Este
problema, que intento abordar, es en España, por ahora a lo menos, de difícil
solución. Resuelto, sin embargo, en sus líneas generales, en su exterioridad,
no resuelto en el fondo, espíritu y esencia de la cuestión.
Por
resuelto lo dimos también nosotros, al crear la palabra “amor libre”. Pero,
¿quién, hasta ahora, ha puesto en práctica el verdadero amor libre? El que
hasta ahora hemos conocido sólo se diferencia en prescindir de la consagración
religiosa y legal. Pero, aparte esto, continúa siendo la unión subordinada de
una mujer a un hombre, unión más penosa, más coaccionadora de la libertad
femenina, porque, al prescindir del beneplácito social, la deja, en la
debilidad de su desorientación y del equívoco moral en que ambas morales la
colocan, más a merced del varón. Es decir, el esfuerzo hecho al libertarse,
casi siempre por amor, muy pocas veces por íntima convicción, del lazo
matrimonial, la ofrece temerosa e indefensa al capricho masculino ante la
animosidad familiar y social.
Sé
de algunas pobres mujeres que, de estar casadas en vez de estar unidas,
hubieran ya abandonado al marido—marido, amo y señor y nada más—que las engañó
con el espejuelo de una palabra hoy aun ilusoria. Y no se separan por el
que dirán, por el orgullo doloroso de no dar motivos al enemigo para
cantar victoria. Y no hablemos de ese otro amor libre que consiste en catar
mujeres, abandonándolas al cabo de dos meses con la insolencia triunfante del
seductor. No hablemos tampoco, fuerza es decirlo, de ese otro amor libre, practicado
por no pocas mujeres, que en nada se diferencia de la prostitución.
Tema
delicado y difícil es éste. Tema que requiere largos debates, y, desde luego,
el paso progresivo de la vida y el combate continuo para lograr la
consolidación de la personalidad femenina y la humanización, naturalización de
los dos sexos.
El
problema sexual sólo preocupa a los seres humanos. Bien es cierto que sólo
entre ellos disfrutan de los beneficios de una moral sinuosa, múltiple y
variable. La moral de los demás animales, simple y única, les exime de toda
preocupación, les deja libres e independientes dentro del marco de la
Naturaleza. Nosotros, seres superiores, vivimos encerrados dentro de los
espesos muros de una serie de frases huecas, de vacíos conceptos, que han ido
emitiendo cuantos, para su conveniencia propia, necesitaban echar un
candado más en la cadena que nos ata. ¿Cómo desligarnos de esa serie de
encadenamientos, cómo huir de esa superposición de ataúdes morales que nos
mantienen en el fondo de un enorme sepulcro?
¿Será
preciso volver al dadá inicial, aplicar a la vida humana el caprichoso juego de
palabras de un pasatiempo literario?
El
problema, para los superficiales, los domesticados y los simples, no existe.
Para los primeros, la vida humana y la palabra amor carecen de transcendencia.
Para los segundos, animales domésticos, están perfectamente regulados dentro de
las paredes de su gallinero, bajo la mirada benévola del juez, el cura y la
opinión del mundo que ambos representan. Para los terceros, viven en una
seminconsciencia que les permite desenvolver su vida, es decir: nacer, existir,
procrear y morir, mecánicamente.
El
problema sólo se plantea para los inquietos y los inadaptados, para los que
viven, en una palabra. Para los que, en otro mundo, ante otra moral, ante
ninguna moral, poetizarían, impulsarían y crearían la vida maravillosa, diversa
y múltiple del sentimiento, la sensibilidad y el intelecto, la vida intensa y
completa de la insaciable sed y el hambre infinito.
No
obstante, me doy cuenta de que, abandonando la idea central que me hace
escribir estos artículos, me enfrasco en una serie de consideraciones que
desvían la atención del lector del tema propuesto.
La
mujer, indiscutiblemente, es hoy un problema para el hombre. Un problema
múltiple y diverso, en cualquiera de sus fases y en todas sus manifestaciones
vitales. No hablemos ahora del distinto problema que es el hombre para la
mujer.
Algunas
veces, conversaciones oídas y mujeres observadas, me sugirieron un pensamiento
singular: Admiré profundamente que, un mundo donde la mayoría de las mujeres
son tan estúpidas, hubiera dejado, relativamente, por lo menos, un considerable
lastre de estupidez en el correr de los siglos.
La
mujer, por causas fácilmente explicables, de las que el imperativo sexual es de
las principales, es, inconscientemente, el eje del mundo. Su influencia sobre
el hombre, desde la infancia hasta la edad madura, resulta considerable. Todos
hemos visto hombres formales, muy dueños de sí, inteligentes y capaces, perder
los estribos ante la sonrisa insinuante de una mujer coqueta. Todos sabemos
que, en el fondo de la historia de todos los pueblos, la mano femenina ha
detentado unas extrañas e invisibles riendas. Y esto, siendo esclava; y esto,
mantenida en la ignorancia, bestia de placer o máquina incubadora de
hijos. Y, como es natural, esclava, ha esclavizado; embrutecida, ha
embrutecido; debilitada por las leyes y morales, sólo ha pensado en debilitar a
su tirano, que, mientras con una mano la encadenaba, con la otra cedía a todos
sus caprichos y habilidades de gata mimosa.
En
países como España, en donde la mayoría de las mujeres son semianalfabetas, en
donde muchas lo desconocen todo, criadas para el hogar, siervas del cura,
sacerdotisas del dios “qué dirán” y de la diosa “costumbre”, cerradas a toda
innovación, sin más horizontes que el matrimonio y la procreación de unos hijos
para los que ninguna preparación reciben, a los que nada podrán enseñar, de los
que únicamente pueden ser la madre, adorada con un poco de piedad de
sentimiento protector; pero, a pesar de todo, y por encima de todo, dominando y
desequilibrando al hombre con una sonrisa, con una mirada de coqueta o de
virgen maliciosa e hipócrita, en España, repito, admiremos el progreso habido y
sorprendámonos de no oír aún, por la noche, el paso lúgubre de la Hermandad del
Santo Oficio y de que no veamos aún apedrear a las mujeres adúlteras.
Porque
ningún hombre es tan terrible y riguroso en esa materia como una mujer. A este
respecto me acude a la memoria que, con motivo de un adulterio famoso en
Madrid—no recuerdo exactamente los nombres; sé sólo que ella se llamaba María
de Lourdes, que el esposo los sorprendió infraganti, y que el cobarde amante la
abandonó a las balas del marido—fueron las mujeres las más iracundas, las que
con más furor celebraron la muerte de la pobre amadora y la absolución del
esposo asesino. Hace ya años de esto. Recuerdo que yo era una adolescente, que
aún no había tenido motivos para que me preocuparan estas cuestiones y que aún
no había pensado en juzgar y observar. Sin embargo, me exasperaba oír los
juicios de las mujeres que hablaban del hecho, que tuvo mucho eco, por la
condición social de los protagonistas del suceso. Me desesperaba no
comprendiendo su saña contra la infeliz muerta, cuyo único delito había sido
amar, y me desesperaba más, oyendo dar la razón al marido, al macho dominador,
que mató a la mujer porque era su propiedad. Recuerdo también la indignación
que entre un corro de coléricas y pudibundas mujeres produjeron unas palabras
mías, que juzgaron insolentes e impropias de mi edad. No hice más que repetir
una frase de Jesús: “El que esté limpio de pecado, que tire la primera piedra.”
¿Pero
cómo hablar, cómo convencer a una mujer encerrada dentro de sí misma, llevando
en ella el atavismo de mil generaciones, naciendo con el cerebro convertido en
disco emisor de la serie de conceptos que, en el correr del tiempo, en él
fueron estampados?
¿Cómo luchar contra el espíritu invisible de millones de seres, contra ese algo
impalpable e indefinible que llaman el medio ambiente?
Yo
admiro sinceramente al hombre que logra, a vuelta de razonamientos, poco a
poco, a fuerza de una propaganda difícil y extraordinaria, hacer de una
muchacha española su compañera. Lo admiraría más, si fuese capaz de ser digno
de su obra, si lo supiera continuar. Admiro al que logra serlo y continuarla.
Pero, en estas conversaciones laicas, el amor es casi siempre el autor único.
Bendigámoslo, si la conversión ha sido algo más que un espejismo de los
sentidos, si no ha sido sólo una lucha un poco tonta entre dos astucias y dos
deseos.
El
trabajo que hay que hacer, trabajo abandonado, del que se preocuparon y se
preocupan muy poco cuantos planean la sociedad futura y cuantos discuten los
problemas post-revolucionarios, es mayor y más difícil de lo que a simple vista
parece. Yo sonrío leyendo las elucubraciones de los teóricos, los profundos
pensamientos de los filósofos, las transcendentes conclusiones de los
pensadores, y pienso que todo aquello: teorías, pensamientos y conclusiones,
estadísticas y planos, sistemas filosóficos y enunciados sociales, puede
borrarlos, destruirlos, convertirlos en frases y meras utopías, una mirada
femenina.
Y
junto a esos planes, a esas estadísticas, a esas consideraciones y
organizaciones de sociedades, veo yo una casa y una mujer y unos hijos. Una
mujer ignorante, obtusa, cerrada al progreso; una mujer que rezará mientras el
hombre se bata; una mujer que transmitirá a los hijos todos sus
prejuicios y supersticiones, su debilidad milenaria de ser desconocedor de la
Naturaleza y de la Vida; su miedosa mentalidad de salvaje, para el que el
relámpago es un rayo de la cólera de Dios y el trueno su voz tonante. Una mujer
para la que no existirán grandes causas; que no sentirá los ardores y los
entusiasmos ideales de su partenaire en la comedia de la vida. Una mujer que no
se preocupará de la sociedad futura, para la que el porvenir se reduce al
inmediato mañana en que habrá de ir a la compra y hacer la colada. Una mujer
que será, sin embargo, la que moldeará los hijos del hombre, la que, Dios
supremo, los hará a su imagen y semejanza.
¿Servirán
de algo los planeamientos de sociedades futuras, las estadísticas y los
cálculos, la misma sangre generosa que por ello se derrame, ante esa fuerza
muerta poderosa, ante esa potencia negativa, ante ese terrible e incalculable
factor de retroceso, cadena que nos liga al ayer, que nos enlaza al pasado
obscuro, que nos transmite la mentalidad del salvaje y el temor pueril de una
eterna infancia?
No,
no servirán de nada. Al lado del teórico, del pensador, del filósofo, del
revolucionario, para los que la palabra mujer desaparece unida a la abstracción
hombre o ser humano, es preciso, es imprescindible, que vaya un sembrador
singular y sutil, un maestro en una ciencia nueva, un ser quizá inencontrable y
semidivino que recree y rehaga, que refunda, que despierte, que llame al
corazón distante y al cerebro cerrado.
En
mí estas palabras sorprenderán un poco. Nadie ha defendido más a la mujer;
nadie siente con más intensidad la solidaridad y el orgullo del sexo; nadie
cree más que yo en la personalidad femenina, que ha de ser cada día, que es ya
cada día, más firme, recta y clara. Pero yo me doy cuenta del estado
moral de mi sexo, de la gran labor, difícil y extraordinaria, que tenemos, por
delante. Difícil y extraordinaria, porque es precisa una creación personal e
intima, una autodidaxia, una autovivificación femenina. No creo en Pigmaliones
creadores de mujeres ideales, en Andreidas frías y mecánicas, despojadas del
atribulo sublime de la pasión y sus locuras sobrehumanas. Por esto he dicho que
es preciso un sembrador singular y sutil, un maestro en una ciencia nueva, un
ser quizá, inencontrable y semidivino...
La
tarea es ardua y la labor lenta. Y debemos empezar por convencer de la
necesidad de ella. Yo ya estoy convencida. Convencida, porque sé la influencia
de mi sexo, decisiva, fundamental y absoluta. Sé, y lo repetiré hasta la
saciedad, que todo esfuerzo se estrellará, impotente e inútil, si no se ha
resuelto antes el problema transcendental, definitivo, que son la mujer para el
hombre y el hombre y la mujer para la Vida toda.
Estos
artículos, que continuaré, quizá no guarden la necesaria correlación. Los
escribo al correr de la pluma, sin plan determinado y exponiendo los
pensamientos que he ido acumulando, mediante una observación continua y
directa. Quizá un día, enriqueciéndolos con nuevas observaciones, con un nuevo
caudal de experiencia y de mayores consideraciones, los refunda y los una,
ampliándolos en longitud y esencia.
Federica
Montseny
La
Revista Blanca. Sociología, Ciencia y Arte
Barcelona, 1 de febrero de 1927
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