Los soldados tomados prisioneros en el asalto al Cerro de los Ángeles en enero de 1937, muestran su alegría al ser absueltos.
Eran simples soldados de reemplazo.
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Otra vez, al cuarto día de la ofensiva enemiga, se le
acaban las municiones al ejército que defiende Madrid. Sigue el enemigo
intentando cortar las comunicaciones con la sierra, para lo cual avanza ahora
hacia el monte de El Pardo, con le esperanza de llegar hasta la carretera de
Francia. Los milicianos, pegándose al terreno, resisten desesperadamente. Pero
las municiones se agotan.
Miaja está reunido con la Junta de Defensa escuchando
pacientemente un largo discurso del delegado de CNT, cuando por entre las
cortinas de su dormitorio, que se halla en comunicación con el despacho del
jefe del Estado Mayor aparece el teniente coronel Rojo, quien con sobrio ademán
interrumpe al orador y dice:
—Señores; no queda ni un solo cartucho para seguir
combatiendo. ¡Esto se he terminado!
Todos se ponen en pie precipitadamente y vuelven los
ojos hacia el general Miaja, que agrega:
—Ya lo habéis oído. Se acabó la política. Que cada cual
vaya a su organización y se traiga los cartuchos que encuentre. Hay que
sacarlos de donde los haya. Queda suspendida la reunión de la Junta.
Miaja sabe que a pesar de todas las órdenes y
requisas, lo mismo los anarquistas, que los comunistas tienen aún escondidas
algunas cajas de municiones. Los miembros de la Junta van a sus respectivos
partidos y sindicatos y convencen a los directivos que si no entregan los
cartuchos que tengan aún, Madrid está perdido. En dos o tres horas se reúnen en
el patio del Ministerio hasta cien mil cartuchos. Ha habido incluso que vaciar
las cartucheras de los centinelas. Como no hay un minuto que perder, los
miembros de la Junta, ellos mismos, en sus automóviles van a llevar las cajas
de municiones al frente. El primer auto que sale cargado de cartuchos es el del
propio general Miaja. Lo importante es que antes de que amanezca y el enemigo
reanude el ataque, tengan los milicianos alguna munición. La situación de los
que se hallan en primera línea es tan desesperada, que el solo hecho de
encontrarse con una dotación de cartuchos en el cinto hace que el miliciano
vuelva a ser optimista y se sienta capaz de conseguir
la victoria. Con el nuevo día se reanuda la lucha y naturalmente, los rojos
llevan la peor parte, pero ya no ceden el terreno más que paso a paso,
disparando certeramente contra los asaltantes y pasando ordenadamente de
trinchera en trinchera con una moral admirable.
Desde el sótano del Ministerio de Hacienda, el
teletipo transmite a Valencia las apremiantes llamadas del general Miaja al
Gobierno. Su último mensaje dice textualmente:
«No queda ni un cartucho y el enemigo ataca
durísimamente».
La contestación no se hace esperar. Cuando se la
transmiten, Miaja salta como si le hubieran dado un latigazo. Largo Caballero replica
a los angustiados requerimientos del defensor de Madrid con una frase
despectiva, usual en el argot del juego:
«Usted lo que quiere es cubrirse con la pinta» dice el
despacho del Presidente del Consejo, acusando así al general Miaja de querer
disculparse del fracaso de las tropas republicanas con la falta de municiones.
Ciego de furor, Miaja destroza el telegrama, ruge,
blasfema y en un arranque de desesperación, grita:
—¡Yo no aguanto más! ¡Me voy ahora mismo! ¡Qué el
Gobierno mande aquí a quien quiera! ¡A ver si encuentra alguien capaz de
soportar esto!
Y uniendo la acción a la palabra, intenta abandonar el
despacho en el acto, pero el teniente coronel Rojo, su ayudante y su secretario
le salen al paso pretendiendo calmar su justa ira. El general Miaja les aparta
rudamente, diciendo:
—Yo sé cuál es mi deber. El Gobierno quiere a todo
trance que yo me vaya de este puesto. ¡Ahora mismo, puesto que así lo quieren!
Los dos jefes militares, contenidos por el ademán seco
del general, no se atreven a retenerlo, pero su secretario, el fiel Pérez
Martínez, se planta ante la puerta y le dice resueltamente:
—Usted me mata si quiere pero yo no lo dejo salir de
aquí, mi general. No se trata del Gobierno, sino de los hombres que están bajo
su mando. Usted no puede abandonarlos, general.
La cólera de este hombre sencillo y noble que es
Miaja, se calma como por ensalmo con estas emocionantes palabras del más
humilde de los colaboradores. El teniente coronel Rojo, reafirma:
—Las consecuencias de su decisión no las sufriría el
Gobierno, sino el pueblo de Madrid y su abnegado ejército, mi general.
Esta simple reflexión basta para que el general Miaja
pasando sin transición de la ira a la calma, se vuelva a su mesa de trabajo y
reanude su labor, sin agregar una sola palabra. Inclinado sobre sus papeles, se
le oye solo rezongar entre dientes:
—¡Qué me cubro con la pinta! ¡Algún día hablaremos de
esto!
Moral inquebrantable
A pesar de todo, el avance enemigo puede ser contenido
al fin sin que haya logrado su propósito de cortar las comunicaciones de Madrid
con la sierra. Hubiera sido una verdadera catástrofe. Los diez mil hombres que
la república tenía en la sierra, al verse incomunicados hubieran tenido que
rendirse y todas las fuerzas facciosas que desde el comienzo de la guerra
estaban contenidas en Guadarrama, Navacerrada y Somosierra, se habrían
descolgado sobre Madrid.
Durante varios días se sigue combatiendo
durísimamente; pero ya no se pierde terreno. En cambio, el bombardeo aéreo de
Madrid se intensifica. El día 8 vuelan sobre las barriadas obreras del norte de
la capital dieciséis trimotores que hacen una gran carnicería. Al día
siguiente, hay otro bombardeo, también intensísimo. Una de las bombas alcanza
el edificio de la embajada británica.
Pero aunque la situación es crítica no lo es
desesperada, como en los días pasados. Miaja, y con él todos los madrileños,
juzgan la situación con un reconfortante criterio de relatividad que les hace
ser optimistas.
—¡Peor estábamos el día 6 de noviembre! —replica el
general, siempre que alguien le señala la gravedad del momento presente.
Los trances que Madrid ha pasado son tan duros que ya
nada tiene importancia. Un día vienen a decirle a Miaja que hay un riesgo
terrible para Madrid. El enemigo ha avanzado hacia uno de los más importantes
transformadores de energía eléctrica, y si no se le impide apoderarse de él, la
capital corre el riesgo de quedar privada de una gran parte del fluido que
consume.
—¡Si esa central eléctrica se pierde, Madrid está
perdido! —le dicen.
Miaja, que sigue atentamente la lucha en aquel sector
y que ha puesto cuanto está en su mano para cerrar el paso al adversario, se
niega en redondo a aceptar tal sugestión catastrófica y desconcierta a quienes
le llevan la comunicación, diciéndoles con el aire más natural del mundo:
—¿Qué es eso de que Madrid está perdido si se pierde
esa posición? ¿Quién ha dicho eso?
—Pero, mi general, si Madrid está privado de energía
eléctrica, ¿cómo va a defenderse? ¿Cómo se va a vivir y a luchar a oscuras?
—¡Divinamente hombre! ¡Si no tenemos luz lucharemos a
oscuras y a oscuras seguiremos viviendo! ¿Qué más da?
Esta disposición de ánimo que no es solo la del
general Miaja, sino la de todos los madrileños, hace que Madrid sea invencible.
El ejército enemigo empieza a comprenderlo así y cejando al fin en sus
intentonas desesperadas, perdida ya toda esperanza de tomar Madrid, se dispone
a consolidar sus posiciones y a emprender una guerra de usura a largo plazo que
dura todavía. Madrid está salvado.
El día 12, el Presidente del Consejo de
Ministros y Ministro de la Guerra, el propio Largo Caballero, envía su
felicitación al general Miaja y a todos los jefes que han tomado parte en la
defensa de Madrid. Anticipándose, el Ministro del Aire, don Indalecio Prieto,
había dirigido pocos días antes al general Miaja, el siguiente despacho: «Al
nacer el año 1937, el Mundo entero tenía puesta su mirada anhelante en Madrid.
La defensa heroica de ese pueblo constituye el prólogo magnífico de nuestra
victoria. Conmovido ante la abnegación y el martirio que tal defensa viene
significando, saludo en usted a quienes han sabido transformar el dolor por
tantas vidas inocentes en arrojo para vengarlas».
Hermano contra hermano
Una vez estabilizados los frentes y terminadas las
obras de defensa de Madrid, verdaderas fortificaciones modernas que los
técnicos extranjeros han de considerar como perfectas en su género, se pasa a
la guerra de posición que durante meses y meses mantiene el forcejeo estéril de
los dos ejércitos, limitado ya a los golpes de mano aislados.
La primera acción de guerra en la que las tropas
republicanas toman la iniciativa es un golpe de mano contra el cerro de Los
Ángeles, donde los rebeldes tienen emplazadas unas baterías con las que
cañonean constantemente el centro de Madrid. El día 17 de enero salen del
despacho de Miaja aleccionados personalmente por el general, los hombres que han
de ejecutar la primera maniobra verdaderamente estratégica del naciente
ejército del pueblo que hasta ahora solo ha aprendido de la guerra a encajar
los reveses.
Provistos de tenazas, los soldados de la brigada
Líster avanzan sigilosamente durante la noche y van cortando las alambradas que
defienden las posiciones enemigas del cerro de Los Ángeles, que los comunistas
llaman Cerro Rojo. La maniobra se lleva a cabo tan a la perfección, que los
asaltantes se abren paso sin alertar siquiera a los centinelas adversarios.
Cuando caen sobre el destacamento enemigo, no le dejan tiempo ni para intentar
la defensa. Estaba el adversario tan poco acostumbrado a que los rojos fuesen
capaces de una iniciativa cualquiera, que el comandante Belda, jefe de la posición,
es sorprendido mientras dormía y los soldados que le hacen prisionero tienen
que darle tiempo para que se vista. Los ochenta y tres hombres del destacamento
son hechos prisioneros y conducidos a los sótanos del Ministerio de Hacienda.
Al saber cómo se ha llevado a cabo la operación,
comenta Miaja:
—Ahora es cuando la República comienza a tener un
ejército de verdad.
Luego interroga a los prisioneros. Los ochenta y tres
hombres se hallan alineados en los corredores del Ministerio. En el rostro de
todos ellos se refleja el terror. Les han dicho tantas veces que la horda roja
se entregaba a los más sádicos refinamientos de crueldad, que no se hacían
ninguna ilusión respecto al fin que les esperaba. El general Miaja, con su aire
grave y al mismo tiempo paternal, les pasa revista y luego les arenga,
diciéndoles:
—«¡Muchachos, os han engañado vuestros jefes! Sé que
os han dicho muchas veces que aquí somos unos criminales y comprendo que ahora
temáis por vuestras vidas. ¡Pero yo os digo que aquí no se fusila a nadie!
«Estáis entre soldados que aman al pueblo y por él
luchan. Estos soldados, que saben morir, saben también respetar a sus
prisioneros y vosotros que luchabais porque os tenían engañados, sois nuestros
hermanos».
Esta arenga que no se esperaban, hace renacer la
alegría en los rostros de aquellos ochenta y tres hombres que se entregan a los
más expresivos transportes de júbilo. El viejo general les dice entonces:
—Gritad conmigo: ¡Viva la República!
A este viva solicitado que, lógicamente, no han de
rehusar, agregan los prisioneros otro que sale del fondo de sus corazones
agradecidos:
—¡Viva el general Miaja! —gritan todos con redoblado
entusiasmo.
Inmediatamente comienzan los emocionantes diálogos de
unos soldados con otros. Lo que más sorprende a los prisioneros es encontrarse
con españoles como ellos.
—¡Nos habían dicho tantas veces que Madrid estaba
defendido por un ejército ruso, que creíamos que efectivamente erais rusos!
—Yo soy ruso de Lavapiés. ¡Valientes paletos sois!
—dice desdeñoso un chulillo castizo.
—¡Cómo os veíamos desde lejos con esos gorros tan
raros, creíamos que erais verdaderos cosacos!
—¡Amos, anda, so pasmao! ¿Quieres que te hable en
ruso
Atiende bien a ver si te quedas con la copla:
Anazagalopi, martiruli
es polin del papa y güeli
ca–ti–la–ma–ca–ti
del sopin paiso.
Azanagamapoli, martiruli
pa–te–con del peto–pi
pan de la pompilachi
corni, corchi–cachi
de la remochachi
de la matrin, de la matran.
Y el miliciano madrileño, chispero y castizo, repite
al prisionero esta canción disparatada que los defensores de Madrid cantan por
broma en las trincheras, haciendo creer a los de enfrente que se trata de
auténticos soldados del ejército soviético.
Ríen todos fraternalmente. Entre el bullicio de las
conversaciones, se oye suplicar a uno de los prisioneros:
—¡Dejadme! ¡Por lo que más queráis, dejadme ir ahora
mismo!
—¿Qué le pasa a ese? —pregunta el general Miaja.
El prisionero, cuadrándose ante él, contesta con voz
velada por la emoción:
—Tengo a mi madre en Madrid. Desde hace dos meses
estoy de servicio en las baterías del cerro de Los Ángeles, disparando yo mismo
los cañones que bombardean Madrid. Dejadme ir a convencerme de que la pobre
vieja vive todavía. No puedo vivir pensando que uno de aquellos obuses que su
hijo disparaba, la haya matado.
Y se pone a llorar como un chiquillo.
Manuel Chaves Nogales
La defensa de Madrid, capítulo XVI
La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.
María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.
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