Creció
mirando al mar y su juventud comenzó a vivirla bajo las bermejas torres de su
Alcazaba, rojiza por el atardecer mediterráneo, aunque tuvo que simultanearla
con las bayonetas, en la contienda civil, que durante tres años lo mantuvo
ocupado bajo el fuego y el olor a pólvora.
Por
estar en el bando perdedor, tuvo que asistir a la escuela del miedo primero, -en los campos de concentración franceses y más tarde, comenzada la IIª Guerra
Mundial, en la Resistencia Francesa bajo los cielos galos de la Bretaña-, y
doctorarse después en la Universidad del horror: los campos de concentración
nazis. Pasó por Dachau, en Alemania, para terminar en Mauthausen, en Austria.
Su
Tercera Edad la ha compartido con un dolor sentido desde antiguo, con un mirar
hondo, del más allá, recordando quizá que llegara el día de cumplir un
juramento hecho en las aulas de aquella “Universidad”.
Antonio
es un hombre y es una herida profunda que aún no ha cicatrizado del todo. Ha
traído, desde tan lejos, ciento cuarenta y dos preguntas de por qué cayeron otros
tantos almerienses en aquel fatídico “Campus”; trae diez mil pesadillas,
de diez mil españoles que se “doctoraron” con él.
Habla
pausadamente a veces, atropelladamente otras porque los recuerdos
acumulados le brotan de su mente a la vez y quisiera decirlos todos a una, le
salen a borbotones, interrumpe la conversación porque los recuerdos le pueden
pero, sobre todo, habla con la serenidad de quien ha tenido, tantas veces, la
muerte entre las manos que le ha perdido el respeto para dárselo a cada segundo
de su vida.
Su
viejo corazón late a ciento ochenta y seis pulsaciones por minuto cuando
recuerda las escaleras de Wienergraben, la cantera anexa a la “Universidad” de
Mauthausen; “las escaleras de la muerte”, -susurra con voz entrecortada-,
donde terminaba el “sendero de la sangre”. Se detiene y respira de nuevo para
tomar impulso.
Vino
de parte de sus muertos para dirigirnos unas palabras de libertad a la parte de
los vivos, y nos trajo aquel juramento, sellado en la “Universidad del horror”,
asombrado de haber sobrevivido.
Quiso
dejarnos un sonoro recuerdo y lo ha conseguido con una imagen en piedra de los
que no consiguieron escapar, un mapa humano que nos oriente a no perder el
Norte.
Esporádicamente
ha vuelto a la “Universidad de Mauthausen”. No va a hacer ningún “master”. Va a
decirles a los que allí quedaron que aquel juramento se ha cumplido en Almería;
que su recuerdo es imborrable e imperecedero; que su muerte no fue en vano,
para que las generaciones que les sucedieron viesen atardeceres claros y no
negros amaneceres.
Su
mirada profunda, limpia, serena, lo dice todo. Está viendo imágenes, una tras
otra, de toda una vida de lucha por defender principios elementales, por luchar
contra sin razones, por estar en el otro extremo del lado oscuro de cerebros
irracionales.
Mintió
su edad para poder alistarse y defender el Estado de Derecho y, una vez en él,
lo hizo como debía aunque el destino quiso que fuese uno de los cientos de
miles que cruzaron la frontera pirenaica, ateridos de frío, hambrientos,
desarmados, militares y civiles confundidos en una larga y estremecedora
columna hacia lo desconocido. La guardia senegalesa de Septfonds, de Barcarnés,
de Noé, de Argèlés-Sur-Mer, de Saint-Cyprien... y las aguas del Mediterráneo
les esperaban; por paredes: alambradas; por techo: el cielo gris del invierno
galo.
Conforme
sube la colina a espaldas del apacible y tranquilo pueblo donde se ubica la
“Universidad”, todas las tonalidades del verde aparecen ante sus cansados ojos.
Poco a poco va apareciendo, mezclado con el verde, el color oscuro, pétreo, del
edificio donde se “doctoró”. La inmensa mole granítica, dominando los cuatro
vientos de la colina, aparece desafiante a su mirada.
Hace
un alto. Respira profundamente. Gira sobre sí y observa el ondulante paisaje
austríaco cubierto de verdes praderas. Podía haber sido un lugar tranquilo,
idílico, pero ese “monstruo granítico” está voceando, cada segundo, que fue un
lugar maldito, que está estigmatizado por las vidas de cientos de miles de personas
de veintisiete nacionalidades distintas que claman, desde el infinito,
justicia, que recuerdan lo que allí sucedió para que no vuelva a repetirse.
Mientras
asciende recuerda aquel chirrear de frenos de la locomotora que, desde Baviera,
en Alemania, lo transportó, en condiciones inhumanas, hasta el Noroeste de
Austria, en Centroeuropa. Un aciago día, desde luego, para cientos de personas
que le acompañaron en ese largo e incierto viaje.
Traspasado
el umbral coronado por el símbolo del Reich, el águila de bronce, otra vida les
esperaba en el interior: guardias S.S., voces, ordenes, perros, látigos, kapos,
duchas, horca, fusilamientos, hornos crematorios, escalera, cantera..., “Arbeit
macht frei” -, rezaba el lema, en la entrada de todas las “Universidades del
horror” nazis que sembraban la Europa conquistada por las huestes de negro
uniforme. La libertad estaba en la humeante chimenea que durante veinticuatro
horas al día, de todos los días del año, durante muchos años…, por ella, y en
su densa humareda, era por donde se conseguía la ansiada libertad.
Mientras
cruza el umbral del ciclópeo edificio, sin la aguda mirada de la cercenada
rapaz, desestiba sus recuerdos. Ahora se le viene a la mente aquel día que
tocan a la puerta de una casa, en Rennes, donde en aquel momento moraba, y
agentes uniformados con largos abrigos de cuero negro, de la Gestapo, le
detienen: interrogatorios, torturas, brusquedades, un tren hacia Alemania, otro
hacia Austria y, mientras tanto, vejaciones, malos tratos, hambre, frío...
La
“Appelplatz” aparece ante sus ojos. A un lado y otro, perfectamente alineados,
los barracones le dan la bienvenida. Conforme avanza se le agolpan en su mente
los momentos vividos tras las angostas paredes de madera: los catres, las
llamadas a deshoras, las interminables pasadas de lista, los trabajos, la
cantera, el esperar, a cada momento, que ése era el último de tu vida... y ese
profundo y penetrante olor que invadía todo el “Campus”, a la noche, al alba,
al día.
Dentro
del barracón Antonio se asoma a una de las ventanas y su mirada vaga por la
explanada recordando... frente a él aparece, enhiesta, desafiante, monolítica,
una de las chimeneas. No sale nada por su parte superior; el cielo, aunque
gris, no lo es tanto como en aquel otro tiempo que era casi negro amalgamado
con la neblina del alba...
Entre
monumentos erigidos por casi todos los países que tuvieron ciudadanos entre sus
gruesas paredes,- excepto España que sólo tiene una pequeña placa -, discurre
el sendero que lleva a la cantera. Una pared lisa, un granítico acantilado sin
mar, “la pared de los paracaidistas” aparece ante sus ojos. En un lateral
comienza el infierno de Dante. Ciento ochenta y seis irregulares escaleras,
labradas sobre el mismo granito, te llevan hacia el averno... el “juego de
bolos” se le viene a la mente.
Mientras
cargaban, como bestias, los moldeados bloques a sus espaldas, los cancerberos
negros disfrutaban viendo como uno tras otro, piedras y personas, como en
perfecta simbiosis, rodaban, escalón tras escalón, hacia el fondo del abismo.
El
tiempo del horror ya pasó. La época “universitaria” es pretérita, pero el
“doctorado” es vitalicio, hasta que llegue el final y cruces otro umbral y aún
después de este postrer viaje siempre quedará en la memoria, de generación en
generación, que hubo una vez “universidades del horror” y que existieron
alumnos aventajados en ellas.
Antonio
Muñoz Zamora, trovador de sueños, juglar de libertades, enarbola su bandera
solidaria contra la xenofobia, contra el racismo, contra la intransigencia
acérrima de cerebros adoquinados y clama sosiego, tranquilidad y decoro para su
monumento en piedra, en las Almadrabillas, junto a su mar.
Y
junto a su monumento, van y vienen sus cenizas, con el leve murmullo de las
olas que lo traen, para que contemple, con orgullo, “su” monumento, que lo
llevan a mundos donde se reencuentra con antiguos camaradas y compañeros, donde
una vez juraron luchar, con la palabra, para que los nombres, y los hechos, de
todos los que quedaron “allá”, no se olvidara nunca y, sobre todo, para que no
volviera a repetirse nunca más.
Hasta
siempre 90.009, descansa en paz Antonio Muñoz, siempre estarás en mi memoria
querido amigo, continúa “trovando sueños” juglar de libertades.
José
Sedano Moreno
Berja
(Almeria), 2010
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