Manuel Azaña
Alcalá de Henares, Madrid, 10 de 1880 - Montauban, Francia, 3 de noviembre de 1940
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Manuel Azaña se había colocado ante los cristales de un balcón cerrado que daba a la plaza de Tetuán. Era alto, con el pecho corpulento, la cabeza grande, canosa y medio calva, embutida sin cuello en el torso, y sobre la piel grisácea del rostro brillaban unas cuantas verrugas. Llevaba gafas de oro y, al hablar, sus labios carnosos mostraban una dentadura difícil cuya compostura tuvo que requerir cuidado. Me parece recordar que, en un gesto que inicio con su mano blanca, vi en su anular la cintilla del anillo nupcial, y éste era, en todo caso, su único adorno. Vestido de calle, había relegado, en aquella ocasión, su prenda oficial que era el cahqué.
A su lado, como ministro de turno,
Carlos Esplá, con sencillo continente, nos iba presentando. Al llegar a mi lado
dijo algo de Hora de España. Azaña preguntó a Bergamín que hacía y al
contestarle este que: "Deshacer fantasmas" replicó: "¿A eso le
llama usted fantasmas?" Una vez más dos españoles hablaban cada cual por
su cuenta sin coincidencia posible, y esto en el mismo campo de acción.
Bergamín, que había estado en Francia, llamaba "fantasmas" a lo que
se tramaba contra nosotros, al presentar, tergiversados, los hechos. Para
Azaña, esas tervigersaciones adquirían, por si mismas, una realidad tan de
cuerpo entero que, desgraciadamente, nada tenían de fantasmas. Y en eso quedó
todo.
(...)
En plena furia electoral, Azaña había
hablado en Valencia, en el campo de Mestalla, convertido en comicio
multitudinario. Aparentemente impasible dijo allí lo que creyó que debía decir,
sin que el clamor, y la presión, de los que le escuchaban le hicieran salirse
de sus rieles. Su prestigio era grande y en él
no había constituido ingredientes ni la simpatía ni la
demagogia. Ahora, como jefe del Estado, lo oímos en el paraninfo de
la universidad uno de sus últimos discursos. Era enero de 1937. Y cuando Azaña
terminó diciendo, con un imperceptible quebranto de voz: "Vendrá la paz y
vendrá la victoria. Pero la victoria será una victoria impersonal...No
será un triunfo personal, porque cuando se tiene el dolor de español que
yo tengo en el alma, no se triunfa contra compatriotas, y cuando vuestro primer
magistrado erija el trofeo de la victoria, seguramente su corazón
de español se romperá, y nunca se sabrá quién ha sufrido
más por la libertad de España". Entonces, digo, todos sentimos, como
escribió Angel Gaos en nuestra revista, como si el dolor majestuosos del
pueblo destrozado cayera sobre nosotros. A mi lado, María Zambrano
musitó como una niña: "¡Don Manuel, don Manuel!". Tenía los ojos
húmedos. Es lo que algunos, aún en momentos de tensión tan eficaz,
llaman sensiblería. Fútiles en su desplante, viven sin haber cosechado lo
más acervo: la compenetración de la esperanza con el dolor.
Juan Gil Albert
Memorabilia
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