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1767. Respuesta obligada: carta abierta del Cardenal Gomá al Sr. D. José Antonio Agirre

En la iglesia de las Salesas Reales, Francisco Franco, ofrenda, ante el cardenal primado Isidro Gomá, su espada, regalo de los
legionarios cuando ascendió a general. Madrid, mayo 1939


Una mano amiga interesadísima, como de buen cristiano y patriota, en que termine la cruentísima lucha en que se consume España, hace llegar a las mías un ejemplar del periódico “Euzkadi”, de Bilbao, número 7.485, en que se inserta el discurso pronunciado por V. el 22 de Diciembre último. Por las reiteradas alusiones que hace al silencio de la jerarquía sobre determinados puntos cuya gravedad no puede ocultarse en estos momentos, me creo en el deber de contestarle, como representante más alto que ha querido la Santa Sede fuese, en mi insignificancia personal, de la gloriosa jerarquía eclesiástica española.

No creo salirme de mis atribuciones de Prelado, ya porque estoy comprendido dentro de la apelación general que V. hace a la conciencia universal y a la jerarquía, ya porque tengo la seguridad de que interpretaré el sentir de su Prelado, el venerable y queridísimo Hermano de Vitoria, hoy ausente de la Diócesis. Ni quiero deje de tener este escrito el carácter de Instrucción Pastoral dirigida a mis diocesanos, por cuanto las cuestiones que en el discurso de V. se tratan y que son objeto de esta carta afectan a todos los españoles, que nunca como hoy necesitan luz que les oriente en las gravísimas cuestiones de orden político-religioso.

Un doble ruego me permito hacerle antes de entrar en materia. Esta carta no es polémica. Me sitúo en ella en el plano a que llama V. a la jerarquía, no para entablar un diálogo en que difícilmente llegaríamos a un pensamiento concorde, sino para contestar, con toda caridad, a sus requerimientos, con la fundada esperanza de que, por ley misma de caridad, que no busca el bien propio sino el de todos, llegaremos a la coincidencia de criterio, disipadas las dudas que encierran sus interrogantes dirigidos a la jerarquía. Por lo mismo, no se imponga V. por cortesía el deber de contestar mi pobre escrito, que yo no podría corresponderle.

Mi otro ruego es que V. que tiene ahí fáciles medios de propaganda, dé a estas cuartillas la máxima publicidad. Me tortura la idea, señor Aguirre, de que ese querido pueblo vasco no ha conocido toda la verdad en los problemas de doctrina y de hecho que ahí se han agitado estos últimos tiempos; y que cuando la verdad, por el magisterio categórico de los Pastores de la Iglesia, ha querido abrirse paso e iluminar las inteligencias, ha quedado entre veladuras por la interposición de humanas conveniencias, más atentas a las conquistas de orden político que a los altísimos intereses de orden sobrenatural, que deben tener siempre la primacia en todo.

Hechas estas indicaciones, he de decirle, señor Aguirre, que leí su discurso de un tirón. Ha dejado en mi alma la impresión de haber oído la voz de un católico convencido que ama su tierra con el amor que sigue al de Dios y que se ha empeñado nobilísimamente en labrar la felicidad de su pueblo. Si el orador es el Vir bonnus dicendi peritus, V., señor Aguirre, es un buen orador. Dios le ha dado un alma buena, y V., por su parte, la ha puesto, con toda su fuerza, al servicio de lo que juzga una buena causa, que defiende bravamente con todos los recursos de su inteligencia, de su corazón y de su palabra.

Algunos reparos al discurso

Este es usted. Del fondo de su discurso, aun reconociendo las muchas verdades que contiene, tal vez no podría decir igual. Tendría que oponerle serios reparos. Pero no es mi objeto hacer del mismo un análisis, ni una censura de los puntos de discrepancia con mi criterio, y si sólo buscar coincidencias en el fondo claro y tranquilo del pensamiento cristiano que nos informa, a usted y a mí, para derivar de ello consecuencias que podrían ser provechosísimas para todos en estos graves momentos.

Dejo la parte de su discurso en que expone realidades logradas y delinea proyectos para el engrandecimiento del pueblo vasco. Todos anhelamos el bien máximo para todas las regiones españolas, del que derivaría el bien máximo para la gran patria. España, multiplicación, más que suma, del bien parcial de cada país. Es lamentable equivocación hija del amor, que ciega cuando se desvía, creer que un enjambre de pequeñas repúblicas pudiesen labrar para todos los españoles un bien mayor que el que podría venirnos de un gran Estado bien regido, en que se tuviera cuenta de los relieve espirituales e históricos de cada región. Reconcentrarse en los pequeños egoísmos comarcales es reducir el volumen y el tono de la vida, del Estado y de la región. Un gran diamante que se quiebra en varios pierde automáticamente la mayor parte de su estima.

Pero esto es cosa de derecho político, que no es de este sitio. Siguen a ello dos afirmaciones, rotundas, que usted intenta probar sin conseguirlo, y que encierran una flagrante contradicción con los hechos y con la conciencia de gran parte de la nación. “La lucha se ha planteado –dice usted- entre el capitalismo abusivo y egoísta y un hondo sentido de justicia social.-La guerra que se desenvuelve en la República española, sépalo el mundo entero, no es una guerra religiosa, como ha querido hacerse ver. Permítame una sencilla glosa a las dos afirmaciones.

Cuanto a la primera, no creo que haya una docena de hombres que hayan tomado las armas para defender sus haciendas. Ni para defenderse de los vejámenes de los que las tienen y administran. Admitimos un fondo de injusticia social como una de las causas remotas del desastre; pero negamos en redondo que esta sea una guerra de clases. Un pretexto no es una razón; y las reinvindicaciones obreras no han sido más que un pretexto de la guerra. Esta ha sido más cruel y más dura donde razón y pretexto eran menores, en Asturias, en Vizcaya, en Cataluña, donde el obrero está económicamente al nivel, o sobre, de los más retribuídos de Europa.

Más; una razón no se impone por la suprema de las razones, que es la guerra, sino cuando han fallado todos los recursos de orden legal y moral para dirimir las querellas sociales de clase; y la guerra estalló cuando una tupida red de leyes protegía al obrero y facilitaba su acceso a la propiedad y a la participación en los negocios. Ni ha cesado la guerra, antes se ha convertido en querella intestina entre los obreros, en las regiones que paulatinamente se sovietizan. Como procedimiento, la guerra ha sido un gran expolio de ricos y pobres, no en bien de la comunidad, sino en provecho de los vivos, de los audaces, de los fuertes. Quien lleva la guerra, Franco, no ha hecho las partes de los ricos, sino que predica en todos los tonos la necesidad de una mayor justicia social. Se cuentan, por fin, por docenas de millares los que se han alistado en la guerra sin más haber que el fusil que se ha puesto en sus manos, ni más ideal que su Dios y su patria.

La afirmación segunda, que pudiese contener una alusión a mi folleto “EL CASO DE ESPAÑA”, y que es una apelación al mundo entero, no concuerda con la realidad. Es en el fondo, guerra de amor y de odio por la religión. El amor al Dios de nuestros padres ha puesto las armas en mano de la mitad de España aún admitiendo motivos menos espirituales en la guerra; el odio ha manejado contra Dios las de la otra mitad. Ahí están los campamentos convertidos en templos, el fervor religioso, el sentido providencialista, de una parte; de otra, millares de sacerdotes asesinados y de templos destruidos, el furor satánico, el ensañamiento contra todo signo de religión. Ahora vienen de Rusia ciento dos ateos para dar la forma doctrinal a esta gran ruina religioso-social.

La misma Euzkadi no podría justificar el consorcio de católicos y comunista sin el factor religioso. ¿No se ha afirmado que este contubernio era la única manera de salvar la religión en Vizcaya y Guipúzcoa, cuando las hordas rojas la hubiesen eliminado de España? De hecho no hay acto ninguno religioso de orden social en las regiones ocupadas por los rojos; en las tuteladas por el ejército nacional la vida religiosa ha cobrado nuevo vigor. Un pacto político y miliar, frágil como las promesas en labios informales, conserva en Vizcaya sacerdotes, templos y culto. ¿Qué ocurrirá cuando venga la conveniencia de romper los pactos, o el desorden de una derrota, o la hegemonía de una victoria comunista? Leemos que han ardido ya algunos templos en Vizcaya. A última hora anuncia la radio el asesinato de sacerdotes por los comunistas...

Sacerdotes asesinados y desterrados

Y vamos a lo más grave de su discurso, señor Aguirre, a la angustiosa invocación que hace usted a la conciencia universal.

Afirma usted que los sublevados han asesinado a numerosos sacerdotes y religiosos beneméritos por el mero hecho de ser amantes de su pueblo vasco.

No discuto sobre adjetivos; sólo hago una reflexión sobre el hecho de la muerte violenta de unos sacerdotes vascos. Más que nadie hemos lamentado el hecho. El fusilamiento de un sacerdote es algo horrendo, porque lo es de un ungido de Dios, situado por este hecho en un plano sobrehumano, adonde no debiesen llegar ni el crimen, cuando lo hay, ni las sanciones de la justicia humana que suponen el crimen. Pero también lamentamos, profundamente, la aberración que llevara a unos sacerdotes ante el pelotón que debiese fusilarlos; porque el sacerdote no debe apearse de aquel plano de santidad, ontológica y moral, en que le situó su consagración para altísimos ministerios. Es decir, que si hubo injusticia, por la parte que fuese, la deploramos y la reprobamos, con la máxima energía. No creemos que la haya en amar bien al propio pueblo: por esto nos resistimos a creer que algunos sacerdotes hayan sido fusilados por el mero hecho de ser amantes de su pueblo vasco.

Y aquí el Presidente del Gobierno de Euzkadi –sigue el discurso- católico, pregunta con el corazón dolido: ¿Por qué el silencio de la jerarquía?

Yo le aseguro, señor Aguirre, con la mano puesta sobre mi pecho de sacerdote, que la jerarquía no calló en este caso, aunque no se oyera su voz en la tribuna clamorosa de la prensa o de la arenga política. Hubiese sido menos eficaz. Pero yo puedo señalarle el día y el momento en que se truncó bruscamente el fusilamiento de sacerdotes, que no fueron tantos como se deja entender en su discurso. Y como el lamentable hecho se ha explotado en grave daño de España –nos consta- y conviene, en estos gravísimos momentos, que se pongan las cosas en su punto, yo le aseguro, señor Aguirre, que aquellos sacerdotes sucumbieron por algo que no cabe consignar en este escrito, y que el hecho no es imputable ni a un movimiento que tiene por principal resorte la fe cristiana de la que el sacerdote es representante y maestro, ni a sus dirigentes, que fueron los primeros sorprendidos al conocer la desgracia. Deje a la jerarquía, señor Aguirre, para la cual el sacerdote es la niña de sus ojos y la prolongación de su propio ser oficial y público.

En cambio, deje que le pregunte a mi vez, señor Aguirre: ¿Por qué su silencio, el de usted y el de sus adictos, ante esta verdadera hecatombe de sacerdotes y religiosos, flor de intelectualidad y santidad de nuestra clerecía, que en la España roja han sido fusilados, horriblemente maltratados, por muchos miles, sin proceso, por el único delito de ser personas consagradas a Dios? ¡Sólo en los seis arciprestazgos reconquistados de Toledo, señor Aguirre, de los dieciséis que tiene mi Diócesis, han sucumbido doscientos y un sacerdotes, de los quinientos y pico que ejercían santamente su ministerio! Cuente los miles que han sido villanamente asesinados en las tierras todavía dominadas por los rojos.

Es endeble su catolicismo en este punto, señor Aguirre, que no se rebela ante esta montaña de cuerpos exánimes, santificados por la unción sacerdotal y que han sido profanados por el instinto infrahumano de los aliados de usted; que no le deja ver más que una docena larga, catorce, según lista oficial –menos del dos por mil- que han sucumbido víctimas de posibles extravíos políticos, aun concediendo que hubiese habido extravío en la forma de juzgarlos.

¿Por qué el silencio de la jerarquía, -sigue preguntando usted-, cuando es notorio y de público conocimiento que son desterrados violentamente sacerdotes vascos, llevándolos a tierras alejadas de la suya natal?

¿Quién los ha desterrado?, pregunto yo. La mayor parte ellos mismos, prudentemente y según costumbre universal en momentos de conmoción política popular. A veces los superiores religiosos legítimos, es decir, la jerarquía, que nada tiene que hablar, porque no tiene que razonar en público sus decisiones: son contadísimos casos. Tal vez, lo ignoramos, ambas jerarquías de acuerdo, la eclesiástica y la civil, para evitar mayores males; y en este caso no es ante el presidente del Gobierno de Euzkadi donde deban justificarse. Quizás la autoridad militar o la civil, con el derecho –salvando la forma debida en un Estado católico- con que se aparta de la república un ciudadano nocivo –es simple hipótesis-; porque una autoridad española no tiene el deber de agradar ni de requerir el consentimiento del presidente de un Gobierno políticamente heterodoxo, y sabe por otra parte que ninguna jerarquía, que no es más que la forma organizada de la autoridad social, puede ignorar que el más grave peligro de una sociedad es el ciudadano que trabaja en desorganizarla.

La jerarquía y la defensa del régimen

Y cuando numerosos católicos de la república española han preguntado si está obligado el católico a defender el régimen legalmente constituído, ¿por qué silencia la respuesta la jerarquía?

Señor Aguirre: si se refiere usted a la jerarquía eclesiástica –creemos que sí- la pregunta, a más de supérflua, encierra una imputación tácita, que un católico no debe lanzar contra los representantes del magisterio de la Iglesia. Sobra, ante todo, la pregunta; porque, usted, católico, abogado, dipuado y amigo de sacerdotes, sabe que es doctrina tan vieja como el cristianismo que el católico viene obligado a defender el régimen legalmente constituído. Usted sabe que cuando España se dio su régimen actual la Iglesia oficialmente lo reconoció, y se prodigó la literatura pastoral del acatamiento al régimen, aun doliendo a muchos el tener que sacrificar de momento principios políticos que se consideraban más en consonancia con la vida y la historia de nuestro pueblo. Usted sabe que la jerarquía, aun a trueque de desagradar a impacientes y ultrancistas, sostuvo el principio intangible del respeto al régimen, por más que ella, la jearquía, fué la primera víctima de las intemperancias doctrinales y de los excesos legales de los hombres que lo representaban. Es esta una gloria de la jerarquía, sin que le sean imputables los yerros de unos hombres que no supieron llevar con honor ni con justicia la representación que el pueblo les había confiado.

¿A qué viene, señor Aguirre, su impertinente pregunta, sino a confundir nociones, enredar hechos e infundir recelos contra los jerarcas a quienes parece tener usted en tanta estima? Confunde nociones, porque aún no ha aparecido nadie que se haya alzado contra el régimen, que sigue siendo en sustancia el que el pueblo se dio: y adopto esta fórmula, tan democrática como falaz, porque ya la historia ha fallado sobre un momento de alucinación de nuestra vida política que ha llevado a España al borde del abismo. Enreda hechos, porque promiscua usted lastimosamente el gesto viril de un gran pueblo que quiere salvarse con la travesura política que trata de erigir en cantón independiente a la antes españolísima Vizcaya. E infunde recelos contra la jerarquía, que se ha mantenido en las alturas de la verdad y de la caridad y que usted quisiera ver enzarzada, a lo menos en el concepto de ese cristianísimo pueblo, en una querella que forzosamente le llevará a la ruina, de la paz idílica en que vivió durante siglos y del bienestar que se había conquistado con el esfuerzo de su inteligencia y de sus brazos.

La defensa contra la agresión injusta

Increpa usted, por fin, a la jerarquía por su silencio ante el gesto de la juventud vasca que, siendo en gran parte cristiana, e interpretando rectamente la doctrina cristiana del derecho de defensa e incluso con las armas en la mano contra la agresión injusta, hubiese querido encontrar allá donde la justicia tiene su asiento –es decir, en la jerarquía- una voz que apruebe una conducta ajustada al derecho.

Este lenguaje, doblemente injusto, porque prescinde de un hecho ruidoso como lo fué la intervención de la jerarquía en el movimiento vasco hace cinco meses, y porque quisiera coaccionarla, arrastrándola a la consagración pública de un disparate y de una injusticia, no es digno de un hombre que se dice a sí mismo presidente de un Gobierno.

Señor Aguirre: hay situaciones de orden social que reclaman la circunspección máxima en el hablar. Usted es rector de un pueblo; a lo menos se arroga usted ese nombre y oficio. Por lo mismo, es su ordenador y legislador, su mentor y su padre, que tales oficios ha asignado siempre la doctrina cristiana a un presidente político de un pueblo. Y estos oficios son incompatibles con el disimulo y la astucia.

Lo que ocurre, señor Aguirre, es que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Más: tratándose de un católico, no hay peor situación espiritual que la que crea la conveniencia de cerrar los oídos a la verdad. Porque esta conducta ajustada a derecho de las juventudes vascas, la jerarquía la condenó, al cuajar el contubernio vasco-comunista, con todos los pronuncionamientos desfavorables. Oiga usted otra vez la misma voz de la jerarquía, contenida en el Documento pastoral que tenemos a la vista, publicado en Agosto último.

“No es lícito –decían en el mismo los Excmos. Srs. Obispos de Vitoria y de Pamplona-, en ninguna forma, en ningún terreno, y menos en la forma cruentísima de la guerra, última razón que tienen los pueblos para imponer su razón, fraccionar las fuerzas católicas ante el común enemigo...

“Menos lícito, mejor, absolutamente ilícito es, después de dividir, sumarse al enemigo para combatir al hermano, promiscuando el ideal de Cristo con el de Belial, entre los que no hay compostura posible...”

“Llega la ilicitud a la monstruosidad cuando el enemigo es este monstruo moderno, el marxismo o comunismo, hidra de siete cabezas, síntesis de toda herejía, opuesto diametralmente al cristianismo en su doctrina religiosa, política, social y económica...”

¡Doctrina cristiana clásica del derecho de defensa! No entramos en la cuestión política que insinúa en su última pregunta sobre la agresión injusta, de la que deriva la otra cuestión moral del derecho de defensa contra el injusto agresor. También la jerarquía, por la pluma de un sabio y venerable Prelado, ha hablado sobre este punto, dando luminoso criterio y segurísimas normas; y no hace todavía un mes que en la Universidad Gregoriana de Roma, -el gran centro de estudios eclesiásticos del mundo-, se aplicaba la lección moral al caso de España por un sabio profesor español de esta asignatura. Concretando la censura a la coalición vasco-comunista, pactada, seguramente, para el ejercicio del derecho de defensa contra la agresión injusta, un conspicuo nacionalista, tan buen vasco como ferviente católico, cara a la muerte ocho días después de estallar el movimiento militar, la calificaba de heterodoxa, indiscreta e insincera. Es voto de calidad emitido en hora solemne de la vida.

¡Una voz que apruebe una conducta ajustada a derecho! Nada más ajustado a derecho que decir la verdad, señor Aguirre; y cuando la verdad se ha pronunciado desde el sitial sagrado donde –según expresión de usted- la justicia tiene su asiento, es un deber de todos difundirla a los cuatro vientos, más por quienes son rectores de los pueblos, no ocultarla entre sofismas e insinuaciones tendenciosas.

No, señor Aguirre; no se trata de una cuestión de derecho ni de moral. O mejor, se trata de la moralidad de un procedimiento para el logro de reivindicaciones políticas que constituyen un anhelo popular. Comprendemos el ansia de un pueblo, maduro y fuerte, y hasta, dentro de nuestro concepto político personal del Estado español, la aplaudimos y quisiéramos verla cristalizada en una fórmula que lo fuera a la vez de unión irrompible con la gran patria y de reconocimiento público de las virtudes y de la historia del pueblo vasco. Hace pocas semanas concretábamos nuestro pensamiento en un pobre escrito en que decíamos: “El verdadero CASO DE ESPAÑA sería este: Que dentro de la unidad intangible y recia, de la gran Patria, se pudieran conservar las características regionales, no para acentuar hechos diferenciales, siempre muy relativos ante la sustantividad del hecho secular que nos plasmó en la unidad política e histórica de España, sino para estrechar, con la aportación del esfuerzo de todos, unos vínculos que nacen de las profundidades del alma de los pueblos íberos y que nos impone el contorno de nuestra tierra y el suave cobijo de nuestro cielo incomparable. Así los rasgos físicos y psicológicos distintivos de los hijos traducen mejor la unidad fecunda de los padres”.

Pero se ha tomado el mal camino, señor Aguirre; para la defensa de la tradición y de la patria se ha pactado una alianza con gente sin tradición y sin patria, o que laboran contra ambas por un postulado de su doctrina política; y en el ansia de conservar en el fondo del pueblo vasco las puras esencias de nuestra religión santísima, sentida y practicada en Vizcaya tal vez más que en región alguna del mundo, se ha cometido la locura de andar del brazo, ambos armados, de quienes tiene como punto primero de su programa –acaban de decirlo los Obispos alemanes- la extirpación del nombre de Dios de la vida pública y del fondo de las conciencias. Antes que lo hubiese dicho el episcopado alemán, los aliados de usted lo habían hecho, en forma horrenda, en el suelo sagrado de la España sometida al cetro de hierro de los comunistas. Ahí están Cataluña y Valencia, Murcia, Castilla la Nueva y gran parte de Andalucía: sin templos, sin sacerdotes, sin culto, sin Cristo, sin Dios.

Invitación a la reflexión serena: Conclusión

Yo le invito a la reflexión serna, señor Aguirre, y toda vez que es usted católico ferviente, este pobre Prelado de la Iglesia española, que siente como nadie el desgarro profundo que una equivocación política ha producido entre los hijos de nuestras Madres, la Iglesia y España, le invita a una meditación ascética en la que, puestos el pensamiento y la conciencia ante Dios, ante sus justos juicios, ante el momento supremo en que quisiéramos haberlo hecho todo bien, resuelva lo que juzgue mejor para el bien espiritual y material de su pueblo.

No tema rectificar el camino andado, señor Aguirre. Queda todavía mucho por salvar en esa bella y rica Vizcaya. Quedan sus hermosas ciudades, sus industrias florecientes, millares de vidas que deberán sucumbir en una lucha fratricida o víctimas de la miseria y del desamparo. Queda el honor, que nunca es más limpio que cuando es hijo de una rectificación heroica. Queda la paz, hoy profundamente alterada por una guerra feroz y por los odios más feroces que de ella derivan, y que se hubiese abrazado ya con la justicia, hace semanas, si en los montes de Guipúzcoa se hubiesen dado la mano los hermanos de esta bella tierra para la fácil conquista de las costas del Cantábrico, desde Irún la desgraciada a Oviedo la mártir.

Y queda Dios y tantas cosas como tiene Dios en esa bendita tierra de Vizcaya. Ayude a su pueblo, señor Aguirre, a conservar a Dios que peligra en él. Es forma humana de hablar, porque Dios ha querido someterse, sin pérdida de su tremendo dominio, a la voluble libertad del hombre. Sus aliados no le ayudarán a salvar a Dios, porque Vizcaya no será una excepción en el mundo comunista. Y yo tiemblo por Dios en Vizcaya –como temblaría por una España sin Dios, que tal fuera una España comunista-, el día en que unos barcos rusos depositaran en las calas rocosas del Cantábrico unos millares de esos hombres rubios sin Dios que alteraran el equilibrio en que se mantienen hoy las fuerzas aliadas. Porque, señor Aguirre, -acaba de decirlo en una pastoral el Episcopado alemán- “entre el comunismo y nuestro catolicismo –que es el de Vizcaya- hay la misma separación que entre el día y la noche, el fuego y el agua: y si los comunistas llevan la bandera roja a través de la Europa central y occidental, no quedará más que un campo de escombros, y la Iglesia católica se hundirá en el caos y en la desolación”.

Termino esta larga carta, señor Aguirre, y con ella las molestias que le ocasiono. Ofrézcalas a Dios en caridad. Me dicen que estos días se nota en toda Vizcaya una intensificación de la vida religiosa. Nunca se piensa más en Dios que cuando se palpa la impotencia del hombre en estos terribles azotes generales que la humanidad no ha podido barrer de su historia: el hambre, la peste, la guerra, que suelen andar juntos... Señor Aguirre; he predicado en los templos de Bilbao; me he postrado muchas veces ante la bendita Virgen de Begoña; he admirado la fe religiosa y las virtudes cristianas de ese pueblo, siento veneración y amor para esa clerecía de Vizcaya, de espíritu tan sacerdotal, inteligente y celosa, tan íntimamente compenetrada con el pueblo, al que puede decir lo del Apóstol: “Yo te engendré para Jesucristo”. Y me escalofría el pensamiento de que un día, quizás no lejano, pudiese apearse de los altares la Cruz bendita de Cristo, y ser convertidos los templos en almacenes y cuarteles, y callar el sacrificio y la oración pública, y ser asesinados los sacerdotes o buscar un refugio en esos montes y extinguirse esa sonrisa de la Madre de Begoña que es el encanto de la gran ciudad. No es una pesadilla inverosímil, porque es un hecho en gran parte de España.

Señor Aguirre: yo le invito en el nombre de todos estos amores, que usted tiene, como buen vasco, arraigados en su corazón; por la caridad de Dios, que quiere que todos seamos una cosa con El, a que, como padre y rector de ese pueblo, busque coincidencias y excogite medios y halle una fórmula eficaz y suave de devolver a su pueblo la paz perdida. Cuando no se lograra más, se tendría el mayor bien que pueden apetecer los pueblos, porque es el fundamento y corona de todo bien. ¿Quién sabe si con la paz, y a más de ella, se podrían lograr anhelos legítimos de ese noble pueblo!

Píénselo, señor Aguirre, mientras quedo de usted affmo. Amigo y siervo en Cristo, que le bendice a usted y a ese querido pueblo.


Isidro Gomá y Tomás,
Cardenal Arzobispo de Toledo
Pamplona 10 de Enero de 1937
Gráficas Bescansa, Pamplona. 1937









   

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