La familia obrera constituida por Alberto Laborda de Miguel, su esposa, Alfonsa Gistillo Aguado y los once hijos del matrimonio |
Cómo vive y cómo piensa pasar la Nochebuena una
familia obrera de Madrid, constituida por el matrimonio y once hijos.
Protagonistas de la tragedia: Alberto Laborda de
Miguel, de cuarenta y seis años de edad, natural de Puertollano, ex guardia de
Orden público en el distrito del Congreso; alto, corpulento, trabajador
impenitente y con una cara de hombre de bien como para hacer de ella
litografías piadosas.
Alfonsa Castillo Aguado -esposa del anterior-, de
cuarenta y dos años bien cumplidos, natural de Torrejón de Velasco (Madrid);
alta, maciza, seno ópimo y abultado, vientre paridero, y en el rostro moreno y
ancho, en su ademán resuelto y firme y en su charla graciosa y vivaz, una
alegria tan opulenta, que lo menos que piensa uno es que a esta mujer le llovieron
los crios por la chimenea, sin dolor ni trabajo, y que cada uno aportó a la
casita un talego repleto de doblones, por como se mira en ellos esta gran
madraza, sin arrebatos de pesadumbre ni iracundias de desesperada.
Lugar de la acción: calle de Murcia, 17, piso bajo.
Luz, toda la que puede penetrar por dos balconcitos, no muy cumplidos, a la
hora meridiana de una mañanita de Diciembre.
*
Breve antecedente necesario: Hace algún tiempo,
charlando con un viejo amigo, me espetó esta curiosa noticia, que yo se la
agradecí en lo que vale:
—Conozco yo -me dijo- un hombre, justo entre los
justos, trabajador, abnegado y de una rectitud de conciencia ejemplar, a quien
ha dado el Cielo, como premio a tantas virtudes, la friolera de catorce
vastagos, de los que le viven a la hora presente nada menos que once. Creo que
merecería la pena visitases un momento a esta buena gente, para resolver la
gran charada doméstica que su vida representa.
Y henos aquí, en estas vísperas navideñas, en la casa
de familia que mi amigo me señaló, para averiguar dos puntos igualmente
curiosos: los cubileteos que han de hacer con las pesetas para llenar la
andorga con un ingreso exiguo y el modo y manera con que piensan celebrar el
Nacimiento del Hijo de Dios.
*
Naturalmente, lo primero que encuentra uno en esta
reducida pero limpísima mansión, es lo que nos mueve a ir a ella: el ejército
de críos de todos los tamaños y cataduras.
—Vamos a ver, Alberto -me encaro con el padre-: ¿Con
qué ingresos cuenta usted, en total, para hacer frente a esta verdadera lluvia
de hijos?
—Pues, verá usted. Yo era guardia de Orden público,
más por imposibilidad física (miopía agudísima), tuve que pedir el retiro.
Me corresponden, pues, de jubilación, unas cien pesetas al mes. A esto tiene
usté que añadir doscientas cuarenta pesetas al mes que me gana mi hijo
mayor, como barrendero; ciento treinta y cinco pesetas que me trae otro,
colocado también en el ramo de Limpiezas; más siete duros que me trae uno
menorcillo, como chico en una farmacia.
—¿Total?
—Quinientas diez pesetas en números redondos.
—¡Bonita cifra vista así. en conjunto!
Que se lo cuenten a mi mujer. Oye, Alfonsa, dile aquí,
a este señor, en qué y cómo se te va el dinero.
—En casi na -explica esta buena moza, míentras
revuelve con una paleta una sartenada de patatas fritas-. De casa na más.
veintidós duros, y ve usted cómo estamos: como piojo en costura, en esa alcoba
sólo duermen cinco.
—Luz. ¿Qué paga usted de luz?
—De diez a once pesetas al mes.
—¿Tienen ustedes igualatorio médico?
—La Alianza Sanitaria na más. Total, siete pesetas
como siete soles. Ahora ponga usted: pedido de la tienda -arroz, judías,
lentejas, garbanzos, aceite i alguna que otra menudencia-, unos veinticinco
duros al mes.
—Y nos queda ahora la compra diaria, el calzado y el
vestido.
—Y el lavao, el carbón, que tampoco lo regalan,
y ¡qué sé yo!, porque se pone una a soltar perras, y es que no para.
—Vamos con la compra. ¿Qué cantidad de pan comen ustedes diariamente?
—Calcule usted de cinco a seis panes.
—jQue importan...?
—Unas cuatro pesetas mal contadas.
—Es decir: que nada más de pan consumen ustedes
alrededor de veinticuatro duros al mes.
—Una cosa así. Sí, señor.
—Desayuno. ¿Qué le cuesta a usted el desayuno?
—Ponga usted dos pesetas, y pué que me quede
corta.
—Más gastos.
—Carne pa el cocido, 2,80 diarias; patatas pa la
comida y la cena, 1,65; jabón, siete kilos al mes, 3,85; carbón, cada diez
días, 4,75: lejía, una peseta al mes Y na más, que me acuerde, de cosas de la
casa.
—Vamos con el capítulo de ropa.
—De ropa, me arreglo sacándola a plazos y pagando
treinta pesetas tos los meses. Lo mismo hago con el calzado, pagando un duro
menos.
—Resumiendo amiga Alfonsa: que viene usted a gastar,
en cifras redondas... Espere usted que haga la cuenta. (Aquí el reportero se
mete en un intrincado laberinto de meses, pesetas, multiplicaciones, sumas
cálculos y promedios, que viene a dar por resultado esta cifra desoladora: 640
pesetas con 10 céntimos.
—¿No se lo decía yo a usted? Más de veinticinco duros
por encima de lo que recibo.
—¿Y cómo se las arregla usted. Alfonsa?
—Arreglándomelas; echando menos cosas al puchero;
dándole mil vueltas a un vestido o a un traje antes de comprar otros. Lo que se
dice haciendo milagros, que es lo que mejor sabemos hacer los pobres.
—Vamos a ver, Alfonsa: ¿cómo piensan ustedes pasar la
Nochebuena?
—¿Qué cómo pensamos pasarla? Pues como toas las
noches. Comiendo de lo que haya, y a la cama, que es tarde.
—¿Sin extraordinario de ninguna clase?
—Que no nos falte lo ordinario, y gracias.
P.M.
Crónica. Número extraordinario de Navidad
20 de diciembre de 1931
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