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1746. Que no nos falte lo ordinario, y gracias

La familia obrera constituida por Alberto Laborda de Miguel, su esposa, Alfonsa Gistillo Aguado y los once hijos del matrimonio 

Cómo vive y cómo piensa pasar la Nochebuena una familia obrera de Madrid, constituida por el matrimonio y once hijos. 

Protagonistas de la tragedia: Alberto Laborda de Miguel, de cuarenta y seis años de edad, natural de Puertollano, ex guardia de Orden público en el distrito del Congreso; alto, corpulento, trabajador impenitente y con una cara de hombre de bien como para hacer de ella litografías piadosas. 

Alfonsa Castillo Aguado -esposa del anterior-, de cuarenta y dos años bien cumplidos, natural de Torrejón de Velasco (Madrid); alta, maciza, seno ópimo y abultado, vientre paridero, y en el rostro moreno y ancho, en su ademán resuelto y firme y en su charla graciosa y vivaz, una alegria tan opulenta, que lo menos que piensa uno es que a esta mujer le llovieron los crios por la chimenea, sin dolor ni trabajo, y que cada uno aportó a la casita un talego repleto de doblones, por como se mira en ellos esta gran madraza, sin arrebatos de pesadumbre ni iracundias de desesperada. 

Lugar de la acción: calle de Murcia, 17, piso bajo. Luz, toda la que puede penetrar por dos balconcitos, no muy cumplidos, a la hora meridiana de una mañanita de Diciembre.


*


Breve antecedente necesario: Hace algún tiempo, charlando con un viejo amigo, me espetó esta curiosa noticia, que yo se la agradecí en lo que vale:

—Conozco yo -me dijo- un hombre, justo entre los justos, trabajador, abnegado y de una rectitud de conciencia ejemplar, a quien ha dado el Cielo, como premio a tantas virtudes, la friolera de catorce vastagos, de los que le viven a la hora presente nada menos que once. Creo que merecería la pena visitases un momento a esta buena gente, para resolver la gran charada doméstica que su vida representa. 

Y henos aquí, en estas vísperas navideñas, en la casa de familia que mi amigo me señaló, para averiguar dos puntos igualmente curiosos: los cubileteos que han de hacer con las pesetas para llenar la andorga con un ingreso exiguo y el modo y manera con que piensan celebrar el Nacimiento del Hijo de Dios. 


*


Naturalmente, lo primero que encuentra uno en esta reducida pero limpísima mansión, es lo que nos mueve a ir a ella: el ejército de críos de todos los tamaños y cataduras. 

—Vamos a ver, Alberto -me encaro con el padre-: ¿Con qué ingresos cuenta usted, en total, para hacer frente a esta verdadera lluvia de hijos? 

—Pues, verá usted. Yo era guardia de Orden público, más por imposibilidad física (miopía agudísima), tuve que pedir el retiro. Me corresponden, pues, de jubilación, unas cien pesetas al mes. A esto tiene usté  que añadir doscientas cuarenta pesetas al mes que me gana mi hijo mayor, como barrendero; ciento treinta y cinco pesetas que me trae otro, colocado también en el ramo de Limpiezas; más siete duros que me trae uno menorcillo, como chico en una farmacia. 

—¿Total? 

—Quinientas diez pesetas en números redondos.

 —¡Bonita cifra vista así. en conjunto! 

Que se lo cuenten a mi mujer. Oye, Alfonsa, dile aquí, a este señor, en qué  y cómo se te va el dinero. 

—En casi na -explica esta buena moza, míentras revuelve con una paleta una sartenada de patatas fritas-. De casa na más. veintidós duros, y ve usted cómo estamos: como piojo en costura, en esa alcoba sólo duermen cinco. 

—Luz. ¿Qué paga usted de luz? 

—De diez a once pesetas al mes. 

—¿Tienen ustedes igualatorio médico? 

—La Alianza Sanitaria na más. Total, siete pesetas como siete soles. Ahora ponga usted: pedido de la tienda -arroz, judías, lentejas, garbanzos, aceite i alguna que otra menudencia-, unos veinticinco duros al mes. 

—Y nos queda ahora la compra diaria, el calzado y el vestido.

 —Y el lavao, el carbón, que tampoco lo regalan, y ¡qué sé yo!, porque se pone una a soltar perras, y es que no para.

 —Vamos con la compra. ¿Qué cantidad de pan comen ustedes diariamente? 

—Calcule usted de cinco a seis panes. 

—jQue importan...? 

—Unas cuatro pesetas mal contadas. 

—Es decir: que nada más de pan consumen ustedes alrededor de veinticuatro duros al mes.

 —Una cosa así. Sí, señor. 

—Desayuno. ¿Qué le cuesta a usted el desayuno?

 —Ponga usted dos pesetas, y pué que me quede corta. 

—Más gastos. 

—Carne pa el cocido, 2,80 diarias; patatas pa la comida y la cena, 1,65; jabón, siete kilos al mes, 3,85; carbón, cada diez días, 4,75: lejía, una peseta al mes Y na más, que me acuerde, de cosas de la casa. 

—Vamos con el capítulo de ropa. 

—De ropa, me arreglo sacándola a plazos y pagando treinta pesetas tos los meses. Lo mismo hago con el calzado, pagando un duro menos. 

—Resumiendo amiga Alfonsa: que viene usted a gastar, en cifras redondas... Espere usted que haga la cuenta. (Aquí el reportero se mete en un intrincado laberinto de meses, pesetas, multiplicaciones, sumas cálculos y promedios, que viene a dar por resultado esta cifra desoladora: 640 pesetas con 10 céntimos. 

—¿No se lo decía yo a usted? Más de veinticinco duros por encima de lo que recibo.

—¿Y cómo se las arregla usted. Alfonsa? 

—Arreglándomelas; echando menos cosas al puchero; dándole mil vueltas a un vestido o a un traje antes de comprar otros. Lo que se dice haciendo milagros, que es lo que mejor sabemos hacer los pobres. 

—Vamos a ver, Alfonsa: ¿cómo piensan ustedes pasar la Nochebuena? 

—¿Qué cómo pensamos pasarla? Pues como toas las noches. Comiendo de lo que haya, y a la cama, que es tarde.

 —¿Sin extraordinario de ninguna clase?

—Que no nos falte lo ordinario, y gracias.


P.M.
Crónica. Número extraordinario de Navidad
20 de diciembre de 1931








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