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1925. Recordando a Mercè Rodoreda

Mercè Rodoreda
(Barcelona, 10 de octubre de 1908 - Gerona, 13 de abril de 1983)


Durante la Guerra española Mercè Rodoreda trabaja como correctora de catalán en el Comissariat de Propaganda de la Generalitat y en la Institució de les Letres Catalanes. El 23 de enero de 1939 parte para el exilio en Francia: «Terminó la guerra, y tuvimos que salir de España. Yo, no por nada, porque yo nunca había hecho política, pero el hecho de haber escrito en catalán, y por haber colaborado en revistas, digamos «de izquierdas», etcétera, etcétera. Y aconsejada por mi madre, me fui pensando que al paso de tres, cuatro o cinco meses volvería a mi casa, pero luego se fue eternizando».

A mediados de junio de 1940 se ve obligada a huir de París ante el avance del ejército alemán: «Entonces, iniciamos la retirada a pie durante tres semanas. Unas tres semanas huyendo de los nazis y caminando por las carreteras francesas [...] Pasamos por un puente a Beaugency que lo estaban minando los artilleros franceses. Era una tarde con un cielo muy oscuro y muy bajo. Comenzaron a bombardear el puente, los alemanes, con unos estukes que daban miedo, y se veían los rosarios de bombas como caían y explotaban allí cerca. [...] Había muertos sobre el puente. Algo terrible! Entonces, nos dirigimos a Orleans, pensando que podríamos allí descansar un día o dos, pero cuando llegamos a las vistas de Orleans ... Orleans estaba en llamas, porque acababan de bombardearla. Fue entonces cuando dormimos en una casa de campo que olía a carne pasada y vino agrio, se notaba que había pasado mucha gente por esa casa; y dormimos allí toda la noche viendo desde las ventanas Orleans ardiendo».

Cuando finaliza la II Guerra Mundial se instala en Limoges y más tarde en Burdeos. Durante los primeros años se gana la vida cosiendo para unos almacenes «hasta el embrutecimiento» y continua escribiendo: «He hecho blusas de confección a nueve francos y he pasado mucha hambre. He conocido gente muy interesante y el abrigo que llevo es herencia de una judía rusa que se suicidó con veronal. En Limoges se quedaron con un ovario mío, pero lo que no dejaré en Francia será mi energía y mi juventud, hasta cincuenta años pienso conservar un cierto genre fregate [...] Y, sobre todo, quiero escribir, necesito escribir, nada me da tanto placer desde que vine al mundo, como un libro mío recién editado y con olor a tinta fresca».

Después fija su residencia en Ginebra, ciudad en la que trabaja como traductora y en 1960 comienza a escribir La plaça del Diamant, su obra más célebre publicada por primera vez en 1962.

En 1973 regresa de su exilio y diez años después fallece en una clínica de Girona víctima de un cáncer. Sus restos descansan en el cementerio de Romanyà de la Selva.


*


«Todas las luces eran azules. Parecía el país de las hadas y era bonito. En cuanto caía el día todo era de color azul. Habían pintado de azul los cristales de los faroles altos y los cristales de los faroles bajos y en las ventanas de las casas, oscuras, si se veía un poco de luz, en seguida pitos. Y cuando bombardearon desde el mar, mi padre murió. No por culpa de las bombas del bombardeo, sino porque, del miedo, se le paró el corazón y allí se quedó. Me costaba darme cuenta de que estaba muerto porque ya hacía tiempo que estaba medio muerto... Como si no fuese nada mío, ni nada que pudiera querer como mío, como si cuando se murió mi madre mi padre se hubiera muerto también. La mujer de mi padre vino a decirme que había muerto y que a ver si podía ayudarla algo para pagar el entierro. Hice lo que pude, que no era mucho, y cuando ella se fue, por un momento, sólo por un momento, de pie en medio de mi comedor, me vi pequeña con un lazo blanco en la cabeza, al lado de mi padre, que me daba la mano y andábamos por calles con jardines y siempre pasábamos por una calle de torres que tenía un jardín con un perro que, cuando pasábamos, se tiraba contra la verja y nos ladraba; por un momento me pareció que volvía a querer a mi padre o a parecerme que le había querido mucho tiempo. Le fui a velar y sólo le pude velar dos horas porque al día siguiente tenía que levantarme temprano para ir a limpiar despachos. Y a la mujer de mi padre puede decirse que no la volví a ver nunca. Me llevé un retrato de mi padre que mi madre había llevado toda la vida en un medallón y se lo enseñé a los niños. Casi no sabían quién era. Hacía tiempo que no sabía nada del Quimet ni del Cintet ni del Mateu, cuando un domingo se me presentó el Quimet con siete milicianos, cargado de comida y de miseria. Sucio y desastrado y todos los demás igual. Los siete se fueron y dijeron que vendrían al día siguiente por la madrugada a buscarlo. El Quimet me dijo que en el frente comían poco porque la organización fallaba y que estaba tuberculoso. Le pregunté si se lo había dicho el médico y me dijo que no necesitaba ir al médico para saber que tenía los pulmones llenos de cavernas y que no quería dar ningún beso a los niños para no pasarles los microbios. Le pregunté si se podría curar y me dijo que a su edad cuando se agarraba una cosa de éstas ya la tenías encima para toda la vida, que las cavernas se van ahondando y cuando tienes los pulmones como un colador, con la sangre que anda perdida y sale por la boca porque no sabe dónde meterse, entonces ya puedes preparar la caja. Y dijo que no sabía la suerte que tenía yo con tener tanta salud... Le conté que las palomas se habían escapado y que sólo quedaba una de aquellas de los lunarcitos, delgada como un alambre, que siempre volvía... Y dijo que si no fuera por la guerra ahora tendría una casita y la torre de las palomas llena de ponederos hasta arriba, pero añadió que todo se arreglaría y que, al venir, habían pasado por muchas masías que les habían dado huevos y verduras para que los llevasen a sus casas. Estuvo tres días con nosotros porque al día siguiente los siete milicianos le vinieron a decir que les habían dicho que se tenían que quedar. Y los tres días que estuvo en casa no paraba de decir que en ninguna parte del mundo se estaba mejor que en casa y que cuando se acabase la guerra se metería en casa como una carcoma dentro de la madera y que nadie le volvería a sacar de allí. Y mientras hablaba metía la uña en la rendija de la mesa y hacía saltar las cortecitas de pan que se metían allí y me extrañó mucho que hiciese una cosa que yo hacía a veces y que él no había visto nunca que la hacía. Los pocos días que estuvo con nosotros dormía después de comer y los niños iban a su cama y dormían con él porque, como le veían poco, le querían mucho. No me gustaba nada tener que dejarles cada mañana para ir a limpiar despachos. Quimet dijo que aquello de las luces azules le ponía de mal humor y que si algún día podía mandar, haría poner todas las luces rojas como si todo el país tuviese sarampión, porque él, dijo, también sabía hacer bromas. Y que eso de las luces azules era una cosa que no servía para nada: que si querían bombardear bombardearían aunque las luces estuviesen pintadas de negro. Me di cuenta de que tenía los ojos muy hundidos como si los hubiesen empujado para acabarlos de meter adentro del todo. Cuando se fue me abrazó muy fuerte y los niños se lo comieron a besos y le acompañaron hasta abajo de la escalera y yo también, y cuando subíamos, cuando estuve entre el rellano del primer piso y el mío, me paré y pasé el dedo por los platillos de las balanzas de la pared, y la niña me dijo que le dolía la cara porque la barba de su padre pinchaba. La señora Enriqueta vino a verme, porque cuando sabía que el Quimet estaba en casa no se acercaba para no estorbar, y me dijo que era cosa de pocas semanas, que nosotros ya habíamos perdido… dijo que cuando ellas se habían juntado ya era como si nosotros hubiéramos perdido y ellos hubiesen ganado y que sólo tenían que empujar. Y dijo que sufría mucho por nosotros porque si el Quimet se hubiese estado quietecito no nos pasaría nada, pero que de la manera que se había comprometido, vete a saber cómo acabaría. Lo que me dijo la señora Enriqueta se lo conté al tendero de abajo y me dijo que no me fiase de nadie. Y le dije a la señora Enriqueta que el tendero de abajo me había dicho que no me fiase de nadie y ella me dijo que el tendero de abajo hacía novenas para que perdiésemos, porque con la guerra ganaba poco aunque vendiese algo a escondidas y caro, además del racionamiento. Que el tendero de abajo sólo quería paz porque vender a escondidas le hacía vivir con el alma en un hilo y que el caso era acabar como fuese, pero acabar. Y el tendero de abajo me decía que la señora Enriqueta sólo vivía pensando en los reyes. Y la Julieta volvió a venir y me dijo que los viejos eran los que estorbaban, que todos pensaban al revés y que la juventud quería vivir sanamente. Y dijo que, vivir sanamente, está mal visto por según que clase de personas y que si quieres vivir sanamente se te echan encima como ratas venenosas, y te cogen y te hacen meter en la cárcel. Le hablé de los niños y le dije que cada día tenían menos que comer y que no sabía lo que hacer y que si me cambiaban al Quimet de frente, como había dicho que podía ocurrir, todavía lo vería menos a menudo y no podría traerme las pocas provisiones que nos traía y que nos ayudaban mucho. Me dijo que ella podría meterme al niño en una colonia, que la niña no me lo aconsejaba porque era una niña, pero que al niño hasta le sentaría bien tratar con otros niños y que eso le prepararía mucho para la vida. Y el niño, que nos estaba escuchando, cogido a mis faldas, dijo que no se quería mover de casa aunque no pudiese comer nada... Pero encontrar comida me resultaba tan difícil que le dije que no había otro remedio, que sería una temporada corta y que vería cómo le gustaba poder jugar con niños como él. Tenía en casa dos bocas abiertas y no tenía nada con que llenarlas. No se puede contar, lo tristemente que lo pasábamos: nos metíamos temprano en la cama para no acordarnos de que no teníamos cena. Los domingos no nos levantábamos para no tener nunca hambre. Y en un camión que hizo venir la Julieta, se llevaron al niño a la colonia, después de haberle convencido con buenas palabras. Pero él se daba cuenta de que le engañábamos. Se daba más cuenta que yo de que le engañaban. Y cuando hablábamos de llevarle a la colonia antes de llevarle, bajaba la cabeza y no abría la boca, como si los mayores no existiésemos. La señora Enriqueta le prometió que iría a verle. Yo le dije que iría cada domingo. El camión salió de Barcelona con nosotros arriba y una maleta de cartón atada con una cuerda, y entró por la carretera blanca que llevaba al engaño»


Mercè Rodoreda
La plaza del diamante - Capítulo 31
La plaça del diamant (1962) 








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