Caricatura de la revista satírica La Flaca de 3 de marzo de 1873 |
CAPITULO IV
Toda la marejada, todos los dimes y diretes que se produjeron entre la Asamblea Nacional y el Gobierno, cuando este quiso disolver las Cámaras para convocar Cortes Constituyentes, se iban reflejando en el despacho de mi Jefe, y aunque yo no presencié las frecuentes entrevistas con Figueras, Salmerón, Orense, Estévanez y otros primates de la República, se vio bien claro que los federales ganaban la partida. Martos, con su guerrilla de cimbrios, quedaba por segunda vez vencido. El 4 de Marzo se leyó en las Cortes un Proyecto de Ley, suspendiendo las sesiones y convocando las Constituyentes para el 1º de Mayo. La Asamblea Nacional debía continuar deliberando hasta votarse definitivamente las Leyes de Abolición de la Esclavitud, de las Matrículas de Mar y sostenimiento de cincuenta Batallones Francos.
Aunque en Gobernación había yo visto a mi amigo Estévanez más de una vez, rabiaba por encontrarme con él a solas para oír de su boca opiniones y juicios que me orientaran acerca de la situación. Una tarde le visité en su morada oficial, y me recibió tan alegre y afable como antes, cuando me refería sus andanzas facciosas en Sierra Morena. En la puerta de su despacho vi el cartelito que le dio fama en aquellos días y que revelaba en don Nicolás tanto ingenio como entereza. El papelito, pegado con obleas, decía mutatis mutandis: Aquí no se dan destinos, ni recomendaciones, ni dinero, ni nada. Hablando con mi amigo de esta humorada, me dijo riendo: «No creas, Tito, que se compone de republicanos la nube de pedigüeños. Son más bien los cesantes de los partidos viejos, el detritus de la política, los innumerables moscones aburridos y famélicos que hacen imposible la vida oficial. He tenido que ahuyentarlos con esa tufarada de azufre. A pesar del cartelito vuelven, zumban y pican».
Las numerosas y pesadas visitas que el Gobernador recibía no le permitieron platicar conmigo todo lo que ambos deseáramos. Volví por la noche, y comiendo juntos pudimos charlar largo rato. No me franqueó, como era natural, el arca de los secretos graves que sin duda poseía, pero algo me dijo que puedo comunicar a mi buen público. Copiaré sus palabras para mejor inteligencia: «No soy grato a todo el patriciado del republicanismo. Algunos, que me han tratado a fondo, no desconfían de mí; otros me tienen por agitador levantisco que por un quítame allá esas pajas se lanza a vías de hecho... Ya me irán conociendo. Yo les conozco a todos, y sé que en los republicanos de gran talla no es todo concordia. Hay entre ellos resquemores, celeras...».
Como juicio general de la situación me dijo esto: «En los sucesos a que dio lugar la ambición de Martos, se inició un síntoma malsano que podrá tomar proporciones peligrosísimas si a tiempo no se le sofoca. Tenían los Radicales preparado en Barcelona un pronunciamiento de bajo vuelo contra la República. ¿Por qué se malogró el movimiento? Porque la tropa no quiso obedecer a los jefes. Dicen que ha sido la indisciplina contra la indisciplina; o de otro modo, que los leales han sido los soldados y clases. Verdad; pero roto el nervio del Ejército, que es la subordinación, no sabemos a dónde esto podrá llegar... Militarmente hablando, querido Tito, la situación es débil y lo será más si no sale un caudillo... Yo te pregunto: ¿sabes tú dónde está ese caudillo?».
Ambos callamos meditabundos... No sé si fue aquel día u otro cuando me contó los disparates que los corresponsales venidos de París enviaban a la prensa francesa. Uno de ellos dijo en su periódico: «La República ha caído en un desenfreno espantoso. Castelar se ha visto obligado a nombrar Gobernador civil de Madrid a un monsieur Estévanez que se lo exigió navaja en mano. Este monsieur, muy conocido en las tabernas, no sabe leer ni escribir». Otro corresponsal, por cierto amigo de don Eduardo Chao, mandó una crónica razonable; pero en París, para dar color romántico y medieval a las cosas de España, la retocaron con estos monstruosos chafarrinones: «Madrid es una ciudad de la Edad Media, sin alumbrado público, salvo los faroles mortecinos que alumbran imágenes religiosas, esculturas en general de imponderable mérito; porque hay hornacinas, algunas muy artísticas, en todas las callejuelas... Ayer pasó por la Puerta del Sol un batallón de Nacionales, cuya banda de música, por cierto notabilísima, tocaba la Marsellesa. El público se descubría respetuosamente al pasar los gastadores vistiendo el hábito de San Francisco».
En el desempeño de su cargo desplegaba don Nicolás una diligencia y celo admirables. Visitábale yo con frecuencia, y una noche advertí que se acostaba con las botas puestas, por la necesidad de acudir prontamente a cualquier tumulto que surgiese en la vía pública. Apartado de toda lucha activa, me concretaba yo a cumplir mis deberes burocráticos y a presenciar con tristeza el desconcierto que en todo el país reinaba. Los radicales procedentes del amadeísmo dieron a conservadores y alfonsinos el ejemplo de socavar la situación. El carlismo presentaba cada día nuevos focos de guerra. Los generales de la República eran pocos y malos. Todo el generalato de cuartel era hostil al régimen republicano. En Madrid, que considerábamos como resumen de los sentimientos de la Nación, rara vez veíamos caras que no expresasen una desconfianza severa de nuestros mal comprendidos ideales. Las noticias de Cuba traían mayor zozobra al ánimo turbado de los españoles de todas clases. A mi parecer, la media docena de hombres que simbolizaban el nuevo sistema de Gobierno, lucían como faros luminosos en la esfera del ideal; mas en la acción se apagaban sus indecisas voluntades.
En el correr de los días de Marzo fueron menos frecuentes mis visitas a Candelaria Penélope. Leí sus furibundos ataques a La Roma Papal y unas Consideraciones sobre la equidad tributaria, escritas en prosa poética y seguramente inspiradas por don Basilio Andrés de la Caña. Este logro ser colocado en la Dirección de la Deuda por el señor Tutau, feliz acontecimiento que nos libró del acoso y majaderías pretensioniles del sesudo financiero, quien al fin encontraba la caverna burocrática que por derecho de seriedad le correspondía.
Como ya os he dicho, me fui retirando por escalones de la intimidad de Rosa Patria, no porque su persona me disgustara, sino porque se me hacía muy penosa la obligación de alabar sus escritos, y más aún la de colaborar en ellos. Para romper este vínculo de carácter periodístico y literario tenía que romper también el amoroso, y ello vino tan bien concertado por la suerte que poco tuve que hacer para recobrar mi libertad. Una noche, nos enredamos en agria disputa sobre los reparos que puse a un articulazo que ella escribió con el título El Papado en camisa, y a una poesía truculenta que denominaba Ven pronto, guillotina.
Mis prudentes razones la pincharon en lo más sensible de su vanidad. Rabiosilla, me dijo que yo era un ignorante y que mis ideas no iban con las del siglo. Contestéle con acrimonia. De palabra en palabra llegamos al espasmo de la ira... De súbito, agarró Candelaria el tintero y me lo tiró a la cabeza, causándome el doble estropicio de levantarme un chichón en la frente y de mojarme de tinta toda la cara y la parte visible de mi alba camisa... Supe contenerme, y aunque me había puesto como un calamar, vi en tal ultraje más ridiculez que afrenta. Llenándome de filosofía me agarré a la profunda sentencia de uno de los siete sabios de Grecia, Bias, que legó a la humanidad todo su saber en este consejo: Aprovecha la ocasión.
Tomando actitud de severa dignidad, me levanté y le dije: «Señora; mi caballerosidad me ordena que sólo conteste a usted con una retirada silenciosa. Adiós». Frenética, respondió Candelaria con chillidos, y en esto entró la tarasca de doña Belén, vociferando como una endemoniada y lanzando sus manos disformes al alcance de mi cara. Entre sus gritos pude distinguir estos conceptos: «Vaya usted de aquí, silbante. Ya le tengo dicho a mi niña que se apañe con un hombre, no con un mico desaborido, gorrón y más tronado que arpa vieja. Váyase a llenar el buche a otra parte, don Titiritaño de los demonios». Salí combinando la dignidad con la prisa para librarme de las manos de aquella bestia desmandada. Candelaria me despidió con bramidos mezclados de un reír espasmódico. Oí estas frases: «Adiós, pigmeo; busca una pigmea que te sufra... Lárgate pronto, Calomarde... ji, ji... pae Claret... ji, ji... piojo de la reacción... ji, ji...».
Corrí a mi casa a mudarme de ropa, y cuando cenaba, sin apetito, Ido del Sagrario me dio una noticia muy desagradable. El marido de Obdulia, destinado a Filipinas, había salido ya para Barcelona llevándose a su mujer... Empapada mi alma en el recuerdo de Obdulia, y perseguido por su cara imagen, me lancé a la calle, que era mi alivio y mi descanso en las horas nocturnas, hastiado de las conversaciones ociosas y de la turbulencia social. Arrojábame yo en el laberinto de las calles como en los brazos de una madre cariñosa. Trotando a ratos, moderando el paso cuando me acomodaba, recorría largas distancias entre sombras de muros y claridades de tiendas, oyendo las voces o el hálito no más de la vida matritense. Me metí aquella noche por la calle del Olmo, pasé a la del Calvario; no sé cómo entré en Ministriles, donde sentí tras de mí pisadas que me parecieron las de Obdulia... Me volví, y era un clérigo que me fue siguiendo hasta la calle de Lavapiés.
Con marcha irregular llegué a la plazuela de Lavapiés, donde me detuve ante un grupo de hombres que disputaban en alta voz. Uno de ellos exclamó: «¡La República para los republicanos!». Al entrar en la calle del Tribulete pasé por una taberna a punto que salían de ella estas voces: «Para generales, Contreras. No hay otro como él». Poco más allá, dos mujeres gordas le decían a un guardia de Orden Público: «¿Por qué no afusiláis a ese Martos?». Andando, andando, me metí en la calle del Amparo. Subiendo por ella, vi que bajaba un hombre... ¡Ay; era Aquilino de la Hinojosa!... Cuando ya estaba cerca me detuve como cortándole el paso. Él también se paró cual si quisiera reconocerme. No era Jinojo, y sentí que no lo fuera. Nos flechamos con fugaz mirada recelosa, y él siguió calle abajo, yo calle arriba.
Continuando mi ronda entré en un estanco, pienso que en Mesón de Paredes, a comprar cigarrillos. En el breve rato que allí estuve, rasgaron mi oído estas palabras, que dijo la estanquera hablando con otra mujer: «Se fueron a Filipinas, sí señora; pero al llegar a Barcelona... lo sé por la Ciriaca... ella se le escapó, y el muy judío tuvo que embarcarse solo». Me detuve anheloso de oír algo más; pero se interpusieron otros compradores y me quedé in albis. Medio trastornado volví a la calle, y al salir a la plaza del Progreso vi una mujer, dos mujeres, grupos de mujeres, y todas ellas me parecían reproducción fiel de Obdulia, o más bien la propia Obdulia multiplicada... Giré en torno mío; di pasos adelante, pasos atrás, y atontado tuve que agarrarme a la verja del jardinillo para no caerme... Repuesto de aquel mareo, me dirigí como una flecha hacia la calle de Barrionuevo, donde Aquilino vivía y de donde seguramente salió el matrimonio para su viaje a Barcelona. Me asaltó la idea de que en dicha calle podía yo encontrar algún indicio... Recorriéndola dos o tres veces en toda su longitud, así pensaba: «Y esa Ciriaca que ha dado la noticia, ¿quién será? Ciriaca, ¿dónde estás?».
Convencido de la inutilidad de mis pesquisas, me metí por la Concepción Jerónima. Pasé por delante de la tienda y casa de mi ex-barragana María de la Cabeza Ventosa de San José. ¡Oh témpora, oh mores! La tienda estaba cerrada. En uno de los balcones del principal había luz. ¿Qué estaría tramando la que fue mi señora y tirana?... Del portal salieron dos señores en quienes reconocí a don Francisco Bringas y a don Plácido Estupiñá. Eran los contertulios de Cabeza en la era feliz de mi prepotencia en la casa... Pasaron sin reparar en mí. Pesqué al vuelo esta gangosa frase de uno de ellos: «Y Zorrilla en Tablada. Tráiganlo de una vez, que si no, vamos a tener aquí la hecatombe hache...».
Seguí hasta la calle del Sacramento, que siempre me cautivaba porque allí vivió mi Obdulia cuando estuvo al servicio de la señora Marquesa de Navalcarazo. Pisando las aceras de la calle solitaria vibraba en mi oído la tierna voz de Obdulia, repitiendo aquella frase patética y un poquito cursi: Si oyes contar de un náufrago la historia... De pronto me encontré junto a una boca de alcantarilla, abierta, por la cual salía una ronda de poceros que terminaban su servicio en aquellas profundidades. Uno de ellos, calzado con altas y gruesas botas, estaba ya fuera; otro, al asomar la cabeza y hombros por el agujero, soltó estas palabras: «Vus lo digo otra vez. La República tiene que ser para los republicanos». Y en lo hondo del pozo, otra voz subterránea repitió: «Sí, sí; para los republicanos».
Al llegar a la iglesia del Sacramento vi que de la calle Mayor descendían sigilosos, como negros fantasmas, algunos embozados, y se precipitaban en la obscuridad del Pretil de los Consejos. «Estos son masones -me dije- que van a la Tenida de esta noche». En efecto, algunos pasos más arriba me encontré a Nicolás Díaz Pérez, calificado como una de las más altas dignidades entre los Hijos de la Viuda. Nos paramos, y él, desembarazando su boca del embozo, me dijo: «Tú que estás en Gobernación, ¿no sabes lo que pasa en Barcelona? Desde hace días la tropa, pasándosela disciplina por las narices, fraterniza con los federales en cafés y paseos públicos. La plana mayor y jefes, aburridos y sin agallas, no se atreven a imponerse a las clases y soldados. O no hay lógica, o pronto tendremos Cantón Catalán. Adiós, amigo; que voy retrasado y no quiero llegar tarde al Templo. A ver cuándo se decide usted a penetrar en nuestros augustos misterios. Buenas noches, Tito».
No sé qué le respondí, y continué mi camino sin prisa y sin rumbo. Por la calle del Factor me dirigí hacia el Teatro Real. En la plaza de Isabel II me senté fatigado en un banco del jardincillo, frente a una estatua fea que tenía una careta en la mano. Al poco rato, sentí la atracción del lugar histórico y me acerqué a la tienda de cristales junto a la Costanilla de los Ángeles, que aún conservaba las señales de las balas que unos ridículos demagogos dispararon contra el pobre don Amadeo. Con Obdulia presencié yo el imbécil conato de regicidio. Al día siguiente del suceso, se me apareció Mariclío en la puerta de aquella tienda, y hablando familiarmente con ella tuve el gusto de acompañarla hasta la Academia de la Historia. ¿Dónde estaba la santa y buena Madre? ¿En qué rincones o burladeros escondía su clásica persona? Imposible que dejara de conocer y calificar las turbulencias del terrible año que corríamos, pues para tal oficio y menesteres habíanla dado el ser los altos Dioses. Si andaba por acá, infatigable en su fisgoneo sublime, ¿por qué a su lado no me llamaba, por qué no requería los servicios de su leal muñeco?
Esta idea se posesionó de mi cerebro con tal intensidad, que perdí el gobierno de mi mente y el aplomo de mi andadura. La cabeza se me iba; mis piernas temblaban; no sabía dónde poner los pies, como si el suelo se moviera con ondas semejantes a las del agua agitada por viento leve. En tal estado avanzaba por la calle del Arenal, no muy concurrida en aquella hora, pues había salido ya el público del Teatro de Oriente. Los quiebros que yo hacía y las eses que iba trazando debieron de sorprender a los pocos transeúntes, porque sentí risas burlonas... Indudablemente el suelo se movía, la tierra temblaba; no por oscilación telúrica, sino por tremendos golpes que daba sobre ella el pisar de un ser invisible, que por la pesadumbre de sus pies debía de ser tan grande como la vieja torre de Santa Cruz... Con esta sugestión terrible, precedido de los pasos de la figura gigantesca sustraída por arte mágico a la visión humana, llegué a la Puerta del Sol; avancé por ella tambaleándome, porque allí los pasos formidables del ingente fantasma imprimían al suelo una trepidación honda y convulsiva...
El invisible caminante, que era sin duda como una montaña con pies, se dirigió a Gobernación. No acierto a expresar mi asombro cuando sentí, no puedo decir vi, que la pesadilla andante entraba en el Ministerio. ¿Por dónde, si aquella puerta no tenía cabida para uno solo de sus talones?... Yo también entré tropezando, y en la escalinata del zaguán caí desvanecido. Un guardia civil y un portero acudieron en mi auxilio. Bajó en aquel momento un telegrafista amigo mío que me llevó a mi casa.
Convencido de la inutilidad de mis pesquisas, me metí por la Concepción Jerónima. Pasé por delante de la tienda y casa de mi ex-barragana María de la Cabeza Ventosa de San José. ¡Oh témpora, oh mores! La tienda estaba cerrada. En uno de los balcones del principal había luz. ¿Qué estaría tramando la que fue mi señora y tirana?... Del portal salieron dos señores en quienes reconocí a don Francisco Bringas y a don Plácido Estupiñá. Eran los contertulios de Cabeza en la era feliz de mi prepotencia en la casa... Pasaron sin reparar en mí. Pesqué al vuelo esta gangosa frase de uno de ellos: «Y Zorrilla en Tablada. Tráiganlo de una vez, que si no, vamos a tener aquí la hecatombe hache...».
Seguí hasta la calle del Sacramento, que siempre me cautivaba porque allí vivió mi Obdulia cuando estuvo al servicio de la señora Marquesa de Navalcarazo. Pisando las aceras de la calle solitaria vibraba en mi oído la tierna voz de Obdulia, repitiendo aquella frase patética y un poquito cursi: Si oyes contar de un náufrago la historia... De pronto me encontré junto a una boca de alcantarilla, abierta, por la cual salía una ronda de poceros que terminaban su servicio en aquellas profundidades. Uno de ellos, calzado con altas y gruesas botas, estaba ya fuera; otro, al asomar la cabeza y hombros por el agujero, soltó estas palabras: «Vus lo digo otra vez. La República tiene que ser para los republicanos». Y en lo hondo del pozo, otra voz subterránea repitió: «Sí, sí; para los republicanos».
Al llegar a la iglesia del Sacramento vi que de la calle Mayor descendían sigilosos, como negros fantasmas, algunos embozados, y se precipitaban en la obscuridad del Pretil de los Consejos. «Estos son masones -me dije- que van a la Tenida de esta noche». En efecto, algunos pasos más arriba me encontré a Nicolás Díaz Pérez, calificado como una de las más altas dignidades entre los Hijos de la Viuda. Nos paramos, y él, desembarazando su boca del embozo, me dijo: «Tú que estás en Gobernación, ¿no sabes lo que pasa en Barcelona? Desde hace días la tropa, pasándosela disciplina por las narices, fraterniza con los federales en cafés y paseos públicos. La plana mayor y jefes, aburridos y sin agallas, no se atreven a imponerse a las clases y soldados. O no hay lógica, o pronto tendremos Cantón Catalán. Adiós, amigo; que voy retrasado y no quiero llegar tarde al Templo. A ver cuándo se decide usted a penetrar en nuestros augustos misterios. Buenas noches, Tito».
No sé qué le respondí, y continué mi camino sin prisa y sin rumbo. Por la calle del Factor me dirigí hacia el Teatro Real. En la plaza de Isabel II me senté fatigado en un banco del jardincillo, frente a una estatua fea que tenía una careta en la mano. Al poco rato, sentí la atracción del lugar histórico y me acerqué a la tienda de cristales junto a la Costanilla de los Ángeles, que aún conservaba las señales de las balas que unos ridículos demagogos dispararon contra el pobre don Amadeo. Con Obdulia presencié yo el imbécil conato de regicidio. Al día siguiente del suceso, se me apareció Mariclío en la puerta de aquella tienda, y hablando familiarmente con ella tuve el gusto de acompañarla hasta la Academia de la Historia. ¿Dónde estaba la santa y buena Madre? ¿En qué rincones o burladeros escondía su clásica persona? Imposible que dejara de conocer y calificar las turbulencias del terrible año que corríamos, pues para tal oficio y menesteres habíanla dado el ser los altos Dioses. Si andaba por acá, infatigable en su fisgoneo sublime, ¿por qué a su lado no me llamaba, por qué no requería los servicios de su leal muñeco?
Esta idea se posesionó de mi cerebro con tal intensidad, que perdí el gobierno de mi mente y el aplomo de mi andadura. La cabeza se me iba; mis piernas temblaban; no sabía dónde poner los pies, como si el suelo se moviera con ondas semejantes a las del agua agitada por viento leve. En tal estado avanzaba por la calle del Arenal, no muy concurrida en aquella hora, pues había salido ya el público del Teatro de Oriente. Los quiebros que yo hacía y las eses que iba trazando debieron de sorprender a los pocos transeúntes, porque sentí risas burlonas... Indudablemente el suelo se movía, la tierra temblaba; no por oscilación telúrica, sino por tremendos golpes que daba sobre ella el pisar de un ser invisible, que por la pesadumbre de sus pies debía de ser tan grande como la vieja torre de Santa Cruz... Con esta sugestión terrible, precedido de los pasos de la figura gigantesca sustraída por arte mágico a la visión humana, llegué a la Puerta del Sol; avancé por ella tambaleándome, porque allí los pasos formidables del ingente fantasma imprimían al suelo una trepidación honda y convulsiva...
El invisible caminante, que era sin duda como una montaña con pies, se dirigió a Gobernación. No acierto a expresar mi asombro cuando sentí, no puedo decir vi, que la pesadilla andante entraba en el Ministerio. ¿Por dónde, si aquella puerta no tenía cabida para uno solo de sus talones?... Yo también entré tropezando, y en la escalinata del zaguán caí desvanecido. Un guardia civil y un portero acudieron en mi auxilio. Bajó en aquel momento un telegrafista amigo mío que me llevó a mi casa.
Benito Pérez Galdós
La Primera República - Capítulo IV
Cuarta novela de la Quinta y última Serie de los Episodios Nacionales
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