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1869. Sócrates Gómez: De la derrota a la represión

Destacado y veterano militante socialista, Sócrates Gómez ha consagrado su vida entera al servicio del PSOE, en cuyas luchas interviene personal, activa y brillantemente durante los últimos cincuenta años, los más agitados y dramáticos de su centenaria historia. Carácter entero y voluntad firme no vacila en sus convicciones y continúa rectilíneo su camino pese a sufrir persecuciones de todo género, torturas morales y materiales, numerosas detenciones, lustros interminables de en-cierro en los más inhóspitos penales, condenas, privaciones y hambres. Nacido en Vigo en 1914 e hijo de José Gómez Osorio —fundador del Sindicato Nacional Ferroviario, miembro de la Ejecutiva nacional del Partido y último gobernador republicano de Madrid, fusilado por el franquismo en febrero de 1940—, ingresaba en su infancia en las Juventudes Socialistas, en las que sobresale pronto por su espíritu combativo, agilidad de pluma y facilidad de palabra, cualidades que le valen no más tarde de 1930 formar parte de los organismos rectores juveniles en compañía, entre otros, de Carlos Rubiera, Hernández Zancajo, Juan Simeón Vidarte y Santiago Carrillo. Un año más tarde ingresa en la redacción de «El Socialista», en el que sigue trabajando al producirse el alzamiento militar del 18 de julio de 1936.

Durante la contienda civil, Sócrates Gómez, tras luchar en diversos frentes en los primeros meses del conflicto, pasa a integrar el Comisariado de Guerra y es designado director de «La Voz del Combatiente», diario de y para los soldados, que edita el propio Comisariado, se reparte gratis en las trincheras y contribuye eficazmente a mantener intacta la moral de los hombres enrolados en el Ejército Popular. Aunque como tantos otros puede escapar de Madrid y de España cuando, una vez perdida Cataluña, no existen ya perspectivas de triunfo, permanece en su puesto hasta después del último segundo. Apresado en el puerto de Alicante, pasa por los terribles campos de concentración de Levante antes de ser trasladado a Madrid. Durante un tiempo —que se prolonga varios años— todos sus familiares —padre, madre y hermanos— penan en distintas cárceles y comisarías madrileñas. Luego el padre es fusilado y la tragedia familiar se completa con el suicidio de la hermana menor, cuyos diecinueve años no pueden sobreponerse a una situación desesperada.

Condenado a largos años de presidio, Sócrates sale en libertad provisional cuando la Segunda Guerra Mundial se aproxima a su final. Sin vacilar un momento se lanza de nuevo a la lucha clandestina. Detenido una vez más es juzgado en 1946 en otro consejo de guerra sumarísimo en la ciudad de Alcalá de Henares, en unión de los demás dirigentes de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas. Aunque la sentencia rebaja en dos grados la pena de muerte solicitada por el fiscal, Sócrates ha de permanecer varios lustros entre rejas. Pero ni los muchos años de encierros ni las dificultades de una libertad que tiene mucho de provisional le hacen abandonar la defensa activa de sus ideales. Elegido diputado en la consulta electoral del 15 de junio de 1977, forma parte ahora de la Diputación Provincial de Madrid en virtud de las elecciones municipales del pasado 3 de abril.


Por qué perdimos la Guerra 

—Son varias las causas que contribuyeron a nuestra derrota en la guerra —dice Sócrates en respuesta a mis preguntas—. Estuvo en primer término la actitud suicida de las democracias occidentales —Francia, Inglaterra y Estados Unidos—, que faltando a sus obligaciones y compromisos negaron a un Gobierno legítimo, que mantenía con todas ellas las más cordiales relaciones, las armas que precisaba para su defensa. La farsa trágica de la «No Intervención» no sólo hizo que una contienda que pudo resolverse en pocos meses se prolongara cerca de tres años, sino que determinó la victoria del franquismo, al que, aparte de ayudar abiertamente con hombres y material Italia, Alemania e incluso Portugal, permitió que algunas empresas americanas —la Texaco, por ejemplo— entregaran sin cobrar a las juntas de Salamanca o Burgos los elementos bélicos que ni aun cobrando al contado facilitarían a los gobernantes republicanos. Valiéndose de una serie de engaños y subterfugios hicieron con los antifascistas españoles en 1936 y 1937, los mismo que cínicamente harían en 1938 con Checoslovaquia, violando todos los tratados internacionales suscritos por las grandes potencias, para entregarla atada de pies y manos al nazismo hitleriano. Si a base de tan humillantes claudicaciones Londres y París esperaban evitar la guerra, fracasaron; si únicamente pretendían ganar tiempo para armarse adecuadamente, lo hicieron tan rematadamente mal que, como demostró la primavera de 1940, Hitler y Mussolini aprovecharon mucho mejor el tiempo. Aunque lo cierto es que tanto los radicales franceses como los conservadores británicos tuvieran en el fondo mayor temor que a la misma guerra, al contagio de la revolución española entre los trabajadores británicos y galos.

Sócrates habla con seguridad y firmeza, dando la clara impresión de haber meditado no poco sobre el tema. Tras hacer una ligera pausa, prosigue diciendo:

—Claro que, aparte del indigno comportamiento de las democracias, hubo otros factores que contribuyeron a nuestra derrota final. Muchos de ellos pueden sernos imputados a los partidos y organizaciones antifascistas que en vez de luchar en todo momento férreamente unidos en un sólido bloque, nos dividimos y enfrentamos por cuestiones secundarias y pretensiones hegemónicas de determinadas personas y grupos. Bueno será subrayar, sin embargo, que esas divisiones se debieron en parte —o cuando menos fueron incrementadas por ella— a la actitud de las democracias que, al negar armas al Gobierno republicano, le obligaron a buscarlas en otra parte y a depender de una fuente de suministros que no sólo obligaba a pagarlos en oro y por anticipado, sino que trataba de ponerles un precio político adicional. Consecuencia de ello fue que un grupo, muy minoritario al comienzo de la lucha, pretendió imponerse al resto de los partidos y organizaciones, tratando de minarles, dividirles y enfrentarles, perjudicando considerablemente el esfuerzo común. La inoportuna crisis de mayo de 1937 que desplazó a Caballero de la jefatura del Gobierno, dejando fuera del mismo a una parte considerable del partido socialista y a las dos grandes centrales sindicales, constituyó un grave error que tuvo repercusiones nada satisfactorias en el transcurso de la contienda. Como lo tuvo, en el aspecto puramente militar, el desplazamiento del general Asensio y la paralización de la ofensiva proyectada en la primavera de 1937 en Extremadura. También fueron equivocaciones lamentables el desenfrenado proselitismo político, la enconada persecución contra los disidentes comunistas y las campañas de desprestigio contra las figuras más descollantes del antifascismo en cuanto no servían sumisamente a sus fines. Nada de esto favoreció el esfuerzo de guerra y todo contribuyó en mayor o menor medida al desastre final.


Los militares que luchan por la República

—¿No influyó también la falta de buenos técnicos militares o el escaso aprovechamiento de los que teníamos?

—Indudablemente sí. Pero aquí conviene tener en cuenta diversos factores. El primero de ellos es que mientras la República no desencadena la guerra, que la coge totalmente des-prevenida y sin preparación adecuada para hacerla frente, el franquismo cuenta desde el primero momento con buena parte del Ejército y esa parte es la mejor armada y con mayor preparación para el combate. Por otro lado, y aunque en el alzamiento no participase la totalidad del Ejército, las masas populares que, en unión de los guardias civiles, de seguridad, asalto y carabineros fieles al Gobierno aplastan el movimiento subversivo en más de la mitad del territorio nacional, sienten una profunda desconfianza hacia la lealtad de los elementos castrenses que siguen en las filas republicanas, desconfianza que explica no pocas tropelías inexplicables de otro modo, y se desaprovechan durante los primeros meses la adecuada utilización de numerosos militares que hubieran podido determinar la suerte de la contienda.

Cuando se instaura el Comisariado se crea con la finalidad fundamental de que la personalidad política del comisario abone ante los milicianos la conducta antifascista del jefe militar y le sirva de escudo contra la barbarie de quienes, para justificar su cobardía en algunas huidas vergonzosas, culpan a los mandos de haberlos traicionado. Aunque algunos comisarios no están a la altura de su difícil misión, son mayoría los que cumplen con su deber y su tarea resulta eficaz en el transcurso de la con-tienda. Mucho más eficaz resulta, natural-mente, la transformación de las columnas milicianas en un ejército regular y disciplinado, porque una guerra sólo puede ganarse con un buen ejército. Por desgracia, cuando tirios y troyanos se convencen de esta verdad han pasado cerca de seis meses y se han desvanecido todas las probabilidades de victoria rápida que la República puede tener en las primeras semanas de la contienda.

Pretendo que precise algo más respecto a la valía de los militares profesionales que hicieron la guerra en las filas republicanas y, tras pensarlo un momento, Sócrates contesta midiendo cuidadosamente sus palabras.

—No soy militar ni me tengo por experto en cuestiones estratégicas. No obstante, por lo que entonces y después pude oír, leer o saber de los juicios de quienes dominan la materia, tengo la impresión personal que el más brillante y capacitado de los jefes castrenses que combatieron a nuestro lado fue el general José Asensio Torrado. Era hombre de clara inteligencia, de probado valor personal, con grandes dotes de mando e inequívoca significación política. Consejero y asesor militar de Caballero, prestó grandes servicios a la República, especialmente por su decisiva intervención en la organización del Ejército Popular. Pudo haber hecho mucho más, pero no le dejaron. Individuos y sectores a quienes estorbaba su leal colaboración con el jefe del Gobierno, atacaron insidiosa y virulentamente al general cuando iniciaron su maniobra para desplazar a Largo Caballero. Tras la pérdida de Málaga consiguieron no sólo su sustitución, sino incluso suprocesamiento y prisión. La realidad demostró más tarde tanto su lealtad a la República como lo acertado de su comportamiento; pero para entonces el mal ya estaba hecho y Asensio se vio privado de continuar actuando desde un puesto clave. Fue una torpeza y un error que las armas republicanas hubieron de pagar demasiado caros. Aparte de Asensio Torrado, hubo otros militares profesionales que por su inteligencia y capacidad realizaron una gran labor. Entre ellos cabe destacar al general Vicente Rojo, que pese a su dudosa significación política al comienzo de la contienda, sirvió a la República con absoluta lealtad e indudable talento; algunas de sus grandes maniobras ofensivas y defensivas pudieran ser tomadas como modelo de habilidad estratégica. Si las grandes batallas de Teruel y el Ebro no terminaron en aplastantes victorias republicanas no cabe atribuirlo a inferioridad de los militares que luchaban a nuestro lado, sino a la superioridad aplastante en aviación, artillería y tanques de las huestes contrarias. Mientras el franquismo recibía cuanto necesitaba y más en los momentos cruciales de la guerra, los cierres de la frontera francesa y la irregularidad de los suministros por vía marítima ponía al Ejército Popular en inferioridad de condiciones.

Sócrates habla a continuación de otros militares profesionales que en puestos menos destacados demostraron sus excelentes condiciones, luchando al lado del pueblo. Menciona el nombre de Pérez Salas, uno de los mejores artilleros españoles y los de quienes, cualesquiera que fuesen sus ideas políticas antes de iniciarse la contienda, hicieron honor a la palabra empeñada, llegando al supremo sacrificio de la propia vida.

—La lista de generales fusilados por Franco al terminar la guerra —Escobar, Aranguren, Martínez Cabrera, etc.— demuestra que fueron más numerosos de lo que comúnmente se creen los militares profesionales que lucharon al lado de la República.


Largo Caballero, Prieto, Negrín y Besteiro

El Partido Socialista Obrero Español no sólo consigue mayor número de diputados en los tres parlamentos republicanos, sino que desempeña un papel protagonista en todo el curso de la guerra civil. Si los gobiernos presididos por Largo Caballero y Negrín dirigen la lucha desde septiembre de 1936 a marzo de 1939, los socialistas son también un factor decisivo, tanto en los dos primeros meses de la contienda como en las tres semanas finales Quiero conocer la opinión de Sócrates Gómez sobre las cuatro figuras más descollantes de ese período histórico, cada una de las cuales ha sido centro de enconadas polémicas. Tras unos momentos de reflexión, Sócrates va respondiendo a mis preguntas.

—Largo Caballero ha sido para mí el hombre que mejor ha representado al movimiento obrero español y personificado esencialmente la imagen del Partido después de la desaparición de Pablo Iglesias. En la guerra civil su postura fue absolutamente coherente con su pensamiento y trayectoria. Comprendió desde el primer momento todo el alcance y trascendencia del alzamiento militar e hizo cuanto estuvo en sus manos para derrotarlo. No fue desbordado por los acontecimientos, que supo encauzar en las más difíciles circunstancias. Sus sinceros esfuerzos por unificar todas las fuerzas antifascistas pudieron cambiar el curso de la contienda en sentido favorable para la República. Su desplazamiento de la jefatura del gobierno en la primavera de 1937 fue obra de quienes aspiraban a un dominio partidista del Frente Popular, secundados por las mezquinas ambiciones de algunos hombres que no comprendieron toda la gravedad de la hora ni la eficacia de su labor. En cualquier caso, y como demostraron acontecimientos posteriores, la figura de Caballero era difícil de sustituir, porque quienes pudieran hacerlo no estaban a su misma altura.

—¿Qué opinas de Prieto?

—Indalecio Prieto era un político neto y nato. Buen periodista y magnífico orador parlamentario, resultaba temible como polemista, tanto en la prensa como en la tribuna. No era, sin embargo, el hombre más adecuado para dirigir el esfuerzo de guerra. De un lado, porque, en contraposición a sus grandes dotes, estaba dominado por el pesimismo y no puede suscitarse el entusiasmo de los demás cuando uno mismo no lo siente. Por otro, Prieto tenía más de socialdemócrata que de socialista a secas, mientras los trabajadores españoles en la coyuntura histórica determinada por la contienda acariciaban ilusiones revolucionarias que estaban mucho más allá de una simple democracia burguesa.

Tampoco la opinión de Sócrates con respecto a Negrín resulta extremadamente favorable. Aun reconociendo sus méritos como catedrático, considera que el político no estuvo a la altura del científico.

—Nadie puede discutir ahora —dice— su categoría como maestro universitario. El simple hecho de que entre sus discípulos aparezcan figuras señeras de la medicina como Ochoa, Albornoz, Rodríguez Delgado y Rafael Méndez, basta y sobra para demostrar lo fecundo y eficaz de su labor. Por desgracia, su obra como político resulta mucho menos afortunada y mucho más discutible. Fuese impulsado por la ambición personal o por una visión totalmente equivocada de las circunstancias, colaboró eficazmente en las maniobras comunistas contra Caballero y Prieto, que perjudicaron tanto al partido socialista como al esfuerzo bélico del pueblo español, destrozando la unidad de las fuerzas antifascistas lograda en los primeros meses de la guerra y haciendo inevitable el enfrentamiento final en la zona centro-sur. En el balance de su actuación predominan los factores negativos.

Totalmente opuesto es el juicio que le merece Julián Besteiro, y no sólo por su comportamiento al final de la guerra, quedándose voluntariamente en Madrid para compartir la suerte del pueblo.

—Es el intelectual español que, con errores o sin ellos, ha estado más hermanado con el movimiento obrero y especialmente con el socialista. Su vida, su prisión y su muerte constituyen para todos nosotros un ejemplo de ética política de incalculable valor.


Cuarenta años de represión

El recuerdo de la prisión y muerte de Besteiro nos lleva de manera inevitable a hablar de la terrible represión que siguió al final de las hostilidades y se prolongó sin solución de continuidad hasta la desaparición física del dictador. Con un conocimiento directo de sus terribles efectos, Sócrates Gómez habla con claridad y precisión de un tema acerca del cual se ha guardado durante largos lustros tan absoluto silencio.

—Si muchos alemanes alegaban en 1945 absoluta ignorancia de la existencia de los campos de exterminio hitlerianos, no poco españoles actuales parecen no haberse enterado —o no quererse enterar— de la intensidad y la extensión de la represión franquista entre 1939 y 1975. Que en esos treinta y seis años hayan pasado por las cárceles y los presidios, las comisarías y los cuartelillos, los campos de concentración y los batallones de castigo y fortificaciones más de un millón de ciudadanos españoles; que sólo en Madrid hubiese en 1939 y 1940 más de cien mil prisioneros; que según el propio Franco en carta dirigida al conde de Barcelona en 1943 hubiese en nuestro país cuatrocientos mil procesados y que, en fin, muy cerca de doscientas mil personas perecieran en las prisiones españolas víctimas del hambre y de los pelotones de fusilamiento es algo que se niegan a admitir porque resulta terriblemente incómodo para la tranquilidad de sus conciencias. Prefieren pensar que el fascismo español fue mucho menos sanguinario y cruel que el nazismo alemán y que aquí no hubo mentes tan morbosas y siniestras como las de Himmler o Eichman. Aunque las hubo y millares y millares de familias españolas cuentan con alguno de sus miembros desaparecidos en las más trágicas circunstancias, el absoluto secreto guardado sobre la represión durante ocho interminables lustros y las cínicas manifestaciones de los corifeos del franquismo negando las más palmarias realidades, siembran todavía la duda en algunos espíritus acomodaticios sobre su dramática realidad.

Cuando se habla de la larga permanencia de Franco en el poder suelen atribuirla sus partidarios a las dotes supuestamente carismáticas del general, a su habilidad maniobrera de cacique e incluso a una protección especial de la divina providencia. La realidad es, sin embargo, que más eficaz que todos esos factores e incluso del apoyo de la Iglesia, de la ayuda del capitalismo nacional e internacional y de los sectores más reaccionarios del país, fue la dureza de una represión implacable continuada año tras año y lustro tras lustro, pisoteando todos los derechos humanos, habidos y por haber. Muchos dictadores impopulares se han mantenido largo tiempo en el poder merced al fusilamiento de todos sus adversarios. A este respecto conviene no olvidar que Franco pone sus últimos cinco enterados a otras tantas penas de muerte el 27 de septiembre de 1975 cuando le quedan menos de dos meses de vida.

Si muchos pueden hablar con perfecto conocimiento de causa del alcance y dureza de la represión, pocos podrán hacerlo con mayores motivos personales que Sócrates Gómez, que pasa en presidio todos los años de su juventud, igual que le sucede al resto de su familia, cuya madre sufre ocho años de presidio, cuyo padre es fusilado y cuya hermana menor toma una decisión desesperada al no poderse sobreponer a las terribles circunstancias que la rodean antes de cumplir los veinte años. Pero ninguno de esos golpes quiebra su ánimo y una y otra vez retorna con mayores bríos a la lucha empeñada, una lucha que en muchas ocasiones adquiere matices de auténtica epopeya.

—Volviendo la vista atrás, a los años más difíciles de nuestra existencia—dice con aire evocador— hay un aspecto de la lucha clandestina de la que nadie habla, al que ni los propios interesados concedemos la importancia que tuvo. Es la abnegación y el entusiasmo de cuantos al final de la segunda guerra mundial salían de los presidios tras permanecer en ello cinco o seis años y haberse librado por verdadero milagro en ocasiones del fusilamiento y participaban de nuevo, sin tomarse un día de descanso, en los trabajos de la clandestinidad. Aunque una mayoría estaban destrozados moral y materialmente, todos anteponían el ideal político al intento de rehacer sus vidas. Los riesgos, como demostraban las constantes redadas, los interrogatorios y los fusilamientos, no eran baladíes y ninguno lo ignoraba. Que en esas circunstancias fuesen pocos los que se apartasen de los riesgos del trabajo clandestino habla muy alto del temple de una generación que no sólo luchó en la guerra, sino que continuó su labor mientras le quedaban alientos y fuerzas.


Eduardo de Guzmán
Tiempo de Historia número 62, enero 1980








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