Madrid, 14 de abril de 1931. Grupos de personas festejan en las calles la proclamación de la II República Española. Foto: EFE |
Recordar no es gozar o sufrir nuevamente, pues si las reacciones intelectuales y morales se limitaran al dolor o al goce, poco camino habríamos recorrido. Recordar impone analizar la conducta y los hechos pasados, sometiéndolos a la criba más severa. Quien no encuentra en sus propios actos motivos de meditación y rectificación, ya puede solicitar el retiro. Ciertamente no le restará ningún quehacer en las graves horas del futuro.
Allá por el año de 1931, las campanas de España
tocaron a gloria. Se había instaurado la república y el pueblo español, todos
los pueblos españoles, desbordados de alegría, se entregaban al placer de
sentirse libres, comunicarse el hecho de la libertad general y testimoniarse
con el júbilo la realidad del milagro. Terminaba un ciclo histórico, en el que
las torpezas y las vilezas aparecían entremezcladas, y se abría otro lleno de
esperanzas. Los hombres del nuevo gobierno, salvo excepciones, gozaban de
reputación y crédito en el país y algunos de ellos de merecida fama
internacional. Cada grupo había destacado las personalidades más brillantes de
sus cuadros [...]. Consciente o incoscientemente los republicanos repitieron en
1931 la experiencia de 1873 dando asilo en el Ministerio a los políticos
conversos de la víspera. Según Marcelino Domingo las horas de abril eran
propicias al ensayo de un Thiers nacional, capaz de enfrentarse simultáneamente
con la extrema derecha y la extrema izquierda. Queríase que el alumbramiento de
la república y su infancia estuvieran revestidos de las galas más bellas, sin
un disturbio ni una mancha de sangre.
¿Por qué no se realizaron los bellos
sueños? ¿Por qué al siguiente día de la elección de las Cortes Constituyentes
se arrinconó a Thiers y se menospreció al Gambetta nacional que año tras año
había predicado el evangelio de la república?... Los desvaríos populares
obtienen siempre la absolución de la historia, a causa de la grandeza íntima
que los motiva, pero a los errores del personal directivo la historia otorga
trato distinto, seguramente porque no se debe eludir la ley de que gobernar es
prevenir y encauzar, incluso remando contra la corriente de las pasiones y
aunque el empeño comprometa la popularidad y la vida. ¿Estuvieron a esa altura
los hombres de 1931? No. Ocho meses después de instaurado el régimen
republicano, se rompieron las treguas políticas, y cada partido quiso hacer una
república a su hechura y semejanza. Se desvanecieron las sombras de Jovellanos
y de Argüelles; se olvidó la tremenda lección de las desaveniencias entre Pí,
Castelar, Salmerón y Figueras; dudose o negose que pudiera atener émulos el
general Pavía y sobre la cumbre del estado se desató la lucha iracunda de
quienes querían galopar hacia lo desconocido y quienes procuraban sestear en
las frondas del pasado. Extendida la enfermedad por el cuerpo social la
izquierda organizó una sedición popular y la derecha una rebelión militar.
Así, entre Scila y Caribdis, navegó el bajel republicano hasta 1936.
Diego Martínez Barrios
14 de abril de 1946
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