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1771. Viaje a la aldea del crimen XI

Guardias Civiles Pedro Salvo y Manuel García (Foto Campúa)
Un campesino muerto y otro herido. Despliegue de fuerzas

A la entrada del pueblo, las fuerzas echaron pie a tierra y desplegaron. Entraron por distintas calles. Toda la parte sur de la colina se cubrió de uniformes, que sobre la cal de los edificios resaltaban vivamente. Siete guardias civiles y un sargento y toda una compañía de guardias de asalto con sus oficiales y clases. Los de asalto iban comprobando a culatazos si las puertas estaban cerradas. En las calles no se veía un alma. Los que bajaban por la que se dirige a la plaza atisbaban, dispuestos a disparar, las ventanas. El silencio era absoluto. Al volver una esquina, advirtieron la presencia de un campesino de aspecto pacífico, sin armas. Estaba a unos diez metros. Un guardia preguntó, preparando el fusil:

—¿Qué hace usted ahí?

Y antes de que respondiera le ordenó:

—Entre usted en su casa y cierre la puerta.

Cuando el labriego volvía la espalda para obedecer, oyó un tiro y cayó herido. La bala le atravesó los flancos, entre las costillas y la cadera. No le recogieron hasta dos horas después. Hoy está hospitalizado en Cádiz y se puede identificar fácilmente, porque es el único obrero de Casas Viejas que se halla en ese establecimiento, y también el único herido que no fue rematado.

Los guardias de asalto siguieron adelante. En la plaza no había fuerzas. Fueron al cuartel y se dispusieron a prestar auxilio a los dos heridos. Luego subieron hacia las chozas de lo alto de la colina. El guardia civil Salva, que llevaba algún tiempo en el pueblo, les condujo al Sindicato y arrancaron la bandera anarcosindicalista, poniendo en su lugar la republicana. Al volver hacia la calle que da acceso a la torrentera donde vivía el «Seisdedos», alguien advirtió otro campesino también a la puerta de su casa, más abajo, en un lugar por el que habían pasado ya. Sin previo aviso, los de asalto se echaron el fusil a la cara y dispararon. El vecino tampoco llevaba armas, y se daba el caso de que, estando enfermo, había salido por curiosidad a la calle a ver lo que ocurría. Recibió varias heridas y murió casi en el acto. Se llamaba Andrés Montiano.

Ya había cuatro bajas: dos guardias y dos obreros. Con la «ventaja» para las fuerzas de la represión de que una de las bajas del enemigo había sido por muerte. El sargento y el guardia heridos, todavía vivían. Claro que—ya es sabido— el sargento murió luego.

En la roca monda del pavimento sonaban los zapatos de la fuerza o las culatas de los fusiles cuando los guardias se detenían para indagar o registrar. Dos o tres, que iban delante, disparaban a la menor sospecha sobre las cercas o las chumberas. Se hacía la descubierta en guerrilla dispersa, siguiendo la inspiración momentánea de cada cual, como en Marruecos. También sobre tierra calcárea y entre chumberas. El pueblo estaba desierto, como las cabilas rifeñas cuando llegaba la vanguardia. Los vecinos esperaban, atemorizados, en el fondo de sus casas. Eran las cinco, y el sol había brincado desde la cumbre pelada de la colina hasta las crestas de la sierra de Ronda. Sol rondeño para las coplas donde aparece siempre un guardia civil cruel y sanguinario y un bandido gentil y generoso. En el silencio atemorizado del pueblo veían las fuerzas algo misterioso y amenazador. Los tres heridos —dos guardias y un campesino— habían sido evacuados a Cádiz, y el muerto—Andrés Montiano—seguía donde cayó.

Comenzaron a registrar algunas casas, orientados y asesorados por los guardias del puesto y por los paisanos Manuel Grimaldi Gallardo, de la organización socialista de Medina —cuyo primer apellido lo lleva también una de las víctimas, y el segundo no se puede decir que le corresponda por antonomasia—; el tendero Francisco Vega y el propietario Vela. Los guardias habían sacado de su casa a Manuel Quijada y esposado lo llevaban delante, a empujones y culatazos, para que les indicara el camino. Emprendieron el de la choza del «Seisdedos», torrentera arriba. A medida que subían, el camino era más accidentado. Los tres que les orientaban voluntariamente se iban quedando rezagados, y entonces tenía que actuar de delator Quijada. Como se negaba, le golpearon con las culatas de los fusiles hasta derribarlo. Luego lo levantaron a patadas. En los últimos veinte metros, el terreno presentaba cortaduras e irregularidades muy sospechosas. Los guardias que iban delante no cesaban de gritar:

—¡Eh! ¿Quién va?

—¡Fuera de ahí!

Y disparaban a bulto sobre las chumberas. Les precedía una zona de alarma, como en los ojeos de las cacerías. No había nadie, ni salía nadie, ni les agredía ningún vecino. Todo aquello estaba desierto, pero las condiciones estratégicas de las cercas y de los desniveles eran insuperables. Iban delante con Quijada, que se arrastraba con dificultad porque tenía fracturado un tobillo y dos costillas rotas, el guardia de asalto Ignacio Martín y el civil Salva. En todo aquel trecho no había chozas. Luego venía una cerca de una choza desmantelada, y pegada a ella, la del «Seisdedos». Esa cerca levantaba apenas un metro, y la utilizaba la familia como corral y vertedero. Dentro había un asno pequeño y gris, con la tripa y las orejas blancas. Era de Francisco Lago y constituía el borrico aguador, del que disponen cada ocho o diez chozas, por miserables que sean.

Después de un instante de vacilación avanzaron el guardia civil y el de asalto. El silencio de la choza coaccionaba a los guardias. El sol se estaba poniendo y el cono de sombra de la techumbre de paja se adaptaba difícilmente al terreno y trepaba por un pequeño montículo.


Ramón J. Sender
Viaje a la aldea del crímen (Documental de Casas Viejas) 1933








2 comentarios:

  1. A veces, cuando voy a escribir España me sale Espanto.

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