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1735. Recordando a Victoriano Crémer

Presos en el campo de concentración de San Marcos durante una entronización religiosa.
Foto: Libro Filmoteca de Castilla y León/La Gafa de oro


Tenía razón Prida, qué hombre, tan distinto a cuantos ya llenábamos la celdona, más de cien hombres en no más de cincuenta metros y si no sobraba sitio, tampoco faltaba, que el ser humano es especie de muy singulares condiciones de adaptabilidad; pues tenía toda la razón cuando aseguraba sin levantar la voz, como si dictara una lección sobre Góngora, que la sinrazón no mueve montañas; desde luego, pero acaba con el prójimo, le replicaba nervioso Mariano Blanco, moviéndose entre los petates acumulados contra la pared...

Se nos había llenado la celda de huéspedes y hubo que organizarse, por la cuenta que nos tenía, nombrando un cabo o representante para las autoridades del campo de concentración, que eso era San Marcos, vamos a dejarnos de eufemismos, insistía Fernández Pereiro, a quien llamábamos Rey como apellido más conocido, porque de prisión celular nada y de cárcel modelo mucho menos; y se nombró "capo" o cabo a un Muñíz Alique, que parecía disponer de cierta consideración por parte de los guardianes; y bien que necesitábamos de autoridad representativa y ejerciente en el interior, principalmente en los momentos verdaderamente graves del programa del día: la higiene a carrera contra reloj, el rancho y sus complicaciones, dada la enormidad de hambre almacenada, y el acomodo nocturno de ciento y más yacentes sobre espacio en el que anteriormente tan solo se alojaban dos caballos, por más que fueran percherones.

Sobre el territorio delimitado por una manta de munición extendida, yacíamos y hasta dormíamos debidamente, sincronizados los movimientos, Caruezo, médico; Fuertes, abogado y yo, que no era nada y "abultaba menos".

"¡Comeos los unos a los otros!", nos aconsejaban piadosamente los guardianes, "y así tendréis más sitio"; y aunque no a tales extremos de antropofagia llegáramos y no por falta de hambre, sí se prodigaban los incidentes a la hora de acoplamientos nocturnos; y allí el capo y su autoridad antes de que la impusieran extraños a golpe de culata; pero salvadas esas extremadas circunstancias y las no menos extremadas a que obligaban las digestiones nocturnas producidas por la pueca y parca colación, a base de mondas de patatas entrecocidas que imponían en los descompuestos una alucinante tournée hacia los recipientes previstos para el caso, pisando durmientes, el resto de la jornada, si no se producían salidas para "prestar declaraciones", de las cuales no se regresaba o se volvía "como para no prestar", se desarrollaba normalmente, quiere decirse todo lo civilizadamente que cabía esperar de una comunidad a la fuerza tan diferente y, por tanto, de tan contrarias reacciones y comportamientos; que el hombre, explicaría no sin mala uva Blanco, nuestro dibujante, es una animal de costumbres.

La artesanía presidiaria había conseguido preparar no solamente barajas, con cartoncillos de cajas de cerillas, sino hasta tableros y figuras para los juegos del ajedrez y de las damas, con piezas amasadas de miga de pan, composición ésta tan tentadora que nos obligó más de una vez a rehacer piezas y no solamente por la avidez de las ratas y ratones, de las que contábamos con nutridas mesnadas, sino porque el hambre es mala consejera y nunca faltaban estómagos republicanos o socialistas o ácratas agradecidos que se brindaran a dar hospitalidad a reinas y reyes; y era en ese tiempo de serenidad y confianza cuando se desplegaba el capítulo de las confidencias y todos acabábamos por saber un poco de cada uno, que tampoco la situación y los recelos eran como para confesarse, que en todas partes había soplones.

También solíamos recibir visitas de gentes, naturalmente adictas, o sea, muy de derechas, como decía el Chato del Puente, que nos contemplaban desde la puerta o desde la ventana, como si fuéramos monos, y es de suponer que por nuestro aspecto, pelados al cero, barbudos, andrajosos y malolientes, no cabría la equivocación de suponernos seres humanos; cuando se cambiaba la guardia, los nuevos responsables de nuestros cuidados, qué cosas, solían someternos a sagaces interrogatorios: por ejemplo, a Prida, que había declarado su condición de diplomático, le cargaban la tremenda culpa de haber sido nombrado por Gordón Ordás y, por tanto, que consecuentemente, era una masón de tomo y lomo y un dinamitero de la sociedad y la religión; y como Acero, que era un muchacho empleado municipal y que presentaba bien visible en el mono que vestía, una S y una M, pues se empeñaron en traducir las iniciales por Sindicato Marxista, y por intentar corregirles, asegurando bajo palabra que aquella S y aquella M significaban "Servicios Municipales", se ganó un culatazo, que fue toda una lección para la comunidad.

De modo que, convencidos de que en boca cerrada no entraban moscas y que por la boca muere el pez, acatábamos disciplinadamente cualquier anotación biográfica que se nos hiciera, mientras la población reclusa se incrementaba de manera tan alarmante que temimos que llegar un día nada lejano en que nos viéramos obligados a dormir por turnos y a comer, es un decir, un día a la semana.

Venían grupos numerosos de Valderas, de Ponferrada, de Mansilla, de León, naturalmente: Pindado, uno de los Monje, Elías el de Villamandos, Félix Pérez, el Rojo del Molino, el Chato del Puente, Celiano el tipógrafo, Eloy el transportista, Campelo el comunista; allí todos hirviendo en aquella olla podrida de la celda número cinco; mientras Prida leía a Góngora, Blanco dibujaba, Caruezo ensayaba curaciones milagrosas sin medicinas, Fuertes aconsejaba argumentaciones jurídicas para las defensas inútiles ante los Consejos de Guerra y, en amplia colaboración, con música de tango, componíamos el "Himno al ceneque o el que con pan sueña", y la coral "Cuatro paredes"...

Lo que no impedía que la máquina represiva funcionara inapelablemente, rigurosamente y que fueran desapareciendo, por misteriosos turnos, los unos y los otros...


Victoriano Crémer
"El libro de San Marcos", 1980









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