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1685. Las luchas entre anarquistas y comunistas




Madrid se come al día dos mil quinientas toneladas de víveres. No produce ni una y de fuera no le llegan diariamente más que quinientas, porque todas las comunicaciones, menos las de Levante, están cortadas por el ejército nacionalista. No le queda libre para el tráfico más que la carretera, pues el ferrocarril de Valencia está también cortado por los franquistas, a siete kilómetros de la capital, en la estación de Villaverde. El millón de habitantes de Madrid empieza a pasar hambre.

Todavía hay algunas reservas de víveres, pero están bajo el control de las organizaciones sindicales, que las ocultan y se resisten a ponerlas a disposición del general Miaja, porque las quieren reservar para sus combatientes y afiliados. Como han sido los sindicatos los que han organizado autónomamente los batallones de milicianos, cada central sindical se preocupa únicamente de avituallar a las fuerzas que le son adictas, y para ello, valiéndose de los fusiles de sus mismos milicianos, se apodera violentamente de los víveres que encuentra a mano y los defiende luego como si fuesen de su exclusiva propiedad.

Entre la UGT y la CNT, es decir, entre marxistas y anarquistas, se entabla un verdadero pugilato por los víveres. La lucha política de estos dos núcleos revolucionarios se traspasa al terreno de la lucha por los abastecimientos.

Los camiones que vienen de Levante cargados de vituallas para Madrid son asaltados alternativamente por grupos de milicianos anarquistas o comunistas, que se incautan de ellos en beneficio de sus respectivas organizaciones. Esta operación de apoderarse de un camión cargado de víveres destinados al vecindario hambriento de Madrid y llevárselo a un sindicato, que en circunstancias normales se llamaría sencillamente robo a mano armada, se llama en la arbitraria y caótica terminología revolucionaria, «operación de control». ¡Los camiones «controlados», es decir, robados, son cada vez más numerosos y el pueblo de Madrid muere de hambre mientras los sindicatos acaparan las subsistencias!

Siguiendo el ejemplo de grandes centrales sindicales, los comités locales de los pueblos situados en el trayecto que han de seguir los convoyes de víveres, se apoderan también por la violencia, de los camiones, y cada vez llegan menos subsistencias a Madrid.

La Junta de Defensa intenta vanamente defender la comida de los madrileños contra estos salteadores de caminos. Se mandan fuerzas disciplinadas para proteger el paso de los convoyes por las carreteras, pero surgen inevitablemente los choquen sangrientos entre las milicias locales y las de la Junta de Defensa. Una noche, un carabinero intenta detener un camión del que se han apoderado los anarquistas y se coloca para ello en el centro de la carretera, por donde lo ve avanzar, creyendo que así obligará a detenerse al conductor. Éste aumenta la velocidad y el camión pasa por encima del infeliz carabinero, cuyo cadáver queda abandonado en la carretera. Otras veces, los milicianos que han «controlado» el camión, hacen fuego sobre todos los que intentan cerrarles el paso. Se dispone entonces que para asegurar la llegada de los camiones a su destino, viaje en cada uno un carabinero encaramado sobre la carga, con el fusil al brazo. Pero los «incautadores» saltan al camión en plena marcha, tiran de cabeza al carabinero y cambian el itinerario de los víveres a su antojo.

El general Miaja decreta una dura represión contra estos crímenes, pero no tiene fuerza bastante para cortarlos de raíz.

La escasez de víveres hace que se formen a la puerta de las tiendas colas interminables de mujeres y chiquillos que permanecen día y noche a la intemperie, bajo la amenaza de los bombardeos. Los comerciantes elevan los precios de día en día y aun de hora en hora. La Junta de Defensa acuerda fijar los precios a que han de venderse las subsistencias y se esfuerza inútilmente por conseguir que rijan, a lo menos, durante siete días, y solo de semana en semana puedan irse elevando.
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Se procede a requisar todos los depósitos clandestinos de víveres de que se va teniendo noticia. Se registran minuciosamente los lugares evacuados, por ser zona de guerra, y todos los edificios destruidos por las bombas, en los que pueden haber quedado abandonados algunos víveres. En el Matadero Municipal, que se halla bajo el fuego enemigo, y entre los escombros de la estación del Norte, destruida por la aviación franquista, se encuentran, efectivamente, ciertas cantidades de subsistencias e incluso algunas reses famélicas, cuyo sacrificio ayuda a los madrileños a ir soportando el hambre, cada vez más aguda.

El encargado de esta misión es el delegado de la Junta de Defensa, Pablo Yagüe, un obrero panadero, de treinta años, comunista, típico revolucionario de acción, que salta audazmente por encima de todas las dificultades que le salen al paso y que no vacila en ir a buscar los víveres bajo el fuego de las ametralladoras enemigas, si es preciso.

En la noche del veinticuatro de diciembre, Pablo Yagüe regresa de una de sus requisas, cuando una patrulla de milicianos anarquistas, apostados en un control de la carretera de Valencia, intenta detenerle. El delegado de la Junta de Defensa desdeña la conminación que le hace la patrulla e intenta seguir adelante. Los anarquistas, expeditivos, se echan los fusiles a la cara y le abaten, mal herido.

Se ha producido, al fin el choque previsto entre anarquistas y comunistas que puede precipitar el triunfo de Franco.


«¡Más sangre corre en el Frente!»

El agredido es comunista; los agresores, anarcosindicalistas.

Horas después del suceso, el periódico Mundo Obrero, órgano del partido comunista, dice que su delegado ha sido agredido criminalmente y exige que los agresores, que se hallan detenidos, sean fusilados. El órgano de los anarcosindicalistas, CNT, dice, por su parte, que la culpa de lo ocurrido es del comunista Pablo Yagüe, que no quiso someterse a un control legítimo y que, por lo tanto, no acatará el fallo de la Junta de Defensa, estando dispuestos a rebelarse contra su autoridad.

El general Miaja mide exactamente la gravedad del conflicto. Aquel incidente puede ser el origen de la catástrofe definitiva. El ejército de Franco, a las puertas de Madrid, está acechando este instante crítico.

Encerrado entre las cuatro paredes de su despacho, Miaja, furioso, va y viene como un tigre enjaulado. Todos sus esfuerzos, todos los sacrificios del pueblo de Madrid van a ser inútiles por un incidente estúpido.

Los delegados de los diferentes partidos llegan precipitadamente. Miaja, que es impetuoso y se encoleriza fácilmente, pone a prueba sus nervios. Los delegados exaltados, frenéticos, quieren que la Junta de Defensa se reúna en el acto para zanjar de una vez la cuestión.

—No; la Junta no se reunirá esta noche; no es necesario. Mañana, cuando estéis más apaciguados trataremos este asunto con serenidad —les dice Miaja imperturbable.

—¡No se puede esperar! De un momento a otro puede surgir la lucha en las calles, entre comunistas y anarquistas.

—De eso me encargo yo; podéis ir tranquilamente a consultar con vuestras organizaciones y a meditar antes de que tomemos una resolución definitiva.

Conjura así el peligro de una ruptura inminente y luego, velando por el prestigio de la autoridad, procede a decretar la suspensión del periódico CNT por haber anunciado que no acatará el fallo de la Junta de Defensa.

Al día siguiente, a la hora de ponerse a la venta el periódico suspendido, el choque sangriento en las calles parece inevitable. En los talleres de CNT los anarcosindicalistas, en
franca rebeldía, han estado trabajando y tienen confeccionada la edición. Miaja, que lo sabe, estaba dispuesto a no consentir que CNT se imponga por la fuerza.

Si cede, si se rinde a la amenaza de la lucha en las calles, está perdido y con él sucumbe la Junta de Defensa, el Gobierno y la República.

Sin vacilar un momento, envía a la imprenta de CNT cuantas fuerzas adictas tiene disponibles, las cuales se aprestan a la batalla, tomando estratégicamente las bocacalles y los tejados de las casas inmediatas a la imprenta. Como los «cenetistas» parecen dispuestos a no rehuir la lucha, ordena, incluso, que varios tanques sean traídos del frente.

Estas medidas hacen reflexionar a los rebeldes, que antes de lanzarse a la lucha, envían una comisión de la FAI y la CNT a entrevistarse con el general Miaja, para ver si consiguen intimidarle.

—¡Estamos resueltos! —le dicen— a lanzarnos a la lucha armada en las calles si no se permite la salida del periódico.

—Es igual. He dicho que el periódico no se venderá.

—Nuestras Juventudes Libertarias lo venderán a todo trance. Vendrán del frente a venderlo, si es preciso, nuestros milicianos. ¡Tenemos armas!

—Yo también. He traído del frente los tanques.

—Atacaremos a los tanques con bombas de mano. Nuestros depósitos de bombas bastan para acabar con sus tanques. ¡Va a correr mucha sangre!

Miaja da por terminada la entrevista avanzando hacia los anarcosindicalistas con ademán resuelto, al tiempo que les dice apretando las mandíbulas:

—¿Qué más da? ¡Va a correr la sangre! ¿Y qué? ¡Más sangre corre en el frente cada día! ¿Qué queréis? ¿Qué la sangre ahogue a todos? ¡Adelante!

Los delegados de la CNT y de la FAI salen del despacho de Miaja convencidos de que las amenazas no bastan de que tendrán que afrontar la lucha armada, en la que no tienen muchas probabilidades de salir victoriosos.

Por primera vez, desde que ha estallado la guerra civil, la autoridad de la República ha conseguido imponerse a viva fuerza.


Asamblea deliberante

A la noche siguiente, se reúne la Junta de Defensa. El general Miaja sabe que si para evitar la lucha en las calles le ha bastado con la firme decisión de mantener el prestigio de la autoridad apoyándose en los tanques y las ametralladoras, para esta lucha que va a desarrollarse en el seno de la Junta de Defensa tendrá que recurrir a otra táctica mucho más compleja y difícil.

La Junta está compuesta por muchachos de las juventudes revolucionarias anárquicas y comunistas. Solo han cumplido los treinta años los dos delegados de los partidos republicanos. Los demás son jóvenes exaltados, de mentalidad estrecha delirante, gente formada en la rebeldía la clandestinidad. Casi todos ellos eran desconocidos en el momento en que estalló la rebelión militar deben su prestigio a haber luchado en la sierra desde el primer día, contra las columnas de tropas regulares los requetés acaudillados por el general Mola.

Frente a Miaja toma asiento el secretario de la Junta, Máximo de Dios, un mozo de veintidós años, con tipo de atleta, cara redonda pómulos salientes, que al comenzar la guerra se fue a la Sierra con ciento veinticinco camaradas de las juventudes socialistas, que al mando del capitán Condés lograron contener cerca de Buitrago el avance de las tropas del general Mola, en una lucha tan desigual que cuando, al fin, les enviaron refuerzos desde Madrid, no quedaban ya con vida más que unos treinta.

Poco a poco van reuniéndose en el reducidísimo despacho de Miaja todos los miembros de la Junta, que son: Santiago Carrillo, socialista, delegado de Orden Público; Francisco Caminero, sindicalista, delegado de Servicios del Frente; Luis Nieto, de la UGT, delegado de Abastecimientos; Amor Nuño, de la CNT, delegado de Transportes; Lorenzo Íñigo, de las Juventudes Libertarias, delegado de Industrias de Guerra; José Carreño, de la izquierda republicana, delegado de Prensa y Propaganda; y Enrique Jiménez, de Unión Republicana, delegado de Evacuación. Salvo estos últimos, uno funcionario y el otro catedrático, todos los demás son obreros manuales o agitadores proletarios.

El debate comienza con una proposición del representante de las Juventudes Socialistas, Santiago Carrillo, partidario de que la Junta de Defensa, abandonando toda preocupación jurídica y administrativa, se erija en Convención para castigar por sí misma a los agresores de su delegado Pablo Yagüe.

Miaja sale al paso de esta tendencia típicamente revolucionaria. La Junta de Defensa no se convertirá en Convención. No podemos aplicar la justicia por nuestra mano. Los agresores serán juzgados por el tribunal popular. Si éste les condena a muerte serán fusilados, pero si éste les absuelve, habrán de ser puestos en libertad. Ni acepta la sugestión comunista de que la Junta se erija en Convención ni tampoco tolerará la amenaza anarcosindicalista de desacatar el fallo del Tribunal Popular.

—Mientras yo esté sentado en esta silla —agrega— el fallo de los tribunales será respetado pese a quien pese.

En estos momentos irrumpe en el despacho el delegado de la CNT, Amor Nuño, que aún no había comparecido. Hace una entrada en la Junta espectacular y amenazadora. Trae en la mano una formidable pistola ametralladora, que esgrime mientras manotea violentamente. Miaja, sin pestañear, le pregunta con el tono más natural del mundo:

—¿Qué te pasa?

—¡Qué me han querido quitar la pistola al entrar! —grita furioso.

—¿Te la han quitado?

—¡No! ¡A mí no hay quien tenga valor para quitarme el arma!

—Pues si no te han quitado la pistola y aquí no hay nadie que tenga miedo a que tú la conserves, siéntate y escucha con tranquilidad que estamos discutiendo seriamente y sin que nadie quiera asustar a nadie.

El representante de las juventudes socialistas reanuda su discurso y Amor Nuño, mohíno y desarmado por el fracaso de su espectacular aparición, se resigna a entrar en el curso de las deliberaciones.

Los oradores se suceden; cada cual expone su punto de vista con toda claridad, aunque mirando siempre con cierto recelo a los delegados anarcosindicalistas, que amenazan con cortar violentamente el debate.

Miaja, silencioso, se entretiene repasándose las uñas con una pequeña lima. Las vehemencias de lenguaje que escucha no le impresionan gran cosa.

Poco a poco, el pleito va canalizándose. Los sindicalistas se contentan ya con obtener una desautorización del responsable de la orden de suspensión dictada contra su periódico.

—¿Quién ha dado la orden de suspender la publicación de CNT? —pregunta desafiadoramente Amor Nuño.

La orden la ha dado, naturalmente, el delegado de Prensa y Propaganda, José Carreño, un pobre republicano burgués, que es poco menos que un fascista a los ojos de los extremistas de la FAI, las Juventudes Libertarias y la CNT. Como éstos no pueden afrontar el choque contra el bloque comunista y socialista, pretenden derivar su acometida contra los que consideran más débiles; contra los republicanos. Miaja, que descubre la maniobra, la corta con decisión.

—La orden de suspender el periódico la he dado yo. ¡Y la mantengo!

Los delegados siguen exponiendo sus puntos de vista en prolijos discursos, que van disolviendo en vana palabrería la ira contenida que amenazaba con precipitar a unos contra otros. Miaja, de bruces sobre su carpeta, los escucha pacientemente. Ha cogido un lapicero y en una cuartilla va anotando en dos columnas encabezadas por una efe y una ce, a los que hablan en favor o en contra de la resolución de la Junta de Defensa.

La discusión dura ya varias horas y los rebeldes, que se ven perdidos, pretenden que se suspenda la reunión para reanudarla al día siguiente. Miaja se opone.

—De aquí no sale nadie sin dejar este asunto definitivamente zanjado.

Ordena que se traigan unos bocadillos para los delegados y les obliga a continuar la discusión.

Los irreductibles esperan a que terminen los discursos, confiando en que cuando llegue el momento de votar, se producirá el choque personal inevitable y entonces saldrán a relucir las pistolas, no habrá acuerdo posible y se impondrá, al fin, la voluntad de los más audaces, es decir, de los anarquistas. Pero cuando ese momento llega y los anarcosindicalistas se levantan amenazadoramente diciendo:

—¡A votar, a votar, basta de palabrería! —Miaja se pone en pie rápidamente y con su cuartilla en la mano, dice con tono que no admite réplica:

—No es necesaria la votación. Sois nueve. Seis se han manifestado en favor de la resolución de la Junta de Defensa y tres en contra. El asunto pasa al Tribunal Popular por mayoría de votos y el fallo será acatado por todos. ¡Salud!

La reunión ha terminado. Son las tres de la madrugada. Uno de los anarquistas que no se resigna a darse por vencido, cuando ya sale, rezongando todavía, se vuelve de improviso hacia Miaja y le dice, creyendo haber encontrado el argumento definitivo:

—¡Yo tengo aquí un periódico comunista con un artículo que también es un desacato para la Junta de Defensa!

Miaja, harto ya, le fulmina:

—¡Si planteas ahora otro problema, me lío a puñetazos contigo!  


La República desbordada

Esta lucha entre anarquistas y comunistas es constante, lo mismo en la retaguardia que en los frentes. Se lucha tanto o más por la preponderancia dentro de la República, que por el triunfo de ésta. La bandera republicana ha sido sustituida en todas partes por la bandera roja de los comunistas o la bandera rojinegra de los anarcosindicalistas. La rivalidad entre los batallones de uno y otro bando ocasiona choques violentísimos que ponen en peligro el frente común. Los dirigentes de las dos organizaciones fomentan insensatamente esta lucha, olvidándose de que a todos, lo mismo a los unos que a los otros los fusilarían las tropas de Franco si pudieran.

Cuando en el seno de la Junta de Defensa los delegados se acometen pretendiendo imponer la supremacía de un determinado régimen, Miaja les sale al paso con su aplastante lógica.

—Si Madrid se pierde, ¿qué régimen creen ustedes que imperará?

Esta consideración elemental, salida del reducido despacho de Miaja, va ganando, poco a poco, los organismos directivos de Madrid y llega a imponerse en la retaguardia en los frentes. Esta es la gran victoria de Miaja. Mientras en el resto de España sigue encarnizada fatal la lucha política, en Madrid se llega paulatinamente a una tregua, gracias no solo a los cañones del ejército rebelde, sino a la clara visión al realismo insobornable del general. Sin él, no hubiera sido posible.

Miaja, que no es más que militar, no piensa sino en ganar la guerra. Su única preocupación es la República. Su único sistema de gobierno, la disciplina, la autoridad, el sometimiento de todas las conveniencias de partido al interés general del pueblo. Los anarquistas lo acusan de haberse echado en brazos de los comunistas.

Es cierto. La única fuerza organizada capaz de luchar en España contra el fascismo era el comunismo y apoyándose en él ha podido Miaja defender Madrid. Pero el comunismo ha tenido, a su vez, que echarse en brazos de este viejo general autoritario, burgués y nacionalista. Ni Madrid, ni España serán nunca comunistas. ¿Puede alguien dudarlo todavía?


Manuel Chaves Nogales
La defensa de Madrid - Capitulo XIII



La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.

María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.











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