Como
Adolfo Hitler tiene pocos amigos que expliquen sus proezas en la gran Prensa
del mundo, catorce millones de votos parecen surgir de la alucinación, de una
pesadilla o de algún enigma indescifrable. Pero en rigor lo más extraordinario
de las elecciones últimas no es que Hitler hallara catorce millones de
votantes, sino que su triunfal adversario, el general Hindenburg, encontrase 19
millones. Hitler, en efecto, puede estar tan orgulloso de estos diecinueve millones
como de los catorce que obtuvo para si.
Porque
la situación viene a ser ésta. Supongamos que al proclamarse la República
española hubiesen elegido las Cortes Constituyentes al Sr. Besteiro como
presidente de la nación, que al cabo de seis años de República y levantamientos
comunistas se hubiera producido una reacción tan grande en el país, que los
socialistas no se hubieran atrevido a presentar candidato propio y que hubieran
votado a uno del centro, como don Santiago Alba, por ejemplo, pero que la
mayoría de votos hubiese sido para el general Primo de Rivera, equivalente
español de Hindenburg. Supongamos que entonces hubiera empezado a difundir sus
ideas el doctor Albiñana, al punto de alcanzar catorce millones de votos frente
a los diecinueve del general Primo de Rivera. Besteiro equivale a Federico
Ebert; Primo de Rivera a Hinderburg; Albiñana a Hitler.
El
triunfo máximo de Albiñana habría consistido en hacer que los socialistas y
republicanos-radicales hubiesen votado a Primo de Rivera, como han votado a
Hindenburg en Alemania.
¿Cómo
ha sido posible este milagro? He leído una buena mitad de las ochocientas
grandes páginas de Mi
Lucha, de Hitler. No es buen escritor, como
no lo suelen ser los oradores. Tampoco se propone serlo. Hitler proclama su
convencimiento de que los movimientos políticos no los hacen los escritores, si
no los oradores. Con ello digo que para entender a Hitler no basta con leerle.
Habría que verle en la tribuna, al frente de los suyos. Pero Diego Láinez solía
decir de San Ignacio que era hombre de pocas verdades, en el sentido de que su
espíritu se concentraba en el menor número posible de principios, y el dicho es
aplicable a Adolfo Hitler. Sus ideas son dos, y sólo dos: la Patria y el
trabajo.
Ya
lo dice dos veces en la misma denominación de su partido, que es “el nacionalsocialista
de los trabajadores alemanes.” El concepto de trabajadores no hace sino
precisar el de socialista, y el de alemanes viene a repetir lo de nacional. El
propio Hitler no es sino un trabajador alemán que ha descubierto que hay muchos
millones de hombres que se hallan en su caso. Es tan sencillo como el huevo de
Colón, pero a los trabajadores no se les permitía darse cuenta de que eran
alemanes, ni los buenos alemanes se solían sentir trabajadores, aunque
trabajaran más que negros. Hitler no es sino el guión que une dos conceptos
políticos, el nacional y el socialista, que antes andaban sueltos. Parece que
no es mucho. Implica, sin embargo, una revolución o una restauración, según se
mire.
El
éxito o el fracaso de Hitler no puede predecirse. Se ha echado encima un
enemigo poderoso o implacable. Los judíos son ricos, tienen en sus manos los
grandes periódicos y no figura, que yo sepa, entre sus máximas la del perdón de
las injurias. Hitler tiene un concepto racial del patriotismo y un sentido material
del trabajo, que excluye a los judíos, lo mismo por extraños a la raza
germánica que por aficionados a ocupaciones usurarias, especulativas y
comerciales, que no le merecen simpatías. Así que me parece muy posible que los
judíos acaben por derrotar a Hitler, pero también creo probable que su causa
triunfe, a pesar de ello. Y es que Hitler mantiene en Alemania, por lo menos
frente a los socialistas y frente a los nacionalistas, la causa sagrada de la
unidad del hombre.
Sostienen
los socialistas que los obreros carecen de patria. Lo habían dicho textualmente
Marx y Engels en el manifiesto comunista: “Los trabajadores no tienen patria.
No se les puede quitar lo que no tienen.” Viceversa, los nacionalistas no han
solido ocuparse de la cuestión social. Con tal de exaltar a su país sobre los
otros, no se cuidaban de oponerse a la explotación de los obreros, como si
fuera fatal e inevitable. Ya han pasado ochenta y cuatro años y cuarto desde
que se promulgó el manifiesto comunista, y ha habido ministros socialistas en
casi todos los pueblos europeos, lo que no quita para que se continúe
manteniendo el dogma de que los obreros carecen de patria.
La
verdad es distinta, sin embargo. Lo pude ver en Londres, en 1911, cuando surgió
la guerra de Trípoli entre Italia y Turquía. Los camareros de los restaurantes
italianos que yo frecuentaba empezaron a manifestarse orgullosos de las hazañas
de su Patria: “Ahora verán estos ingleses que también nosotros tenemos
acorazados y cañones; y regimientos, y colonias.” “¿Pero no son ustedes
socialistas?”, les preguntaba yo. “Socialistas, sí, señor, pero italianos”,
solían contestarme.
Era
un mundo nuevo el que surgía, un mussolinismo antes de Mussolini. El acierto de
Hitler consiste en haber sentido lo mismo que vastas multitudes, que desean a
todo trance conciliar sus reivindicaciones de clase social con sus sentimientos
e intereses nacionales, y en haber visto que, a su vez, el patriotismo alemán
necesita el activo sostén de las masas obreras para defenderse con
probabilidades de victoria. En palabras de Hitler: “Para recobrar la
independencia de Alemania respecto del extranjero hay que recobrar primeramente
la voluntad de nuestro pueblo.”
Del
mismo modo que un socialismo desnacionalizado, sin el estímulo de los valores
nacionales, de las banderas patrias, de los sentimientos e intereses comunes,
no es sino sectarismo, el nacionalismo necesita de la justicia social y del
contentamiento popular para el buen servicio de la Patria. Y aunque es verdad
que los intereses del pueblo y los de la Patria no son siempre los mismos,
porque las rentas públicas pueden ser pequeñas y grandes las privadas, y
viceversa, lo que hace surgir una dialéctica política entre la causa del
partido popular y la del partido de la cosa pública, tampoco son contrarios, y
mucho menos extraños, los intereses de la República y los del pueblo, sino que
hay una vasta zona común, en que pueden marchar de acuerdo la causa nacional y
la de la justicia social, que es la razón de que surgiera el guión Hitler, que
ha unido buena parte del nacionalismo y del socialismo en un mismo partido.
Ramiro
de Maeztu
ABC (Madrid), 20
de abril de 1932 - Pág. 3
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