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1747. Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad

Frente de Madrid, diciembre de 1936
Soldados republicanos con el aguinaldo del miliciano repartido con motivo de las fiestas navideñas


¡NOCHEBUENA! En las trincheras de Madrid el pueblo en armas no ha podido sustraerse a la sugestión tradicional y estos milicianos rojos que hacen gala de su irreligiosidad y su ateísmo se dejan ganar por la nostalgia de las Navidades felices pasadas en el seno de los hogares y obedientes a ese hondo sentido de continuidad que es característico del español, celebran, a su modo, claro es, el nacimiento del Mesías. ¡Nochebuena! El miliciano rojo, la horda anticristiana de que hablan los rebeldes, se pone el fusil en bandolera abraza alegremente a su camarada de parapeto y se pone a beber mano a mano con él, empujado por ese anhelo de fraternidad universal con que los pueblos cristianos conmemoran el advenimiento del Redentor. La impiedad de las propagandas revolucionarias y la ferocidad de la lucha, no han podido arrancar de cuajo la ancestral devoción de estos hombres por los viejos mitos que son la entraña misma del pueblo y desde el fondo de las trincheras rojas se alzan las canciones, las risas y los gritos de júbilo de unos hombres que celebran el nacimiento de un Dios en el que no quieren creer. Es este uno de los contrasentidos más expresivos de la tragedia española. El villancico medieval traza su limpia parábola en el ámbito entrecruzado por el plomo mortífero de las modernas armas automáticas. Es posible que, inserta en su trayectoria, vaya una palabra blasfema; pero nunca esta blasfemia será tan horrenda como la que silba en los cañonazos sacrílegos de la Nochebuena.

Conociendo a sus hombres, el general Miaja vigila para que la Nochebuena, con sus nostalgias hogareñas y sus sentimentalismos, no afloje la tensión bélica. Su principal preocupación es la de que los milicianos no se entreguen confiadamente a la fiesta: «¡Qué no beban! ¡El enemigo acecha!».

El general Miaja conmemora también la Nochebuena con una arenga a sus tropas: «Cincuenta días de heroica resistencia —dice— no han hecho sino confirmar nuestra confianza en la victoria del mañana. En estos cincuenta días, vosotros, soldados del pueblo, habéis reanimado en el mundo proletario y antifascista la confianza en esa victoria contra el enemigo que quiere destrozar la paz y la tranquilidad de los pueblos libres. En la noche tradicional que hoy llega, en vuestras manos está nuestra victoria. Sin confianzas que resultarían peligrosísimas, permaneced más firmes y vigilantes que nunca. El enemigo acecha. El enemigo se prepara. Pero vosotros sois capaces de rechazarlo. Hoy más que nunca manteneos en vuestros puestos, pensando en la responsabilidad que contraeríais ante el pueblo por un momento de abandono o exceso».

Con el alba de la Pascua, cuando la grey cristiana se saluda fraternalmente con la frase sublime de «¡Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad!», el enemigo se lanza, efectivamente, a una de las más feroces batallas de esta guerra fratricida. Los franquistas, al rayar el día, atacan con todos los elementos de que disponen, en dirección al barrio de Argüelles. Los mandos, al mando del teniente coronel Ortega, antiguo oficial de Carabineros, y los internacionales al mando del general Kléber, les hacen frente, defendiendo el terreno palmo a palmo, hasta caer segados por la cortina de fuego que tienden las baterías y las ametralladoras de los franquistas.

Protegidos por aquel diluvio de fuego, hacen entonces su aparición en el paseo Ramón y Cajal los tanques enemigos, que desde la Escuela de Agricultura avanzan implacablemente hacia las posiciones republicanas de la Moncloa.


«Vengan tanques»

Es humanamente imposible contener el avance de los tanques. No hay elementos. Faltan cañones antitanques. Las bombas de mano que lanzan los milicianos son ineficaces contra esta compacta formación de monstruos que vomitando plomo en todas direcciones y con un estrépito infernal adelantan lenta e implacablemente hacia las posiciones que tienen los republicanos cortando el paseo de Ramón y Cajal. Se recurre a la artillería de montaña, que es lo único de que se dispone y varias piezas son adelantadas hasta la primera línea, donde los artilleros tienen que defenderlas contra los grupos de asaltantes, lanzando granadas de mano, al mismo tiempo que disparan las piezas rasando en dirección a los tanques.

Llega un instante en el que éstos se hallan tan próximos a las trincheras republicanas, que el ruido formidable de sus cadenas de oruga, allanando los obstáculos con un espantoso fracaso de hierros, pone espanto en el ánimo de los milicianos, que se los ven venir encima amenazando aplastarlos.

Un cañón dispara a bocajarro y el tanque más adelantado revienta a pocos metros del parapeto que estaba al punto de derruir. Por entré la humareda se ve saltar de sus abrigos a los milicianos, que con las granadas rompedoras en el puño, avanzan hacia los pesados monstruos. Otro tanque queda también inutilizado por la explosión de una granada.

El estruendo de los motores y los mecanismos de tracción de los tanques continúa ensordecedor, pero después de un momento de inútil forcejeo, se ve que las terribles máquinas retroceden poco a poco, acentuando el estrépito y la lluvia de fuego que sale de sus troneras.

Los milicianos, fuera ya de los parapetos, les acosan como moscas, adelantándose rápidamente para tirar la bomba y escondiéndose de un salto o aplastándose contra el suelo. Los tanques retroceden a sus bases, pero arrecia el cañoneo enemigo y poco después reanudan el asalto. Y así una vez y otra.

Esta batalla del día de Navidad va a ser una de las más largas y sangrientas de la guerra. Cuando llega la noche, aún siguen lanzando los rebeldes sus oleadas contra las trincheras republicanas.

Hace diecisiete horas que comenzó la batalla y aún continúan los furiosos asaltos. Los avances siempre rechazados de los tanques franquistas alternan con el cañoneo intensísimo de las baterías.

El cielo oscuro se ilumina con el resplandor de los cañonazos, que dibujan en la noche un intermitente semicírculo de fuego.

El prolongado combate ha enardecido ferozmente a los milicianos que cuando cerca ya de la media noche, ven retirarse definitivamente a los tanques enemigos, gritan enloquecidos de rabia y de entusiasmo: «¡Vengan tanques! ¡Vengan tanques!».

Este ronco grito de desafío corre por toda la línea de trincheras. El batallón «Córdoba», formado por andaluces arrogantes, lo repite hasta la obsesión.

—¡Tanques! ¡Tanques!

Es el mismo grito ronco y feroz con que en las plazas de toros la muchedumbre enardecida por el combate y borracha ya de sangre, grita: «¡Caballos! ¡Caballos!».

Media hora después de haberse replegado los tanques enemigos, aún se lanza desde las trincheras rojas la insensata y desesperada provocación.

El cañoneo y el fuego de fusilería han ido apagándose. Ha terminado la batalla del día de Pascua.

Los tanques enemigos no volverán a intentar el avance contra Madrid.


En una misma trinchera

La lucha en el Parque del Oeste continúa durante todos los días de Pascua. Los milicianos contraatacan y consiguen mejorar sus posiciones después de rudos combates. Su principal objetivo es la cascada artificial coronada por un templete barroco, desde la que se domina todo el Parque.

La conquista de esta posición cuesta una lucha encarnizada de varios días. Hay unos metros cuadrados de terreno cubierto de césped, que pasan de unas manos a otras, varias veces a lo largo de cada jornada. Es un montículo que hay que subir para llegar a lo alto de la cascada artificial. Allí caen los hombres a docenas. Sus cadáveres resbalan por el césped en declive y van a caer al borde de la carretera.

Aquellas rocas artificiales del parque del Oeste, que fingían ese decorado rústico y abrupto tan del gusto del siglo diecinueve; aquel lugar de égloga cursi, predilecto de las familias burguesas de Madrid, que iban allí a merendar y a retratarse «en plena Naturaleza», se convirtió en el incongruente y disparatado escenario de una de las batallas más sangrientas de la guerra civil.

Al otro lado del Parque del Oeste, en la «Casa del Guarda», que domina la carretera de la Ciudad Universitaria y el Stadium, hubo también por aquellos días terribles encuentros. Un metro de terreno costaba docenas de vidas.
Los rebeldes habían trazado aquí un buen sistema de trincheras, de las que era imposible desalojarlos. En un asalto furioso y a costa de muchas bajas, los rojos consiguen llegar hasta la trinchera principal de esta posición y meterse en ella después de luchar cuerpo a cuerpo con sus defensores. Pero éstos se repliegan hasta el sector no invadido de la trinchera y se hacen fuertes allí mismo.

Fuera, un mortífero fuego imposibilita todo movimiento de avance o retroceso, lo mismo a los unos que a los otros. Los dos bandos se encuentran metidos en la misma trinchera, luchan allí dentro, y como ninguno de ellos puede aniquilar al otro, terminan por quedar separados solo por el montón de los cadáveres que obstruyen el pase de uno a otro lado.
Sobre aquellos cadáveres se echan unos sacos de tierra y allí, a un par de metros del enemigo, se establece definitivamente la línea. En días sucesivos el corte provisional de la trinchera se fortifica adecuadamente.

Y durante muchos meses, rojos y blancos permanecen juntos en esta trinchera, a seis metros unos de otros.


Five o'clock tea 

En los demás sectores de Madrid la lucha se desarrolla con el mismo encono. Uno de los lugares donde los combates son más encarnizados y constantes, es el barrio de Usera, al Suroeste de la capital.

En este sector, el enemigo, que tiene la presa al alcance de la mano, lanza asalto tras asalto infructuosamente. También se combate casi sin interrupción en las proximidades del Puente de Segovia, junto a la Puerta del Ángel y en las carreteras de Carabanchel y Toledo, a poca distancia del puente de esta última sobre el Manzanares.

En todos estos sectores de Madrid, la guerra misma ha ido enseñando a hacerla a los inexpertos milicianos. Se puede decir que cada día los militares sublevados les dan una lección de estrategia, que al día siguiente repiten ellos con gran aprovechamiento.

Los rebeldes tienen la superioridad indiscutible de su profesionalismo. Pero los leales van, a costa de sangre y de fracasos, convirtiéndose también en profesionales de la guerra. Y así se llega a la estabilización de los frentes. Cada día la muralla defensiva de Madrid es más alta y más sólida.

La guerra es un arte que, guerreando, se aprende pronto. Equilibradas las fuerzas, no queda otro recurso que el de la guerra subterránea, el lento y penoso trabajo de las minas y contraminas, que absorbe, al fin, la actividad de los luchadores de ambos bandos, inmovilizados en sus posiciones.

Para la población de Madrid esta aminoración de los combates en el frente no representa una mayor tranquilidad. Al contrario. Las baterías de los rebeldes intensifican el bombardeo diario de Madrid. Todos los días, los cañones de largo alcance de los franquistas dejan caer sus obuses con una cadencia constante sobre el centro de la villa, especialmente sobre la Gran Vía. El bombardeo de Madrid se efectúa regularmente a las cinco de la tarde y los madrileños dicen resignadamente: «¡Ya nos están dando el té!».

Después de los infructuosos combates de Navidad, comienzan, además, los bombardeos nocturnos de artillería, que no había habido antes. Hasta fin de año, los madrileños sabían que durante la noche no tenían que temer más que los bombardeos de la aviación y que, a lo menos, las noches de niebla y nubes bajas, podían dormir tranquilamente. En adelante, no tendrán un solo minuto de sosiego ni de día ni de noche. En cualquier instante, con niebla como sin ella, la muerte puede ir a buscarles a sus lechos, en los que se revuelven inquietos, tapándose la cabeza con las almohadas, para no sentir el zumbido siniestro de los obuses enemigos que cruzan por encima de sus tejados.


«¡Feliz año nuevo!»

El aspecto de Madrid en estos últimos días del año, es desolador. El barrio de Argüelles, evacuado totalmente, está casi en ruinas por los bombardeos aéreos y por el cañoneo de las baterías de la Ciudad Universitaria. Los esqueletos de las casas muestran los interiores devastados de las viviendas a través de las fachadas reventadas. Las calles están cegadas por el cascote de los derrumbamientos. Hay manzanas enteras de casas de las que solo quedan los muros exteriores. Entre los cascotes se pudren los cuerpos de los infelices moradores que perecieron en los bombardeos y no han podido ser recogidos; el viento, el sol y la lluvia, van consumiendo sus cadáveres, al mismo tiempo que esparcen y destruyen los restos de los ajuares, las pobres y frágiles casas hogareñas puestas a la intemperie al derrumbarse los techos que las cobijaban.

En las calles obstruidas, entre los cascotes, se pudren al sol los perros muertos; salta de improviso disparatadamente el espectro erizado de un gato famélico y en el marco de una ventana, arrancado de cuajo, se bambolea al aire una jaula en cuyo fondo rueda, medio desplumado, un pajarillo que se murió de sed. El tiempo va mondando la osamenta de una mula tirada junto al caparazón herrumbroso de un automóvil reventado por una explosión.

Toda la parte Oeste de Madrid es un vasto cementerio, un inmenso pudridero de seres y casas que el cierzo de la sierra va aventando.

El resto de la ciudad aparece también desierto y en tinieblas, mientras hormiguea en los refugios subterráneos una humanidad estremecida.

En la noche de fin de año, Madrid, silencioso y hundido en las sombras, ofrece el impresionante espectáculo de un paisaje lunar. En esta noche de San Silvestre, que antes celebraban los madrileños con jubiloso estruendo, congregándose en la Puerta del Sol para oír las doce campanadas del reloj de Gobernación y comer las doce uvas de ritual, no hay hogaño ni un alma en las calles.

El vasto ámbito de la Puerta del Sol aparece desierto. La torrecilla que sostenía las cuatro esferas iluminadas del reloj de Gobernación ha sido alcanzada por una bomba y no le queda ya más que una esfera sana.

Hay, sin embargo, quienes conservan todavía el gusto de los ritos populares. Una tras otra, seis sombras han cruzado por la oscura y desierta plaza, para juntarse frente a la única esfera visible del reloj y esperar allí a que suenen las doce campanadas que marcan la entrada del año. Son seis periodistas madrileños que no quieren que el rito popular del Año Viejo se interrumpa por la guerra.

Pero del lado de allá de las trincheras hay también quien quiere que Madrid celebre la entrada del año nuevo con todos los honores y al sonar la primera campanada de la media noche, da alegremente la orden de «¡Fuego!» y un obús cruza por encima de los tejados de Madrid, buscando el corazón de la villa.

La media docena de periodistas que se habían juntado para comer las doce uvas en la Puerta del Sol, tiene que buscar refugio pegándose a uno de los muros desenfilados del caserón de Gobernación, y allí, acurrucados, oyen una tras otra las explosiones de los doce obuses que, alegremente, como por broma, han llevado la muerte y la destrucción a otros tantos hogares madrileños.

Cuando el artillero humorista lanza el último de sus cañonazos, aquellos seis periodistas que querían celebrar el año nuevo, se yerguen y gritan con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Viva la República!


Manuel Chaves Nogales
La defensa de Madrid - Capítulo XIV



La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.

María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.








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