
administrativa, se erija en Convención para castigar por sí misma a los
agresores de su delegado Pablo Yagüe.
Miaja sale al paso de esta tendencia típicamente
revolucionaria. La Junta de Defensa no se convertirá en Convención. No podemos
aplicar la justicia por nuestra mano. Los agresores serán juzgados por el
tribunal popular. Si éste les condena a muerte serán fusilados, pero si éste
les absuelve, habrán de ser puestos en libertad. Ni acepta la sugestión
comunista de que la Junta se erija en Convención ni tampoco tolerará la amenaza anarcosindicalista de desacatar el fallo del Tribunal
Popular.
—Mientras yo esté sentado en esta silla —agrega— el
fallo de los tribunales será respetado pese a quien pese.
En estos momentos irrumpe en el despacho el delegado
de la CNT, Amor Nuño, que aún no había comparecido. Hace una entrada en la
Junta espectacular y amenazadora. Trae en la mano una formidable pistola
ametralladora, que esgrime mientras manotea violentamente. Miaja, sin
pestañear, le pregunta con el tono más natural del mundo:
—¿Qué te pasa?
—¡Qué me han querido quitar la pistola al entrar!
—grita furioso.
—¿Te la han quitado?
—¡No! ¡A mí no hay quien tenga valor para quitarme el
arma!
—Pues si no te han quitado la pistola y aquí no hay
nadie que tenga miedo a que tú la conserves, siéntate y escucha con
tranquilidad que estamos discutiendo seriamente y sin que nadie quiera asustar
a nadie.
El representante de las juventudes socialistas reanuda
su discurso y Amor Nuño, mohíno y desarmado por el fracaso de su espectacular
aparición, se resigna a entrar en el curso de las deliberaciones.
Los oradores se suceden; cada cual expone su punto de
vista con toda claridad, aunque mirando siempre con cierto recelo a los
delegados anarcosindicalistas, que amenazan con cortar violentamente el debate.
Miaja, silencioso, se entretiene repasándose las uñas
con una pequeña lima. Las vehemencias de lenguaje que escucha no le impresionan
gran cosa.
Poco a poco, el pleito va canalizándose. Los
sindicalistas se contentan ya con obtener una desautorización del responsable
de la orden de suspensión dictada contra su periódico.
—¿Quién ha dado la orden de suspender la publicación
de CNT? —pregunta desafiadoramente Amor Nuño.
La orden la ha dado, naturalmente, el delegado de
Prensa y Propaganda, José Carreño, un pobre republicano burgués, que es poco
menos que un fascista a los ojos de los extremistas de la FAI, las Juventudes
Libertarias y la CNT. Como éstos no pueden afrontar el choque contra el bloque
comunista y socialista, pretenden derivar su acometida contra los que
consideran más débiles; contra los republicanos. Miaja, que descubre la
maniobra, la corta con decisión.
—La orden de suspender el periódico la he dado yo. ¡Y
la mantengo!
Los delegados siguen exponiendo sus puntos de vista en
prolijos discursos, que van disolviendo en vana palabrería la ira contenida que
amenazaba con precipitar a unos contra otros. Miaja, de bruces sobre su
carpeta, los escucha pacientemente. Ha cogido un lapicero y en una cuartilla va
anotando en dos columnas encabezadas por una efe y una ce, a los que hablan en
favor o en contra de la resolución de la Junta de Defensa.
La discusión dura ya varias horas y los rebeldes, que
se ven perdidos, pretenden que se suspenda la reunión para reanudarla al día
siguiente. Miaja se opone.
—De aquí no sale nadie sin dejar este asunto
definitivamente zanjado.
Ordena que se traigan unos bocadillos para los
delegados y les obliga a continuar la discusión.
Los irreductibles esperan a que terminen los
discursos, confiando en que cuando llegue el momento de votar, se producirá el
choque personal inevitable y entonces saldrán a relucir las pistolas, no habrá
acuerdo posible y se impondrá, al fin, la voluntad de los más audaces, es
decir, de los anarquistas. Pero cuando ese momento llega y los
anarcosindicalistas se levantan amenazadoramente diciendo:
—¡A votar, a votar, basta de palabrería! —Miaja se
pone en pie rápidamente y con su cuartilla en la mano, dice con tono que no
admite réplica:
—No es necesaria la votación. Sois nueve. Seis se han
manifestado en favor de la resolución de la Junta de Defensa y tres en contra.
El asunto pasa al Tribunal Popular por mayoría de votos y el fallo será acatado
por todos. ¡Salud!
La reunión ha terminado. Son las tres de la madrugada.
Uno de los anarquistas que no se resigna a darse por vencido, cuando ya sale,
rezongando todavía, se vuelve de improviso hacia Miaja y le dice, creyendo
haber encontrado el argumento definitivo:
—¡Yo tengo aquí un periódico comunista con un artículo
que también es un desacato para la Junta de Defensa!
Miaja, harto ya, le fulmina:
—¡Si planteas ahora otro problema, me lío a puñetazos
contigo!
La República desbordada
Esta lucha entre anarquistas y comunistas es
constante, lo mismo en la retaguardia que en los frentes. Se lucha tanto o más
por la preponderancia dentro de la República, que por el triunfo de ésta. La
bandera republicana ha sido sustituida en todas partes por la bandera roja de
los comunistas o la bandera rojinegra de los anarcosindicalistas. La rivalidad
entre los batallones de uno y otro bando ocasiona choques violentísimos que
ponen en peligro el frente común. Los dirigentes de las dos organizaciones
fomentan insensatamente esta lucha, olvidándose de que a todos, lo mismo a los
unos que a los otros los fusilarían las tropas de Franco si pudieran.
Cuando en el seno de la Junta de Defensa los delegados
se acometen pretendiendo imponer la supremacía de un determinado régimen, Miaja
les sale al paso con su aplastante lógica.
—Si Madrid se pierde, ¿qué régimen creen ustedes que
imperará?
Esta consideración elemental, salida del reducido
despacho de Miaja, va ganando, poco a poco, los organismos directivos de Madrid
y llega a imponerse en la retaguardia en los frentes. Esta es la gran victoria
de Miaja. Mientras en el resto de España sigue encarnizada fatal la lucha
política, en Madrid se llega paulatinamente a una tregua, gracias no solo a los
cañones del ejército rebelde, sino a la clara visión al realismo insobornable
del general. Sin él, no hubiera sido posible.
Miaja, que no es más que militar, no piensa sino en
ganar la guerra. Su única preocupación es la República. Su único sistema de
gobierno, la disciplina, la autoridad, el sometimiento de todas las
conveniencias de partido al interés general del pueblo. Los anarquistas lo
acusan de haberse echado en brazos de los comunistas.
Es cierto. La única fuerza organizada capaz de luchar
en España contra el fascismo era el comunismo y apoyándose en él ha podido
Miaja defender Madrid. Pero el comunismo ha tenido, a su vez, que echarse en
brazos de este viejo general autoritario, burgués y nacionalista. Ni Madrid, ni
España serán nunca comunistas. ¿Puede alguien dudarlo todavía?
Manuel Chaves Nogales
La defensa de Madrid - Capitulo XIII
La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.
María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.
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