Los milicianos ante la casa de Galdós
Por el hotelito de la calle de Hilarión Eslava, donde se nos quedó muerto hace diez y siete años la pluma de San Quintín y de Zaragoza, pasa en este 4 de Enero, en que se cumple el aniversario del épico estruendo de otro «Episodio Nacional». El «episodio»—uno más, aunque aventajando en sus proporciones y en su proyección histórica a cuantos conmovieron la entraña española en sus luchas de un siglo por las libertades populares—que sólo aquella pluma hubiera sabido escribir.
No se podía olvidar a Galdós. Pero su ausencia se nos ha hecho más sensible desde que rugen sobre España las cóleras de la Revolución y la guerra. Y hemos de ir a buscarle donde le vimos por última vez.
La calle de Hilarión Eslava era ya entonces buen lugar galdosiano: desmontes que acaso habían visto la niñez desvalida y triste del doctorcito Centeno, pequeño comercio de arrabal, un asilo de huérfanos y una vecindad de menestralía pudiente, militares retirados y viejas pensionistas que acudían cada tarde al rosario en el Buen Suceso.
Diez y siete años antes, cuando Galdós se nos murió, cuando se nos quedó muerta en su mano la pluma de los «Episodios», fué como si todo el galdosianisimo del lugar se nos hubiera empezado a morir también. Y sobre los desmontes se alzaron edificios que aplastaban la expresión arrabalera del barrio. Y el pequeño comercio y los vecinos menestrales fueron poco a poco dejándose empujar más allá.
Pero ahora el «Episodio Nacional» que no ha podido escribir aquella pluma rehace la calle de Hilarión Eslava con la mejor arcilla galdosiana. La guerra y la Revolución han vaciado el barrio hasta sus cimientos. Y de la tierra removida, como de viejas tumbas abiertas, se levantan los personajes de Galdós en cada uno de los milicianos que, arma al brazo y tesón liberal en el corazón, trazan un ademán popular heroico ante el hotel de don Benito, del que parece que nacieron por prodigio creador de la pluma que aun después de muerta hubiera podido seguir escribiendo.
¡Milicianos en la casa de Galdós! Viéndolos hay que pensar en aquellos personajes en busca de autor, de Pirandello. Porque es como si estos milicianos, al detenerse ante el hotel de don Benito, estuvieran buscando a Galdós para hacerse creación galdosiana en un desesperado anhelo de superrealidad.
Hay uno que guarda en su pobre vivienda de artesano la colección completa de los «Episodios».
—Fui comprando, uno a uno, en mucho tiempo. Cuando podía gastarme seis reales o siete, en librerías de «usados»... o en los puestos del Rastro o de la Feria de la Cuesta de Claudio Moyano...—dice—. Algunos tomos no estaban muy cuidaos... Pero frotando las hojas con miga de pan, para limpiarlas, y pegándoles a los lomos unas tiras de papel de envoltura, no se conservan mal. Hace dos años que estuve una temporada parao; me ofrecían por la colección siete duros. Fué cosa de la mujer, que ya no tenía qué llevar a empeñar, y me quería cambiar la biblioteca por dinero pa ir saliendo adelante. Pero se salió entonces como se pudo, sin tener que separarme de aquellos libros. Ni me separaría de ellos por nada. Sólo en ellos se aprende más que en una escuela.
Todos los milicianos que se agrupan ahora ante el hotel de don Benito conocen a Galdós.
—Me sé su biografía muy bien—asegura con firmeza Alfonso Gómez, cincelador de oficio y hoy alistado en las Milicias de la Casa del Pueblo.
—He leído todos sus «Episodios». Y La familia de León Roch. Y Marianela...-—añade.
José Molino, otro miliciano de la Casa del Pueblo, cree que ningún escritor español, como Galdós, ha levantado tanto la ambición liberal de las clases trabajadoras.
Se evoca bien entre los milicianos a Galdós. Tan bien, que parece que a la evocación va a abrirse, conmovida, la puerta del hotelito, y el propio Galdós va a asomarse hasta sus dinteles al encuentro de estos vivientes personajes suyos. Pero la puerta sigue cerrada, infranqueable aún para el respeto popular, al que un cartel, acaso demasiado escéptico, confía la custodia del edificio. Abierto hubiera estado mejor. Y si pudiera, la propia mano de Galdós habría arrancado el cartel y dado franco paso a los milicianos, como criaturas suyas, vivas, que son, hasta donde su pluma muerta descansa de haber dado vida a tantas criaturas iguales.
José Romero Cuesta
Mundo Gráfico, 6 de enero de 1937
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