Llegada de las Brigadas Internacionales al Cuartel de la Guardia Nacional Republicana (Albacete) |
Han venido de diferentes países: de Italia, de
Noruega, de Holanda, de Bulgaria. No podían conversar entre ellos. No tenían un
idioma común. Pero juntos cantaban La Internacional. Entre ellos había viejos y jóvenes, albañiles y músicos. Combatieron
como héroes. Nunca retrocedieron. Vi en una aldea a viejos campesinos abrazar a
los extranjeros. Posiblemente hubiesen querido decirles: «¡Sois nuestros
hermanos, nuestros hijos, nuestros protectores!». Pero ni húngaros ni franceses
entendían español. Las mujeres se asomaban a las puertas, rodeadas de niños, y
alzaban el puño, con lágrimas en los ojos.
Algún día, alguno de los héroes
supervivientes escribirá un libro deslumbrante sobre el valor y la fraternidad.
Será la historia de las Brigadas Internacionales.
Escribo esta historia sentado en un
camión. He olvidado qué es una mesa, un tintero. Alrededor, allá arriba, un
cielo cuajado de estrellas. Los franceses siguen el compás de La
Carmagnole, golpeando en las soperas.
Me encuentro a un bielorruso de Stolbtsy,
ex seminarista. Sus padres le decían que era un monstruo. Un día leyó en un
diario polaco: «Criminales emigrados polacos luchan en España al lado de los
rojos». Consiguió un pasaporte y dinero para el pasaje. Ahora es teniente de
artillería.
Un judío de Lvov. Tuberculoso. De
profesión, sastre. Tiene veintidós años y ha pasado tres en la cárcel. Llegó a
París escondido entre los ejes de un vagón de carga. Completamente tiznado, se
arrastró hasta el andén. Lo tuvieron detenido ocho días. Después volvió a
esconderse bajo un vagón y llegó a la frontera española. En los combates en los
alrededores de Madrid ha hecho prisioneros a dos marroquíes.
Un italiano. 54 años de edad. Empleado.
Cuando un orador pronuncia un discurso, asiente con la cabeza. Muy delgado, con
una barba rala de chivo.
—Ésta es mi segunda revolución —dice el
italiano; la primera fue en el distrito de Tambov. Soy de Trieste. He sido
prisionero de guerra y después trabajé en Francia. Espero ver una tercera
revolución, en mi tierra.
Un francés, propietario de una tienda en
Toulouse. Durante seis semanas leyó en los diarios noticias sobre las
«bestialidades» de los marxistas españoles, sobre la «generosidad» del general
Franco, sobre las ventajas de la no-intervención. Un día leyó un artículo sobre
los niños de Madrid que los mercenarios alemanes habían asesinado. Cerró su
tienda y puso un cartel en la puerta: «Cerrado hasta la victoria definitiva del
pueblo español». Y se fue a Barcelona. Le habían herido en el hombro.
—Pronto estaré curado y podré volver al
frente.
Un pastor de ovejas, eslovaco, dijo:
«Contra los aristócratas, por la verdad».
Un alemán, catedrático, especialista en
investigaciones sobre la flora subacuática. Comandante del Batallón «Karl
Liebknecht», ha arrebatado al enemigo dos ametralladoras.
Un belga, cuarenta y cuatro años. Minero.
Dejó mujer e hijos en su tierra.
—Da asco ver cuántos jóvenes se pasean por
Valencia. Habría que mandarlos a Asturias, al frente. Allí hay gente de los
nuestros que sabe morir.
En la pedregosa tierra de Castilla he
encontrado gente de los suburbios de París: Ivry, Villejuif, Saint Denis,
Asnières, Suresnes. En las noches heladas los hombres duermen al raso,
descubiertos.
Los heridos, en los campamentos médicos de
campaña, apretaban los dientes para no gritar. Al morir, todavía alzaban el
puño.
Muchas veces no se conseguía entender lo
que decían. En la oscuridad, no se distinguían sus caras. Únicamente se sentía
el calor de sus manos. Aprendí en lo más profundo de mi ser qué es la
fraternidad.
Sus secciones tenían nombres de héroes y
mártires: el Batallón «Dombrovski», el Batallón «Garibaldi», el Batallón
«Thälmann», la Batería «Edgar André», el Batallón «Fontaine».
En una iglesia semiderruida, a la escasa
luz de las linternas, cinco hombres componían el diario de los artilleros.
Impreso en cinco lenguas. Un artículo en francés, otro en italiano, el tercero
en alemán, el cuarto en español y el quinto en polaco.
El cajista, un parisiense, componía
palabras que le resultaban incomprensibles. De tanto en tanto, sonreía al
encontrar una expresión familiar: «Fascistas», «Madrid», «Internacional».
El comisario interrogaba a los infractores
en una choza helada, vacía:
—Te has emborrachado y has abandonado tu
puesto. No necesitamos gente como tú. El batallón ha decidido hacerte volver a
Francia.
El voluntario calló. Era un joven obrero
metalúrgico de Saint-Étienne. Tenía un rostro agradable, de rasgos algo toscos.
Finalmente dijo:
—No me hagas volver. ¿Me oyes? No me hagas
volver. No me iré. He venido a luchar contra los fascistas. Sé bien lo que he
hecho. Si es necesario, hazme fusilar para dar ejemplo a los demás, pero no me
eches. Me mataré si me obligas a regresar. Mándame a un puesto avanzado, de
patrulla; al encuentro del enemigo; a la muerte. A donde quieras, pero
simplemente no me hagas volver.
Grandes lágrimas inundaron su cara ancha,
simpática. El comisario se dio la vuelta y dijo:
—Está bien, revocaremos la orden.
Entonces el miliciano se secó los ojos, se
puso en pie y alzó un puño húmedo.
Los italianos organizaron una fiesta para
los campesinos en una pequeña aldea. Cantaron canciones napolitanas y
venecianas, hicieron juegos de manos, bailaron. Después, se proyectó una
película sonora en la que aparecía Tchapaiev entonando la canción popular rusa
del batallón Cuervo negro.
El comandante leyó un manifiesto del
general Kléber: «Estoy orgulloso de los triunfos del batallón italiano».
Pronunció su discurso un italiano canoso:
—A la bandera roja, salud. Bajo esta
bandera ha vencido Tchapaiev. Bajo esta bandera hemos defendido Madrid. Bajo
esta bandera celebraremos en Roma nuestra victoria.
A modo de respuesta, resonó en cientos de
gargantas la canción preferida de los obreros italianos: «Vencerá la bandera
roja».
Una española de rostro serio, en el que se
mostraban la miseria y el hambre, alzó a su niño y gritó: «¡Pues sí,
vencerán!».
Ilya Ehrenburg «Las Brigadas Internacionales»
Izvestia, 17 de diciembre de 1936 |
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