Lo Último

1945. Españoles fuera de España

María Zambrano Alarcón
(Vélez-Málaga, 22 de abril de 1904 - Madrid, 6 de febrero de 1991)


Habíamos salido de Dakar la noche antes. Era de mañana y por el barco corrían rumores, palabras sueltas, ¡dos españoles», «son los españoles», decían con mezcla de sorpresa, obscura admiración y miedo. Sí, eran en efecto los españoles que vuelven a atravesar el mundo como algo insólito, como algo extraordinario y difícil de comprender, que llama a las puertas de la cómoda inconsciencia en que tantas y tantas gentes de hoy todavía viven, algo que despierta al mundo de su gran letargo y plantea una cuestión difícil y peligrosa, una cuestión que por mucho que se quiera eludir está ahí, cada vez más viva y llameante, que se filtra por todas partes, hasta en el cómodo pasaje de un barco cargado de gentes que vienen a Europa—a la terrible Europa—«a divertirse», sin más.

Allí estaban los españoles. Eran casi una centena y habían subido a la madrugada dando la vuelta al muelle según orden del capitán. A la clara luz del amanecer alguien había visto la escena. En el puente de tercera todos reunidos alzaron el puño y gritaron ante el responsable de la expedición un sereno y altivo ¡Viva España republicana! Unas breves palabras que todos escucharon y el barco, ennoblecido con tan preciosa carga, entró en el mar.

«Pero ahora en cuanto Franco se entere nos mandará los aviones», susurraban prudentes caballeros, y alguna dama mientras tejía su interminable jersey azul. «¿Cómo el comandante ha consentido embarcar a esos hombres?» El miedo estiraba las caras y levantaba absurdos presentimientos en aquellos rostros hasta entonces inexpresivos que comenzaban a mirarnos —nosotros también éramos españoles— de reojo. Miedo, recelo, egoísmo en guardia, todo menos el más leve gesto de simpatía humana, menos el más ligero asomo de solidaridad. Seco egoísmo en guardia el sentir en peligro su viaje de diversión a Europa. Allá arriba, nada más.

Era abajo, en los sórdidos comedores de tercera, en el pequeño puente entre cordeles y grúas, entre el sudor de la fatiga y el soplo de las máquinas donde habitaba la solidaridad. La simpatía, el sentido fraternal del prójimo iban naciendo con naturalidad. Los marineros, ojos abiertos, con ese aire de asombro que tiene siempre el marinero cuando se le  habla, escuchaban; emigrantes de todas las razas, algunos italianos, trataban de comprender el suceso de aquellos hombres, trataban de penetrar en el fuego reconcentrado que se escapaba de los ojos de algunos, el sentido del silencio de otros, lo que les había movido a todos a arrancarse de los arenales de Villa Cisneros, y ese hondo empeño silencioso de regresar a España como llamados por una inexcusable urgencia, ese sello de destino que brillaba en sus frentes. A retazos entremezclados, fueron contándonos lo sucedido.

El grupo de españoles era complejo; venían marineros, soldados, algún sargento, un periodista, un dibujante de Gaceta de Arte, un alcalde de un pueblecito, Orotava, «que no quiso ceder su vara a Franco»— magnífico Pedro Crespo de hoy—, campesinos... Políticamente la complejidad era igual: comunistas, socialistas, republicanos, otros pertenecientes solamente a sindicatos. Y daba la sensación de que todos se habían ya olvidado un poco de a qué partido pertenecían, sumergidos en una solidaridad profunda forjada en varios meses de común angustia, en la hazaña entre todos realizada. Uno me decía: «yo, ¿sabe usted?, siento dentro de mí que España crece, crece y va a llegar no sé dónde, adonde no ha llegado nunca, y yo quiero ir con ella».

Ese grupo tan mezclado, había tenido su origen en veintitrés hombres que, a los pocos días de su criminal levantamiento, Franco había llevado desde Canarias a Villa Cisneros, donde empleados en trabajos forzados y sufriendo los rigores de la sed, la angustia y el hambre pasaron terribles meses. Sobre ellos sentían una amenaza de muerte, «porque su presencia en aquel fuerte constituía una papeleta difícil». Rodeados de una «mía» de Regulares que los aislaba de los soldados españoles que tenían prohibición de pasar a menos de quinientos metros de ellos, pasaban los días en rudos trabajos sintiendo revolotear a su alrededor las negras alas de una muerte obscura.

Pero un lazo sutil de hermandad iba apretando la vida de aquellos hombres con la existencia de aquellos otros, sus guardianes. Los temores de la oficialidad facciosa eran bien fundados, pues, al fin, el semejante reconoce siempre al semejante, por mucho que pretendan enmascarárselo. El sargento que mandaba la «mía» de regulares iba sintiendo día a día abrirse paso en su conciencia la verdad de aquellos hombres a quienes la propaganda fascista pintaba con las más desalmadas calumnias. Al fin comprendió, pero no encontrando el valor necesario para unirse a su común destino, y no queriendo tampoco por imperativo de esta hermandad que sentía crecer en su sangre, cumplir las órdenes de fusilamiento que tenía, abandonó su puesto. Otro le sustituyó, que comenzó a sentirse inmediatamente cautivo de la justicia que emanaba de sus prisioneros.

Pueblo al fin, aunque sin el ímpetu heroico, estos desgraciados servidores de las huestes franquistas no son capaces de resistir la presencia leal, la mirada verdadera que siempre sentirán como una acusación, de estos magníficos españoles que, envueltos en su dignidad, ignorantes de lo que pasaba en España, sin más noticias que las falsas fascistas que hasta ellos hacían llegar, no daban crédito sino a sus corazones.

Y una noche que supieron la llegada de un barco con víveres para los oficiales, decidieron serenamente —tal impresión causaba la naturalidad del relato— la evasión. Con la ayuda de ocho soldados, a quien sólo «mirando a los ojos» habían reconocido como hermanos, se adueñaron de toda la compañía de soldados, de toda la oficialidad y del barco con toda su dotación. Solamente un muerto, dos: el comandante que mató a un prisionero cuando lo iban a detener y que cayó fulminantemente al suelo por catorce pistolas que lo apuntaban, las únicas que había.

Después, todo fué sencillo, natural. La tripulación del barco considerado histórico por los fascistas por haber salido en él el 18 de julio el siniestro Franco, sintió la llegada de los prisioneros como su liberación. «Mandaron a los oficiales, que no les quisieron acompañar, en botes, no murió ni uno, ¿para qué?», y llegaron a Dakar, y en Dakar el estremecimiento, el revuelo «los españoles, los españoles». Unos decían son unos piratas, «¿cómo las autoridades consienten?», al igual que los cómodos pasajeros de primera clase del barco en que juntos regresábamos a nuestra España. Pero la solidaridad magnífica vino a su encuentro y pudieron esperar la decisión del Gobierno de la República de reintegrarlos a esta España en la que, envueltos en la niebla, en la negra niebla fascista, jamás dejaron de creer.

¡Españoles fuera de España! Hoy no se llega a ningún rincón del mundo que no vibre estremecido por algún puñado de verdaderos españoles que lo han asombrado con sus hazañas. Y a las hazañas pertenece como lo mejor de ellas, como lo que las da su inconfundible estilo, esta serenidad, esta humanidad, este heroísmo natural, este sentido de la justicia y esta fe inverosímil, que crece y se agiganta como una llama en la obscuridad de los calabozos, en la soledad de los desiertos, en la angustia de la lejanía; todo esto que hemos visto resplandecer en las frentes de estos hombres reconcentrados, que una mañana en costas de África nos despertaron con sus gritos de aurora: «¡Viva España republicana ! i Viva la Libertad!».

Y por los puertos y por los mares nuestros barcos de guerra, con su bandera a veces ennegrecida del viento de los océanos, del humo de las chimeneas. Una bandera. Una bandera ha sido para nosotros hasta ahora, un tópico, una convención sin contenido real. Pero unidos a estos españoles, pasando por costas extrañas y a veces hostiles, entre la sonrisa irónica de los pasajeros de primera y la honda fraternidad de la marinería, hemos sabido lo que esa bandera hoy significa, y la sangre ha acelerado su paso por las venas y la voz ha querido llenar el espacio, la redondez del mundo, gritando con ellos: ¡Viva España! ¡Viva la Libertad!, sintiendo la verdad tangible y real, la evidencia que nada podrá destruir, de que nuestro pueblo lucha por todos los pueblos del mundo y que ellos lo saben.


María Zambrano
Hora de España VII
Valencia, Julio 1937










3 comentarios:

  1. María Zambrano ¡Que extraordinaria mujer! De su libro Persona y democracia, esta cita:

    "Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la que no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona".

    Siempre estaré en deuda con ella, pues su lectura abrió nuevas puertas a mi pensamiento y ensanchó mi sensibilidad. Siempre en mi corazón.

    Salud!

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    1. Así es Loam, extraordinaria pensadora que siempre tenemos muy presente en este espacio. Te dejo enlace a una de las primeras entradas que publicamos en este espacio: http://www.buscameenelciclodelavida.com/2011/10/persona-y-democracia-la-democracia.html

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    2. No había leído esa entrada... ¡Qué alegría la coincidencia de esa cita!

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