He sido escritor público a lo largo de toda mi vida. Empecé a publicar textos de mi pluma en mis años de adolescente y casi me atrevería a decir que desde mi infancia, y en ello he perseverado hasta ayer mismo, aunque mejor dicho, en verdad, hasta el día de hoy, cuando tengo la esperanza de alcanzar a cumplir la edad de cien años. Sin embargo, soy un escritor anómalo, en el sentido de que esa principal e incesante actividad mía se ha desarrollado sin profesionalidad, esto es, sin que yo haya hecho de ella mimodus vivendi. Lo cual ha permitido que mis relaciones con la industria editorial, sin que faltaran a veces los desencuentros y algún enojo, hayan discurrido desde el comienzo de modo apacible y generalmente amistoso. A tal resultado ha contribuido sin duda un factor de buena suerte. En efecto, terminé de redactar una primera novela cuando sólo tenía diecinueve años y, siendo no sólo novato sino también totalmente impecune, carecía de perspectivas de verla publicada, una señora amiga de casa pidió a un su pariente, el exitoso autor teatral Guillermo Fernández-Shaw, que leyese el original, y este celebrado autor tuvo la generosidad de ofrecerse a pagar la impresión del libro; y enseguida, por si fuera poca mi fortuna, el libro fue comentado con benévolo aplauso en el diario El Sol por el más acreditado crítico de entonces, Enrique Díez-Canedo (era el año 1925); de esta manera el joven autor que era yo quedó ingresado de golpe en la república de las letras.
Vendría pronto la época de la renovación
vanguardista. Fue ésta una época de gran brillantez para la cultura española.
Todavía estaba en su actividad la espléndida generación innovadora del 98;
Ortega y Gasset había irrumpido ya en la vida nacional acompañado por un nuevo
grupo de literatos del más alto nivel; y por debajo, continuaba actuando un
numeroso conjunto de escritores más o menos estimables que gozaban de
popularidad, viniendo todo ello a coincidir con una profunda renovación de la
vida nacional, sometida pronto a una crisis de sus instituciones políticas con
el consiguiente cambio de régimen. Pero, según iba diciendo, surgió entonces un
grupo de jóvenes poetas, narradores, músicos y artistas plásticos -la gente de
mi grupo, que recibió el nombre de generación del 27-, dentro de la cual me fue
dado desempeñar también mi propio papel personal, publicando varios escritos
concebidos y redactados dentro del espíritu de la vanguardia. Fueron ediciones
muy cuidadas, muy bien recibidas por el no tan escaso público minoritario de
aquellos días, y hoy deseadas, buscadas y atesoradas por los coleccionistas;
entre ellas, quisiera mencionar algunos de los títulos de los que yo mismo era
autor: El boxeador y un ángel, Cazador en el alba e Indagación
del cinema, exponentes claros, ya desde su propia cubierta, de una
renovadora visión del mundo.
Conviene hacer notar aquí que el
desarrollo de la actividad cultural española, así renovada, coincide de un modo
muy significativo con movimientos parejos, simultáneos, surgidos en los
diferentes países de la América hispánica, cuya historia intelectual no puede
echarse en olvido. Fue una época de intercomunicación, de sintonía, entre los
grupos intelectuales jóvenes y los de quienes en España nos esforzábamos por
descubrir caminos estéticos todavía inéditos: un esfuerzo de apertura hacia el
exterior y, mejor aún, de recepción recíproca desde todas partes. Cuando quiere
entenderse bien lo que ocurre en el terreno de la cultura, no se puede
prescindir del contexto político-institucional y, más ampliamente, del
histórico-social, que imponen su marca y modulan las iniciativas de los grupos
activos. Por supuesto, no es ésta la oportunidad de establecer alguna precisión
que aclare lo dicho. Me limitaré, por tanto, a invocar el recuerdo de la famosa
polémica sobre "el meridiano intelectual" suscitada por una
imprudencia de Guillermo de Torre en La Gaceta Literaria en
relación con la revista argentina Martín Fierro, tan fraternal
ésta sin embargo para nosotros. Vivíamos los jóvenes en una atmósfera de
felicidad cultural frente a un porvenir que se nos antojaba despejado y muy
prometedor. Tal atmósfera estaba alimentada por un conjunto de iniciativas
editoriales -conjugadas a ambas orillas del océano- en cuyo desarrollo
participábamos con entusiasmo los nuevos escritores de mi generación. Por
cuanto se refiere a España, baste recordar la mencionada Gaceta
Literaria, para no hablar de la espléndida y por entonces muy
respetada Revista de Occidente, debiéndose también hacer
mención de la famosa CIAP (Compañía Iberoamericana de Publicaciones), empresa
de dudosa catadura y de no menos dudosa gestión. Por cierto que mi buen amigo
Esteban Salazar y Chapela tuvo la chance de participar en
aquella manipulación editorial, y lo hizo con intención óptima y bien
agradecida por sus amigos. En suma, quiero hacer notar también que durante
aquel periodo de nuestra historia cultural traducíamos aquí en seguida todo lo
más importante que aparecía publicado en el mundo, de modo tal que los lectores
españoles podían estar al tanto de las novedades surgidas en diversos países, y
ello con una apertura de intereses no igualada a aquella hora en ningún otro
país europeo (y por cierto, el joven escritor que por aquellas fechas era yo
fue traductor de muy importantes libros extranjeros, cuyo impacto sobre nuestra
atmósfera intelectual de entonces fue evidentemente notable).
En resumidas cuentas, conviene notar que
durante la primera fase de mi vida como escritor, esto es, desde los años de mi
adolescencia hasta el comienzo de nuestra guerra civil, la industria editorial
española había desempeñado un papel principal dentro del mundo hispánico,
acogiendo a muchos de los más notables escritores hispanoamericanos, mientras
que dentro del país se encontraba bien servido el conjunto de los productores
literarios nacionales. Los nuevos, los de mi generación -la vanguardia-,
promovimos por propia iniciativa la aparición de otros sellos editoriales de
alcance minoritario que traían al mercado una fisonomía nueva, marcada por el
gusto a lo distinto y con ciertas aspiraciones a la exquisitez. Y convendría
notar que esta última manifestación de la actividad literaria española se había
correspondido de un modo que pudiéramos calificar de fraterno con las
actividades de los grupos de vanguardia simultáneamente aparecidos en diversos
países de la América hispana. (Y empleo el calificativo de "fraterno"
incluyendo en él las simpatías y los encontronazos como, por ejemplo, el de la
famosa polémica del Martín Fierro).
Fue una floración maravillosa, pero ¡ay!,
la turbulencia de aquella hora histórica habría de hacerla dolorosamente fugaz.
Vino la guerra civil en España, destrozando el país y dejando a la población
sobreviviente reducida a las condiciones más precarias. A mí me tocó formar
parte del cuantioso número de quienes logramos salvar la vida emigrando, para
caer en un exilio que parecía interminable y que de todos modos se prolongó por
decenas de años, y que en muchos casos resultó ser definitivo y para siempre.
Ese exilio fue para mí en cambio
relativamente suave. Mis circunstancias personales me permitirían recuperar de
inmediato en Buenos Aires, ciudad que ya conocía y donde era conocido, y donde
tenía muy buenas relaciones, tanto el papel de escritor como una posición
social muy aceptable. Se me abrieron las páginas de las publicaciones
argentinas más importantes: el diario La Nación, la revista Sur, otras
revistas, entre estas una de especialidad político-jurídica: La
Ley. Y comenzó asimismo mi implicación en una industria editorial como
la de aquel país, allí renovada entonces a expensas de la decadencia
peninsular, y favorecida por las aportaciones de tantos profesionales
emigrados.
Instalado, pues, en Buenos Aires, y desde
el mismo día de mi llegada, reanudé allí la tarea de creador literario que
había estado suspendida en España durante los años de nuestro conflicto civil,
publicando ahora en la revista Sur (diciembre de 1939)
mi Diálogo de los muertos, a la vez que empezaron a aparecer
en La Nación artículos míos sobre temas diversos. Debo
mencionar aquí algo muy señalado desde el punto de vista editorial: en 1944
aparecería, publicado por iniciativa de Eduardo Mallea, en la refinadísima
colección de Cuadernos de la Quimera, lujosa oferta de la editorial Emecé, mi
relato El hechizado (una de las piezas que habían de componer
luego el volumen Los usurpadores). A la editorial Emecé he de
referirme más adelante, pues a partir de entonces tuve con ella una relación
excelente.
Si, como dije al comienzo, nunca a lo
largo de toda mi vida fui un escritor profesional en el sentido de convertir
en modus vivendi el fruto económico de mi creación literaria
(soy, por notable excepción un escritor que nunca se ha valido de los
servicios, al parecer sumamente útiles, de algún agente), he trabajado sin
embargo, de vez en cuando, incluso como empleado a sueldo, para una casa
editorial; pues es lo cierto, además, que durante esa breve etapa de mi vida
los magros productos de mi pluma debieron servirme para atender en cierta
medida a lo más indispensable del diario vivir. Trabajé para la editorial Losada,
que publicaría varios de mis libros, algunos de ellos tan importantes
como Razón del mundo, La cabeza del cordero y -sobre todo si
se atiende a la magnitud de la empresa- mi Tratado de sociología. Traduje
por su encargo obras, alguna de ellas de mi gusto y otras a disgusto mío, y
ello me permitió avanzar en la carrera modesta pero grata de tratar con los
libros y sobrevivir en un ambiente que me consentía hasta cierto punto elegir
el terreno de mis actividades. Entre éstas he de mencionar de modo muy especial
la creación y gestión de la revista Realidad, a la que, para
matizar su carácter, subtitulé Revista de Ideas. Esta revista
la habíamos planeado Francisco Romero y yo con la ayuda y el estímulo de
Mallea. E insistí en que Romero apareciera como su director, comprometiéndome
con él a no encomendarle ni hacerle responsable de ningún trabajo. La revista
fue diseñada y, lo que es más importante, costeada a sus expensas por la
Imprenta López, empresa que entonces servía a las publicaciones de las dos
principales editoriales bonaerenses. No debo extenderme, como bien pudiera, en
detalles interesantes. Invité a colaborar en ella a varios de mis amigos y
colegas de España, como José Luis Cano y Ricardo Gullón; se publicó un
comentario muy apreciativo de la recién aparecida novelaNada, de
Carmen Laforet, y también hubo trabajos con la firma de diversas personalidades
de relieve máximo, que son hoy figuras indispensables en la historia universal:
Bertrand Russell, Jean-Paul Sartre, Jorge Luis Borges, Martin Heidegger, Juan
Ramón Jiménez, Arnold Toynbee, Pedro Salinas, T. S. Eliot, Alfonso Reyes...
De Realidad se publicaron dieciocho números; y cuando -por
razones diversas- decidí poner fin a mi residencia en la Argentina y
trasladarme (año 1949) al norte del continente americano resolví, con gran
contrariedad de todos los concernidos, cerrar su publicación, pues no quería
que, abandonada por nosotros, pudiera caer en lamentable decadencia, según
suele ocurrir en casos análogos, y según ocurriría más adelante con la revista La
Torre, que yo mismo había de fundar en la Universidad de Puerto Rico.
En cuanto a mi relación con la Editorial
Sudamericana, fue desde el comienzo, y siempre hasta el final, fácil y muy
satisfactoria. Había entablado yo muy pronto una buena amistad con su promotor
y dueño, Don Antonio López Llausás, un hombre a cuyo padre, dueño de un
importante negocio librero en Barcelona, había tenido yo ocasión de saludar no
mucho tiempo antes en aquella ciudad. Su hijo, López Llausás, era persona
culta, discreta, prudente en sus negocios, y muy capaz de mantenerse siempre
dentro de su papel marginal, aunque ciertamente decisivo, en la vida
intelectual porteña. La Editorial Sudamericana publicó con complacencia y
satisfacción de mi parte las primeras ediciones de mis librosHistrionismo y
representación, Los usurpadores, Muertes de perro y El
fondo del vaso. Mi familiaridad con el mundo editorial en aquellos
años porteños me permitió ofrecer una mirada irónica, quizá divertida, sobre
esa profesión que finalmente es la mía. Algunos de mis relatos, como El
colega desconocido (recogido en el volumen Historia de
macacos), pueden dar una idea de esa actitud mía -ligera, burlona y
escéptica- acerca del pintoresco mundo de los escribidores, afanándose por
entrar, a fuerza de publicidad, en el juego competitivo de los best
sellers.
Luego, mi vida en el trópico, mi relación
con la Universidad de Puerto Rico y con su editorial a cuyo cargo estuve, viene
a completar esta fase de mi larga actividad de intelectual, pasando yo pronto,
desde allí mismo, a reanudar mi verdadera profesión: la docente. Aquella
universidad, como la isla misma, su régimen de gobierno y sus perspectivas
culturales, se encontraban en una fase de gran plasticidad. Todo cambiaba
rápida y profundamente; y esto permitió que mi colaboración, tanto como mi
amistad, con el rector Jaime Benítez y con varias de las personalidades
singulares, y muy interesantes, que componían aquella peculiar sociedad, fuesen
para mí ocasión de experiencias bastante singulares de las que he dejado algún
testimonio por escrito. Me referiré aquí tan sólo al aspecto relacionado con la
actividad intelectual, que fue de todos modos bastante importante. Establecimos
allí una relación muy fecunda con el mundo orteguiano (Benítez era, para así
decirlo, un ferviente fan de don José Ortega), y de ahí vino un arreglo para
imprimir y publicar en Puerto Rico varios de los títulos que llevan el sello
de Revista de Occidente. Marginalmente, la gente de dicha
revista en España (concretamente, Fernando Vela) imprimiría en Madrid (1955) la
primera edición comercial de mi libro Historia de macacos -aunque
seguro estoy de que dicho libro nunca pasó a las librerías-, reproduciendo una
edición privada, en verdad clandestina, que previamente se había impreso
gracias al entusiasmo amistoso de Ricardo Gullón.
A partir de allí mi actividad y mis
iniciativas docentes en la Universidad de Puerto Rico abren una nueva etapa, ya
definitiva, a mi carrera de escritor público. En fin, ahora, en la fecha de hoy
(el 26 de septiembre de 2005), cuando he terminado de poner por escrito estas
palabras, y ante la perspectiva de cumplir los cien años de mi vida, vuelvo la
vista hacia el prolongadísimo camino de esta mi existencia sobre el deleznable
planeta en que me fue dado abrir los ojos al mundo y encontrarme conmigo mismo
y me doy cuenta de que la realidad en la que se desenvolvía mi existencia ha
experimentado tan sustanciales cambios que apenas si acierto a reconocerla.
Venía hablando hasta este momento de un siglo en el que los libros han
constituido el panorama básico de la existencia humana, debiendo entenderse por
tal la del hombre que se alza sobre su naturaleza material para contemplar un
panorama superior apenas descifrable, y reconozco que los libros, y dentro de ellos
lo que en sentido preciso debe llamarse literatura, que ha sido para mí la
orientación y meta capaz de justificar dicha existencia sobre la tierra, han
perdido ya su vigencia, y están siendo sustituidos por vehículos distintos de
la expresión y de la comunicación sobre los soportes que nuevas tecnologías
introducen y que anuncian maneras de vivir y de entender el mundo enteramente
ajenas a aquellos que, como yo, han desarrollado su existencia temporal en un
tiempo que ya hoy se ha hecho pretérito.
No me ha sido dado a mí otro medio de
realizarme en función del mundo en que me tocó vivir, si no es a través de la
letra impresa. El espacio de la realidad acotado por los libros ha sido desde
la infancia mi espacio natural, y en él se ha desenvuelto básicamente mi
actividad sobre la tierra, en relación siempre con quienes, como yo, con los
libros han vivido, y me refiero a quienes fueron mis compañeros escritores, o
los muchos, incontables, aficionados a la lectura, pero, muy en particular, a
los profesionales de la producción de tales objetos de cultura: bibliotecarios,
editores y libreros, entre los que, ya en su mayor parte desaparecidos, he
tenido y tuve tantos y tan buenos amigos a lo largo de esta dilatadísima
permanencia mía sobre este cuerpo astral al que piadosamente he calificado de
deleznable.
Francisco Ayala
Discurso discurso pronunciado al recibir el Premio Antonio de
Sancha el 29 de septiembre de 2005.
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