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1707. Los cinco exilios del 36 al 39



Durante la Guerra Civil de 1936 a 1939, al compás de las vicisitudes de los acontecimientos bélicos, se produjeron cinco movimientos migratorios de desigual envergadura pero siempre muy dramáticos.

El primero de todos ellos se produjo el verano de 1936 al caer Guipúzcoa en poder de los sublevados. En los primeros días de septiembre cayó Irún tras una resistencia desesperada. Las tropas de Franco entraron en una ciudad abandonada por sus habitantes e incendiada por sus defensores. Ese día comenzó el primero de los éxodos que sufriría el pueblo español en esos tres fatídicos años. Miles de mujeres, niños y ancianos, atravesaron la frontera llevando consigo algunos enseres. San Sebastián caería pocos días después, el 15 de septiembre por la tarde. Cuando entraron los franquistas la mayoría de la población había evacuado la ciudad.

De 15.000 a 20.000 españoles vascos huyeron a Francia. Muchos lo hicieron por mar desembarcando en San Juan de Luz y en Bayona. A los pocos días de su huida unos diez mil de esos refugiados regresaron a la zona republicana, por Cataluña. Unos pocos regresaron a la misma Guipúzcoa donde habían quedado sus familias. Quedaron en Francia como refugiados de guerra unos cinco mil.

El segundo de los exilios republicanos afectó ya a unas 125.000 personas. Se produjo a raíz de la victoria de las tropas franquistas en el Frente Norte entre los meses de marzo a octubre de 1937. A la caída de Bilbao (19 de junio), Santander (26 de agosto) y Asturias (Gijón fue tomada el 27 de octubre), se produjo una fuerte desbandada hacia Francia. Se calcula que dos tercios de los fugitivos procedían del País Vasco.

La mayoría de los españoles evacuados a lo largo de 1937 permanecieron en Francia solamente unos días o varias semanas. Las autoridades francesas les estimulaban a que regresasen a España, a la zona de su elección, lo que muchos hicieron. Una parte de ellos, sin embargo, permaneció en Francia o fueron llevados a otros países europeos o a América hacia donde embarcaron a finales de octubre de 1937 pequeños grupos de vascos en edad militar.

La tercera fase de exiliados se refiere a los que por distintos medios de evasión o amparados por la representación diplomática de algunos países consiguieron refugiarse en Francia o en Portugal o en Gran Bretaña. Se calcula que a lo largo de 1936, 1937 y 1938 salieron no menos de 40.000 personas. La mayoría de ellos eran huidos de la zona republicana. Entre ellos figuran algunos célebres escritores que, de una u otra forma, terminaron dando su apoyo a Franco, al menos en aquella coyuntura bélica. Los casos de Ortega y Gasset, Marañón, Pérez de Ayala, Pío Baroja -que pasó una noche aciaga, detenido por los carlistas-, Azorín o Wenceslao Fernández Flórez, fueron paradigmáticos.

Ortega y Gasset había sido firmante, junto con Marañón y Pérez de Ayala, en el año 1931, del Manifiesto al Servicio de la República. Sin embargo pronto apareció como el primer desertor prestigioso del régimen republicano al publicar su célebre artículo «Un aldabonazo» en el que formulaba aquella frase «no es esto, no es esto». Iniciada la guerra, Ortega se había refugiado en la Residencia de Estudiantes de Madrid, lugar que consideró más seguro que su propia casa o las de sus familiares o amigos. A finales de julio de 1936 consintió firmar una nota de adhesión a la República que apareció en el ABC, pero se negó a hablar por Radio América como le habían solicitado. A raíz de ese episodio comenzó a decirse en los periódicos que la filosofía de Ortega había inspirado al fascismo y a José Antonio Primo de Rivera. En cuanto pudo, Ortega huyó a Francia vía Valencia. Llegó a Marsella y tras breve estancia en Grenoble se instaló en París. La República le destituyó de su cátedra de Madrid.

Marañón, al estallar la guerra, fingió un radicalismo izquierdista del que nadie sospechó. Se afilió a la CNT, hizo encendidas proclamas obreristas por radio y preparó la evacuación de intelectuales hacia Valencia. En cuanto pudo, dejó Madrid, en las Navidades de 1936, y se pasó a Francia donde siguió haciendo declaraciones, ahora crecientemente simpatizantes con el caudillo.

Ramón Pérez de Ayala consiguió salir de Madrid en septiembre de 1936, protegidos él y su familia por la Embajada británica. A finales de ese año se instaló en París. En junio de 1937 escribió a Franco ofreciéndole sus servicios. Más tarde, en 1938, se instaló en Londres.

Azorín logró salir de Madrid en agosto de 1936. También se estableció en París donde vivió aislado. En enero de 1939 escribió un «memorial» a Franco en el que le proponía la celebración en París de una Conferencia -para cuya presidencia proponía a Marañón-, que sirviera de aglutinante y cauce para reintegrar a la patria a los intelectuales exiliados. La carta fue interceptada por Serrano Súñer que escribió a Marañón aconsejándole que se desentendiera de «gentes que no pasan por un sincero arrepentimiento de sus errores políticos».

Don Pío Baroja, que el 18 de julio había salido de su casa de Vera de Bidasoa con un amigo médico para acercarse a un pueblo cercano, fue detenido por los carlistas. Estuvo detenido una noche y según su testimonio quisieron matarle allí mismo. Le sacó el coronel Martínez Campos, duque de la Torre. En cuanto recuperó la libertad se pasó a Francia y se instaló en París. Allí fijó su residencia en el Colegio de España, en la Ciudad Universitaria. Tenía 64 años. Su vida en París fue triste y solitaria, como la de Azorín. En el prólogo de Aquí París lo expresa: «Yo he pasado parte de la vejez en el extranjero, muchas horas solo, no teniendo más entretenimiento que mirar por la ventana a la calle, a una carretera o a un descampado». Baroja, desde mediados del 1937 buscó un salvoconducto para regresar a Vera de Bidasoa. Lo consiguió y regresó en septiembre de 1937.

Más tarde, la actitud de estos escritores ante el franquismo fue diversa. Reintegrados todos ellos a España durante la dictadura, Ortega y Pío Baroja mantuvieron una actitud distante con el régimen. Con todo, la trayectoria cívica de estos intelectuales contrastó con la nutrida nómina de escritores, filósofos, profesores, músicos y profesionales de diversas disciplinas que se mantuvieron fieles a la República y se negaron a realizar componendas con la España de Franco: Max Aub, Sender, Alberti, Moreno Villa, Picasso, Pau Casals, Bosch Gimpera, Bacca, Altolaguirre, Corpus Barga, Barea, Mercé Rodoreda, Cernuda y un larguísimo etcétera. Su exilio supuso una verdadera mutilación cultural, a la que me referiré más adelante.

De marzo a junio de 1938 se produjo la cuarta oleada de exilios con ocasión de la caída del frente de Aragón tras la batalla del Ebro. En total pasaron la frontera hacia Francia unos 25.000 hombres casi todos ellos combatientes que una vez en Francia decidieron en su mayoría volver a la España leal por Cataluña para proseguir la lucha. El número total de refugiados españoles en Francia a finales de 1938 ascendía a algo más de 40.000, según las más recientes estimaciones.

Pero fue el éxodo de medio millón de españoles, soldados y población civil, entre enero y febrero de 1939, al ocupar el ejército de Franco Cataluña, el que ofreció las trágicas imágenes de la mayor hecatombe de la historia de España. Los que buscaron refugio en Francia fueron no solamente los soldados y oficiales del ejército de la República, funcionarios del Gobierno, dirigentes políticos y sindicales, obreros y profesionales de todo tipo, sino también en muchos casos, sus familiares, ancianos, mujeres y niños.

Huían aterrados por las atrocidades cometidas por los franquistas vencedores, atrocidades que circulaban de grupo en grupo. La toma de Barcelona y la implacable represión provocó el pánico en las poblaciones. Les llegaban noticias del matadero del Llobregat donde la división mandada por el general Yagüe había ametrallado a quinientos civiles.

La fila de fugitivos cubría kilómetros y kilómetros. En todas las carreteras que llevaban al norte podía verse la misma riada. Interminables filas de soldados harapientos, de mujeres desoladas, de ancianos taciturnos, de niños abatidos por la fatiga, de heridos y mutilados. Entre la Jonquera y Le Perthus la carretera estaba embotellada por millares de coches, camiones, camionetas, tartanas, caballos, que se abrían paso entre una muchedumbre extenuada.

Los refugiados caminaban lentamente. Llevaban consigo lo que habían podido salvar precipitadamente de sus hogares abandonados, fardos improvisados, viejas maletas. La mayoría iban envueltos en mantas para protegerse del frío. Reinaba un grave silencio, roto únicamente por el ruido de los aviones alemanes e italianos que se acercaban volando a baja altura para ametrallar y bombardear a la muchedumbre. Los franquistas no sólo querían la victoria, que ya habían conseguido, sino aniquilar a los rojos. El periódico francés Le Midi socialiste del 29 de enero informaba que 17 niños habían muerto entre Barcelona y Figueras como consecuencia de esos ametrallamientos de la aviación franquista.

El ejército nacional avanzaba ocupando los últimos reductos de Cataluña. Los republicanos, agotados y sin municiones, se limitaban a plantear algunos combates esporádicos con el objetivo de retardar el avance del ejército de Franco y proteger la retirada.

Las carreteras que llevan a Francia estaban cada día más atestadas de todo tipo de objetos: armas, automóviles, ambulancias, bicicletas, animales, que los republicanos intentaban pasar a Francia para que no cayeran en poder de los nacionales. El avance resultaba lento y difícil.

La acogida dispensada a los refugiados españoles por las autoridades y el pueblo francés tuvo altibajos y ambivalencias que describe de manera muy documentada la historiadora francesa Geneviève Dreyfus-Armand.

En estos últimos años siguen apareciendo testimonios escritos de algunos supervivientes de aquel terrible éxodo, españoles que ya con setenta u ochenta y tantos años quieren dejar constancia de cómo fue aquella trágica odisea que vivieron y de sus estados de ánimo en aquellos aciagos momentos. Son testimonios valiosos que permiten reconstruir con fidelidad lo ocurrido. La reproducción de algunos pasajes de sus testimonios ayuda a hacerse una idea bastante precisa de lo que fue aquel grave desgarrón, uno de los episodios más traumáticos en la historia de nuestro país.

Uno de aquellos soldados republicanos fugitivos, Esteban R. Pamies, hoy residente en Nueva York adonde le condujo su largo y movido exilio, ha publicado en 1994 en aquella ciudad norteamericana el libro autobiográfico La importancia de un hombre sin importancia en el que hace una pormenorizada descripción de su cruce de los Pirineos:

Al llegar a la provincia de Gerona, los aviones enemigos se acostumbraron a barrer o ametrallar los convois (sic) que desfilaban por las carreteras. Esteve recuerda la ciudad de Figueras como la última etapa de su peregrinación sobre asfalto. Allí perdió su maleta entre carretas, autocares y bicicletas y muertos que yacían a su alrededor.

Al renacer la calma, se escuchaban gritos de dolor y de espanto que surgían del fondo de unas cunetas repletas de heridos y mutilados indefensos. En los momentos cruciales de una retirada global y desorganizada, no hay médicos ni ambulancias que se presten para auxiliar a los desvalidos.

El temor de caer prisionero, el miedo a ser rechazado en la frontera, el egoísmo que se respira entre miles de fugitivos que parecen competir a quién llega primero, todo influye en la ansiedad del que escapa sin mirar para atrás...

Entre resbalón y caídas, aquella muchedumbre seguía penosamente su único itinerario anhelado por todos. Unos, vestidos con uniformes andrajosos. Otros, con sus ropas habituales de paisano, campesino, citadino o aldeano, se movían como una avalancha desorientada por carreteras, caminos, trillos y también escalando montañas o bordeando lagos y ríos. Había niños, ancianos, mujeres embarazadas, heridos malcurados, mutilados de guerra y moribundos desatendidos.

Aquellos panoramas deplorables incitaban a cuidar y ayudar a los inválidos impotentes de seguir adelante por la carencia de transportes.

La impresión que causaba aquel desbarajuste a los leales, no era compartida por los aviadores nacionalistas, pues que estos gozaban ametrallando y aniquilando los pobres indefensos «rojos». Este apodo, generalizado entre franquistas, fue un despectivo renombre que ensuciaba intencionalmente a todos los sanos republicanos que defendieron heroicamente su patria legal contra los golpistas aristocráticos y clericales.

Cuando ya se hallaba el joven soldado Esteban R. Pamies en suelo francés experimentó sentimientos que cincuenta años después seguía recordando:

De pronto, retumbó un trueno proveniente de la zona española. Todos miraron hacia atrás con tristeza. Detrás de aquellas imponentes montañas se luchaba todavía y se morían españoles nobles y fieles a sus ideales. Los muchachos se hallaban en una zona libre (Francia), pero huraña y extraña. Aquella seguridad vital acusaba a la conciencia de cada uno como reprochando la deserción y el abandono de sus compatriotas.

Bajando la cabeza para esconder las lágrimas, aquellos corazones lloraron nostálgicos por la primera vez. Sus hogares, familias, amistades y amores permanecían en sus puestos valerosamente, mientras que ellos habían huido de la vengativa rabia enemiga.

Aquella tierra santa seguiría persiguiéndoles mientras vivieran afuera. Todos confiaban en volver pronto a su terruño y mentalmente se repetían para consolarse: «volveremos muy pronto».

Los pobres ignoraban que el Generalísimo se mantendría cuarenta años en el poder.

Otro de aquellos fugitivos era Eulalio Ferrer. Tenía entonces 19 años y era oficial del Ejército derrotado. En 1988 publicó el diario que escribió por aquellos días, en el que da testimonio de su emocionado encuentro en la plaza de Banyuls con Antonio Machado y su madre:

Nuestra retirada, desde Figueras, nos había conducido a Port-Bou el 5 de febrero de 1939. La evacuación a Francia ya estaba iniciada. Se asaltaban los camiones y los depósitos de víveres. Millares y millares de gentes en fuga. La ira y el pavor se confundían en los rostros. Jefes y soldados, mujeres y niños. Caravanas interminables de coches. Armas por doquier, cañones, ametralladoras, fusiles, tanques dinamitados. El túnel fronterizo fue el refugio general. Alcanzamos un vagón para dormir y esperar nuestro turno de salida.

Me he hermanado con Luis Cillán, compañero de guardia en el castillo de Figueras. También es capitán y socialista. Madrileño de pura cepa. Es seis años mayor que yo y yo le veo con cierto respeto. Atesora una experiencia que a mí me falta. Me atrae su vida aventurera y su confianza en el futuro, liberados por completo de la guerra. He conseguido provisiones para el viaje: galletas y carne enlatada. Andamos lenta e incansablemente. A primeras horas del 7 de febrero pisamos tierra francesa. Entregamos nuestras pistolas que hacen pirámide con otras. Tropas francesas distribuidas a todo lo largo de la cordillera divisoria. Junto a la bandera gala, la republicana. Muchos se cuadran ante ellas. Otros, lloramos por dentro en el choque silencioso de las miradas. Una idea nos obsesiona y puede más que las demás: ¡la guerra ha terminado! Pero sus canciones nos siguen cargadas de ecos melancólicos. Suenan a despedida. Pasamos Cerbere y acampamos en Banyuls. En la placita del pueblo, sentados en un banco, Luis descubre a Antonio Machado y a su madre. Nos miran con gratitud cuando les hablamos. Nos han prometido que vendrán a recogernos, dice don Antonio. Pero nadie sabe nada de nada. Observa mi capote militar y se lo entrego impulsivamente, como si así quisiera rendir homenaje a este gran poeta que tanto admiro. Lo junta a la manta que cubre los dos cuerpos, necesitados de más abrigo. Alguna palabra musitan, pero sólo percibimos la luz que pasa de unos ojos a otros, patéticamente tristes, buscando la tranquilidad de la despedida. Andando sobre la carretera llegamos a Port-Vendres. El éxodo congestiona el lugar.

Me impresiona el cuadro de unos mutilados de guerra que piden angustiosamente espacio en un camión. Se acerca uno de los carabineros españoles mezclados con pilotos de aviación y los recogen. En otro nos hacen sitio a nosotros y seguimos adelante. ¿Adónde? A este campo de Argelés-sur-Mer. Luis Cillán se niega a entrar y huye. Yo no puedo seguirle porque me atrapan los gendarmes franceses y quedo dentro de un círculo de cientos más. Se nos conduce al otro lado de las alambradas. Allí nos esperan soldados senegaleses con bayoneta calada y gesto feroz, gritándonos: allez... allez... allez! Con nuestros macutos al hombro, nos formamos en grupos de ocho a diez. Trato de escaparme, pero fracaso una y otra vez. Hay alambradas por doquier. Nos llaman con silbatos y se forman filas para recibir pan. Largas filas que se dispersan y amontonan, según se reparten porciones de pan que no llegan a todos.

Al cambiar de fila me encuentro con el paisano Alfonso Orallo y le pregunto por mi padre. Me lleva a otro grupo cercano y allí lo abrazo. Está desde el día anterior en el campo y le siento muy decaído, sin saber nada de mi madre y hermanas. Le beso con cariño estrechándolo fuertemente. Para un hombre de su sensibilidad, forjado en el idealismo, el espectáculo que nos rodea tiene que sobrecogerle. Los pedazos de pan se lanzan desde los camiones de reparto y se disputan por la ley de la fuerza y de la habilidad, que no reconoce escrúpulos morales. Animo a mi padre y le prometo no separarme de él, lo que le tranquiliza. Estar juntos, compartiendo y desafiando los momentos más sombríos de nuestra vida, ha sido no sólo un bien para los dos, sino una satisfacción para mí en el cumplimiento de las obligaciones filiales.

Salvador Ric Darné también fue uno de aquellos jóvenes combatientes republicanos que vivió aquel éxodo. Actualmente reside en Santa Cruz (Bolivia). Cumplidos los ochenta años ha publicado recientemente en aquella ciudad boliviana el libro Las patrias del exilio en el que narra sus vicisitudes de exiliado. Reproduzco su narración del cruce de la frontera y del internamiento en el campo de concentración francés en aquel trágico invierno de 1939:

Era el 13 de febrero de 1939. En ese día cumplía yo 26 años. Los montes Pirineos catalano-franceses estaban cubiertos por la blancura del invierno y las altas cumbres por las nieves eternas. Formando un medio círculo de espaldas a la línea fronteriza con Francia, unos dos mil efectivos de las diezmadas fuerzas republicanas españolas esperábamos órdenes superiores para iniciar el paso de la frontera o dejarnos aniquilar por los regimientos bien armados de Franco. La protección de la concentración fue confiada a mi sección de ametralladoras, con las dos únicas que me quedaban después de la batalla del «Mont Sec». Con la sola dotación de una cinta de 250 municiones cada una, ya bien avanzada la tarde, con el viejo fusil al hombro y sin balas en la cartuchera, iniciamos el descenso hacia la democrática Francia, la que aplicando la política de «No intervención de los claudicantes de Munich», paralizó en la frontera con España, en la población de Cerbére, largas columnas de vagones de ferrocarril cargados con material de guerra con destino a la República, dejando a ésta sin posibilidad de hacer frente a las tropas del caudillo, armadas por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini.

En interminable fila india emprendimos el descenso de los Pirineos hacia el primer pueblo francés de Prats de Molló al fondo del valle. Fuimos pasando frente a un piquete de la Gendarmería francesa para ser registrados y hacer entrega de nuestros fusiles mauser, los que nos habían acompañado durante cerca de tres años como lanza del viejo Quijote arremetiendo contra los molinos de viento.

Dejar el arma para un soldado era como perder parte de su propia persona; con el fusil en la mano aún podíamos sentirnos hombres libres, al abandonarlo pasábamos a ser exiliados sin patria ni derechos humanos, sujetos a la mediocridad de los políticos internacionales incapaces de ver el avance de los fascistas en toda Europa. Como a simples muñecos de trapo, ahora con la verdad, pero sin el fusil al hombro, nos estábamos enfrentando a un mundo peligroso, pues dementes políticos nos llevarían a una de las guerras mundiales más sangrientas y destructivas en la historia de la humanidad.

En correcta formación militar pasamos por las calles de Prats de Molló bajo la desconfiada mirada de los franceses, influenciados por una prensa estúpidamente reaccionaria, antinacional, que sólo servía para acrecentar el poder expansionista de Alemania.

Ya bien entrada la noche, nos llevaron a lo que sería nuestro primer campo de concentración, unas hectáreas de pasto para el ganado, con manchas de nieve deshaciéndose en aguanieve, lo que anunciaba la llegada de la próxima primavera. Chapaleando entre el barro, bajo una persistente llovizna, con frío y hambre, pasamos los primeros días empapados hasta los huesos.

Cuando nos dimos cuenta de que nuestra permanencia en esta ciénaga sería por tiempo indefinido, empezamos  la construcción de toda clase de chocitas con bloques de tierra y pasto, algo parecido a los adobes, los que una vez terminados eran utilizados para las paredes; el techo lo hacíamos con ramas de árboles que bordeaban el cercano riachuelo.

Aunque precarias, las construcciones nos sirvieron para no dejar el cuerpo en aquel espacio de nuestro primer campo de concentración. Al parecer, en la Francia de los derechos del hombre se podía morir de pulmonía, de diarrea, devorado por piojos o pateado por un caballo desbocado, espantado al habérsele robado la paja en que dormía Pedro o Juan, pero no de hambre, ya que al siguiente día de nuestra llegada se nos repartió unos panes de unos tres o cuatro kilos cada uno, que fueron entregados a los jefes de cada unidad para fraccionarlos de a quinientos gramos por persona.

La organización del campo para el reparto del pan, y más tarde del «rancho», fue trabajo bastante fácil, debido a que la mayoría procedíamos de las mismas unidades y habíamos pasado la frontera juntos, mayormente los de la 26.ª división con mi compañía de ametralladoras.

Los primeros días pasados aquí fueron los peores, tanto moral como materialmente. Mientras duró la guerra, había el ánimo de soportar cualquier sufrimiento producto de lo inhumano de una contienda civil: los bombardeos de los fiat italianos o los messerschmitt alemanes, o también el hambre, pues se comía lo que se podía, o no se comía. La familia uno sabía que la tenía en España, pero ahora en un país extranjero, pisando barro con una mezcla de excrementos secos de ganado, era otra cosa; no había esperanza en nada, por lo que algunos, no pudiendo soportar la humillación de la vida en este campo y con el pensamiento en el hogar, huían al amparo de la noche para no sentir vergüenza por el abandono de sus compañeros, pero decididos, eso sí, a cruzar la frontera, tal vez para realizar trabajos forzados en las compañías de trabajadores de Franco, ir a la cárcel o enfrentar el piquete de fusilamiento. Muchos cayeron en la trampa de las promesas de que habría actos de clemencia y que se terminarían las matanzas, pero el fanatismo nacionalista no tenía límites, desatándose la más brutal represión contra un ejército vencido.

Finalmente hay que hacer referencia a las aproximadamente 12.000 personas que se encaminaron al exilio saliendo de puertos del Levante hacia los puertos de África, o por avión, los últimos días de la guerra, finales de marzo de 1939. Una de las refugiadas de esta última fase, María Lecea, actualmente residente en Málaga tras haber sido durante varias décadas profesora de español en Pekín, ha contado recientemente cómo fue la salida del último barco que zarpó del puerto de Alicante, el Stanbrook, en el que ella consiguió salir junto con su marido:

Yo tenía entonces 17 años recién cumplidos. Nosotros salimos en el último barco que zarpó del puerto de Alicante el 28 de marzo. Se quedó mucha gente en el puerto esperando más barcos que no llegaron y fue allí donde hicieron prisioneros a muchos soldados que iban llegando en camiones y que luego trasladaron al campo de concentración de Albatera. Yo subí al barco y me puse en la proa porque estaba llenísimo. Era un barco parece ser de capitán griego, un poco raro. La República había pagado por él para poder salir. Estaba llenísimo, hasta las cofas, las tres bodegas llenas de gente hasta tal punto que el capitán dijo que como hubiera marejada volcábamos.

Yo estaba pensando bajarme por una cuerda si mi marido no llegaba, porque resulta que a mi marido le había detenido la Junta de Casado y había el peligro de que llegaran las tropas franquistas que ya estaban entrando en Alicante. Afortunadamente iban soltando de la cárcel a poquitos, de a dos, de a tres, y a él con dos mujeres que fueron a los últimos que soltaron y llegó corriendo directo desde la cárcel. Yo le vi llegar. Él no me veía, pero oyó mi voz que le llamé.

Subió al barco, que ya estaba levantando la escala, y hasta que llegó donde yo estaba, el barco estaba llenísimo, tardó mucho, porque estaba toda la gente apretujada y apenas nos podíamos sentar, íbamos de pie en cubierta. Y luego empezaron a disparar, ya habían tomado las baterías de costa. Caían los obuses al agua, formaban surtidores y el capitán iba zigzagueando. Así salimos.

El capitán se enteró por la radio que buscaban este barco porque iban en él militares de alto rango e incluso yo creo que venían en el barco dos ministros de la República, en fin, que iban a mandar barcos de guerra a nuestro encuentro porque sabían que nos dirigíamos a Orán. Entonces el capitán del barco cambió de rumbo y de pronto oímos un gran revuelo: que nos traiciona, que nos lleva a Baleares. Él había puesto rumbo a Baleares para despistar y luego fue como hacia Italia. Pero se metieron allí unos cuantos militares a decirle, qué hace usted, dónde nos lleva, nos lleva con los franquistas. Él lo explicó. Y en vez de ir a Orán, llegamos a Argel. Y allí no nos quisieron admitir.

El capitán griego cambió varias veces de bandera, ponía la inglesa o la francesa o cualquiera, porque hacía todo esto para despistar. Y un viaje que tenía que haber sido de unas horas, pues duró bastante, pasamos la noche en cubierta, además llovía y nos cubríamos con una lona que sosteníamos con la muleta de uno que estaba herido. Nosotros, como éramos jóvenes, íbamos cantando y con la ilusión de volver pronto. Ilusos. Total que llegamos a Argel. No nos aceptaron allí y el barco siguió por la costa rumbo a Orán. Y allí nos dejaron en el muelle del carbón con la bandera amarilla de la peste, porque es verdad que venía gente herida y enferma, pero, en fin, tampoco la peste. Allí nos dejaron en el muelle del carbón. Entonces venía la gente en pequeños barcos porque en Argelia había emigrados de antes, muchos alicantinos, y venían a buscar a sus parientes y traían comida y agua, y si no encontraban a sus parientes, nos la daban.

Y al fin nos dejaron bajar a las mujeres. Ya no me acuerdo cuánto tiempo pasamos allí. Creo que las mujeres y los niños, poco. Nos dejaron bajar y nos llevaron a una antigua cárcel, muy mala, ya inservible. De allí no nos dejaban salir a la calle. De noche cerraban las celdas, que eran de veinte o treinta presos, durmiendo ahí en colchonetas rellenas de paja en el suelo, comiendo rancho y mucho pan, el buen pan francés.


Félix Santos









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