Es obligado que las
primeras palabras que haya que pronunciar sean de gratitud para corresponder a
las excesivamente elogiosas con que nuestro presidente, mi amigo D. Vicente
Fatrás, acaba de hacer mi presentación. Tengo por muy cierto que a más
profundidad, a más hondura en el sentimiento, mayor laconismo en la expresión.
De manera que con encerrar mi gratitud en dos palabras, simplemente con decir
muchas gracias, queda desde luego testimoniada mi gratitud por las que acabo de
escuchar. Y con esas mismas he de agradecer también la invitación que me ha
hecho la Junta directiva de nuestra Sociedad para ocupar esta tribuna en una
serie de conferencias que forzosamente, si la política ha de rendir el obligado
tributo a la actualidad, han de versar sobre las circunstancias en que se mueve
actualmente la política española. Y tras la palabra metódica, la expresión
clarísima, el raciocinio profundo que caracteriza el modo de orar de D.
Marcelino Domingo, va mi palabra, que todos o casi todos conocéis, tumultuosa,
desordenada, sin sujeción a cánones que dictan muchas veces disciplinas al
pensamiento (a las cuales yo no he podido llegar aún), y después de las
elegancias de concepto verdaderamente maravillosas que os sorprendieron el otro
día al conocer la peculiar manera de expresarse de D. Niceto Alcalá Zamora, va
esta palabra mía, tosca, un tanto hiriente, con aristas un poco agudas porque
no las ha sabido pulir el arte.
Mas yo no me siento
-fuera una manifestación de inmodestia, a la cual no soy muy propenso-
disminuido en la personalidad en esta tribuna al comparecer ante vosotros
detrás de figuras tan destacadas en la política española, y detrás,
singularmente, de dos maestros, cada uno en su estilo, de la oratoria. Es
cierto que la única preocupación que me dominaba al entrar en este salón era
aquella de que, excediéndome yo en la forma de expresarme pudiera producir
aquí, y ello lo sentiría, incidentes de tal naturaleza que fueran como una
incubación de disidencias, de disentimientos, de rencillas dentro del ámbito de
la Sociedad. Era esa mi única preocupación, por que aunque inferior en medios
oratorios con respecto a los Sres. Domingo y Alcalá Zamora me siento igual a
ellos en punto a sinceridad.
Las palabras de gran
cordialidad que el Sr. Fatrás acaba de pronunciar rompen, nada más que hasta
cierto punto, la timidez mía, y me dispongo a usar discretamente de aquel
margen amplísimo de libertad que me conceden, desde luego, el prestigio y la
tradición de esta tribuna, y que me ratifican de una manera circunstancial, muy
alentadora por cierto, las manifestaciones del Sr. Fatrás.
Tenía yo duda de que
esta conferencia pudiera celebrarse. La teoría sustentada por el Gobierno y
recogida en versiones oficiosas, de que quienes estuvieran ya incursos en un
procedimiento sumarial, quedaban inhabilitados para la propaganda política en
tanto el sumario se sustanciase, había forjado en mi ánimo la evidencia de que
quedaba condenado a un descanso temporal bastante prolongado. He visto en la
Prensa de hoy manifestaciones del jefe del Gobierno, en las cuales, sin
rectificar de una manera plena, como, a mi juicio, cumplía a hombres que se
dicen restauradores del Derecho, se atenúa ese rigor en forma relativamente elástica,
de modo que unas veces se autorice y otras veces se deniegue el permiso para
ocupar tribunas públicas a quienes procedemos de cierta manera recalcitrante en
la crítica de los actos del primer período de la dictadura y vinculamos donde
forzosa, inevitablemente aparecerán vinculadas las principales
responsabilidades de ese período bochornoso por que ha atravesado España. Pero
conocíamos antes de las declaraciones del señor presidente del Consejo de
ministros, una manifestación clara de que instrucciones en ese sentido habían
sido cursadas a los gobernadores civiles, y esa manifestación la había hecho de
modo bien expreso el señor gobernador civil de Guipúzcoa, al justificar en una
nota oficiosa la razón de haber prohibido una conferencia que yo tuve anunciada
para el domingo último en el Frontón Astelena, de Eibar. El señor gobernador
civil de Guipúzcoa, consignó, con reiteración que él se encargó de manifestar,
que a mí no me autorizaba en todo el territorio de Guipúzcoa a usar de la
palabra porque había unas diligencias judiciales iniciadas con motivo de
ciertas palabras, no muy extensas pero muy claras, que yo hube de pronunciar en
un banquete que en San Sebastián se celebró en honor del señor Ortega y Gasset
(D. Eduardo). Y si hubiera sido el gobernador civil de Guipúzcoa una persona
totalmente lega en Derecho, uno de esos hombres reclutados en la zona que
pudiéramos llamar aventurera de la política, para ponerle al frente de una
provincia, yo hubiese dudado de la lucidez, de la claridad de juicio del señor
gobernador civil de Guipúzcoa; mas nos encontrábamos con la especialísima
circunstancia de que el Gobierno civil de Guipúzcoa está desempeñado por
persona que pertenece a la Magistratura, que ha pasado a ese cargo gubernativo
desde la presidencia de la Audiencia de Santander, y no era posible atribuir a
un magistrado la ignorancia verdaderamente vergonzosa de que un hombre, no sólo
sometido a las consecuencias de una querella fiscal, sino un hombre sobre el
cual pesara ya un auto de procesamiento que sobre mí no pesa aún, de que un
ciudadano incluso condenado, aunque la condena llevase consigo de un modo
expreso la inhabilitación de sus derechos políticos no puede ser privado de
expresar su pensamiento. Sólo los muros de un presidio pueden impedir a un
ciudadano la expresión de su pensamiento desde la tribuna pública, sólo puede
impedirlo físicamente la reclusión, pues no hay pena en ningún país civilizado
que, por aflictiva que sea, condene a la privación de expresar libremente su
pensamiento. Hasta el presidiario tiene derecho a opinar. (Aplausos.)
Contestación
a Martínez Anido
He dicho
recientemente, en unas manifestaciones que tuvieron en la Prensa española un
eco formidable, por mí ni siquiera sospechado, que el general Martínez Anido
había sido sustituido en el Gobierno civil de Barcelona como consecuencia de
aquella persecución sañuda que puso en trance de muerte al líder sindicalista
Angel Pestaña, y de la asechanza verdaderamente vil de que era víctima este
ciudadano para ser asesinado cuando se restableciera de sus heridas, a la
puerta del Hospital de Manresa. Y dije allí que el Sr. Sánchez Guerra, como
presidente del Consejo de ministros entonces, evitó el asesinato de Pestaña, y
que al manifestar su disconformidad y su enojo los generales Martínez Anido y
Arlegui, fueron éstos destituidos.
El general Martínez
Anido, en toda esa Prensa de la derecha que en España se dedicó a alentar, no
ya con su silencio, sino con su aplauso, la serie de crímenes ignominiosos
cometidos en la provincia de Barcelona bajo el patrocinio, la inspiración y la
inducción de la autoridad gubernativa, ha hecho público un largo relato, en el
cual pretende desmentir o rectificar esta afirmación mía, y dice que su
destitución fué como consecuencia de un atentado que se proyectó contra él. Yo
sé de ese atentado bastante más de lo que se figura el Sr. Martínez Anido.
Entre el rescate de la vida de Pestaña, que estaba expuesto a ser asesinado en
Manresa, y ese supuesto complot para asesinar al Sr. Martínez Anido mediaron muy
pocas, escasas fechas. He dicho supuesto complot porque aquéllo lo organizó la
Policía para justificar una represión bárbara, fué uno de esos complots a cuyas
características respondió, igualmente, la tragedia que ensangrentó el
territorio vasco en las lindes fronterizas de Vera.
Como había hombres
llenos de odios justificados al Sr. Martínez Anido, algunos ilusos picaron en
el cebo colocado por las bandas de confidentes de la Policía de Barcelona y se
aprestaron a cooperar a un complot organizado por la propia Policía en forma
tal, que la motocicleta con «sidecar» destinada a la fuga de los individuos a
quienes se había catequizado para atentar contra el señor Martínez Anido era
una motocicleta de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona. (Rumores.)
Mediante aquel
supuesto complot se pretendía afianzar en sus puestos a las autoridades
enojadas y disconformes con el proceder del Gobierno.
En el largo alegato
publicado por los periódicos de la derecha, y que éstos han recogido con la
fruición y la vestimenta de los grandes titulares, con las cuales, en los modos
periodísticos suele hacerse denotar la adhesión jubilosa, dice el Sr. Martínez
Anido esto, que resulta verdaderamente trágico: que en su gestión sólo se
registraron seis atentados de personas ajenas al Sindicato Unico. ¡Sólo se
registraron seis atentados de personas ajenas al Sindicato Unico! Para esta
contabilidad trágica del señor Martínez Anido no reza el número considerable de
hombres asesinados en las calles de Barcelona y en los pueblos de aquella
provincia que pertenecían o simpatizaban con ese Sindicato Unico. Para él no
hay más víctimas que esas seis. Las demás no pertenecían a la Humanidad.
¿Es que yo no he
formulado cargos contra el Sr. Martínez Anido hasta ahora, que ha dejado de
ejercer una función oficial? Si alguna voz ha quebrantado el sosiego
parlamentario para acusar concreta y rotundamente al general Martínez Anido a
raíz de todos esos asesinatos sobre cuyas víctimas la Jefatura Superior de
Policía de Barcelona colocaba epitafios zahiriéndolas y evocando un historial a
veces falso de sus fechorías; si alguien ha acusado en el Parlamento, he sido
yo. Sepa el Sr. Martínez Anido que yo no ignoro que uno de los pistoleros más
destacados que hoy, si la indulgencia de la dictadura no le ha salvado del
Presidio, estará en reclusión por haber cosido a puñaladas a su amante, Ortet,
el del Ramo del Agua, que tuvo conmigo un incidente en el salón de visitas del
Congreso, fué a Madrid a ficharme, a conocerme, a «marcarme», con setecientas
cincuenta pesetas que le entregó el general Arlegui, jefe superior de la
Policía de Barcelona, y subordinado del general Martínez Anido. Ese sujeto, que
había cometido los asesinatos a docenas, campaba libremente por las calles de
Barcelona; ese hombre, que fué a Madrid con setecientas cincuenta pesetas
entregadas por el general Ariegui para «marcarme» a mí, tenía sobre su
historial una serie de asesinatos, algunas de cuyas víctimas, antes de expirar,
hubieron de decir en las Casas de Socorro barcelonesas que les había asesinado
Ortet, no obstante lo cual estaba en libertad.
Además, quien me
denunció el caso de la subvención policíaca a Ortet murió también asesinado en
las calles de Barcelona a poco de hacerme tan reveladora confidencia.
Para enjuiciar al Sr.
Martínez Anido -y voy a dar fin a este incidente- no tengo ni siquiera que
herir vuestras conciencias con afirmaciones mías que algunos de nosotros
pudierais considerar fruto de un apasionamiento o de una ceguera política.
Acabo de leer un libro
escrito por el general López Ochoa, que en aquellos tiempos tenía mando en la
guarnición de Barcelona sobre la brigada de Infantería compuesta por los
regimientos de Alcántara y de Vergara. Y en este libro del general López Ochoa
en la página 45, dice, hablando de Martínez Anido:
«Recuerdo que el año
1922, después de unas maniobras de los batallones de Cazadores de la guarnición
de Barcelona, a las que había asistido Martínez Anido, me dijo, hablando con la
mayor tranquilidad, después del banquete:
» -¿Que cómo resuelvo
yo el problema sindicalista? Cuando quiero deshacerme de un individuo no tengo
más que preguntar por él. Esta simple pregunta es ya una orden; a los pocos
días este hombre ha desaparecido.»
Yo quedé consternado
viendo la tranquilidad con que aquel hombre ordenaba los asesinatos más viles y
cobardes, escudado en su cargo de gobernador civil.» (Sensación,
rumores y exclamaciones.)
¿Pero es sospechoso el
testimonio del general López Ochoa, general con mando en esa época terrorista,
en Barcelona? ¿Vamos también a recusarlo, porque circunstancialmente, por
disentimientos con la dictadura, este general haya sido perseguido por quienes
ejercieron el poder dictatorial, los generales Primo de Rivera y Martínez
Anido? Pero no recusará el general Martínez Anido su propio testimonio
personal.
Yo he dicho, no ahora,
sino en el Congreso socialista, celebrado en junio de 1928, que tenía en mi
poder (veo a través de los tachones de la censura, que ayer lo ha evocado
también Unamuno en el Ateneo) un recorte del «Heraldo de Zamora». Y el «Heraldo
de Zamora», en un número revisado por la censura, relatando un acto público
celebrado en aquella capital, al que concurrió el general Martínez Anido,
hablando éste ante lo más granado de la ciudad, hizo, entre otras, esta
manifestación:
«Yo solucioné los
conflictos sociales de Barcelona sin hacer uso de la Policía ni de la Guardia
Civil. Lo que hice fué que se levantara el espíritu ciudadano, haciendo que
desapareciera la cobardía y recomendando a los obreros libres que por cada uno
que cayera deberían matar a diez sindicalistas.»
De manera que si el
testimonio mío, por apasionado, puede rechazarse; si es recusable también el
del general López Ochoa, tenemos aquí la manifestación del propio general
Martínez Anido, hecha públicamente, registrada por un periódico visado por la
censura, de que él autorizaba que se decuplicaran los asesinatos en Barcelona,
de que patrocinaba el asesinato de diez sindicalistas del Unico por cada uno
del Libre que cayera. Y este hombre, con estos testimonios, es el que se ha
atrevido a desmentir, en un alegato que mancha de indignidad las columnas de la
Prensa derechista, aquellas afirmaciones que yo hice. Con estas palabras dejo
ventilado el incidente para entrar en el tema de la conferencia. (Aplausos.)
Paridad
y diferencia de circunstancias entre 1917 y 1930
Me he entregado sobre
esto a profundas meditaciones, y quiero empezar con una lectura encaminada a la
justificación de que la actitud que yo he adoptado públicamente en estos
instantes con una responsabilidad exclusivamente personal, no responde a ese
eclecticismo que permite en la política cambiar bruscamente de posición, borrar
postulados, dejar desvaídos ciertos idearios, para adoptar otros que nos
coloquen en el camino de la consecución de aquellas realizaciones que nuestra
conciencia política apetezca, situándonos en condiciones más favorables al
triunfo, desentendiéndonos de nuestros antecedentes, de nuestra historia, de
nuestra significación, en fin, de todo lo que constituye nuestra personalidad política,
por modesta que ella sea.
Yo tengo un patrimonio
en política, que es el de la consecuencia, que procuro conservar sin aquellas
rigideces propias de espíritus inflexibles, que no son capaces de evolucionar
ni siquiera cuando cambia, en el curso mismo de la vida, el prisma con que
vemos los acontecimientos, el cristal óptico, que en unas edades es distinto a
las otras, con el cual contemplamos la realidad de la vida de nuestra nación.
Puede, debe haber una evolución en esos sentimientos; pero es inaceptable una
contradicción flagrante con ellos, porque perjudica, quebranta la seriedad del
hombre político. Y para yo hablar como voy a hablar, para justificar mi
posición y mi actitud -porque este discurso, si responde mi palabra a mi
propósito y no me traiciona el temperamento, será, más que una arenga, una
plática de tipo familiar-, para justificar mi actitud he traído como
antecedente la copia del acta de una reunión que se celebró en el palacio
provincial de Vizcaya el 2 de agosto de 1917, con ocasión de una convocatoria
del presidente de esa Corporación a los ex diputados provinciales, para oír su
criterio en orden a las aspiraciones del pueblo vizcaíno, como estudio previo a
la redacción de conclusiones que habían de elevarse por entonces a los Poderes
públicos.
Enfocad un instante
solo la memoria al estado político del país en el año 1917, y encontraréis una
paridad de circunstancias, una semejanza, una similitud entre aquellos momentos
y estos verdaderamente maravillosa. A mi juicio, mucho más graves, más
intensas, más hondas en estos momentos que en aquellos. Observad que aquel
ambiente revolucionario en que coincidían grandes sectores del país desde el
Ejército -mal encuadradas, deficientemente recogidas, erróneamente plasmadas en
las Juntas militares de Defensa sus aspiraciones de regeneración del país- a
todas las izquierdas nacionales, a las masas obreras, la opinión coincidente,
el punto de convergencia de todas las opiniones era que había que hacer algo
para sacar la vida política española de aquel empantanamiento en que se
encontraba en 1917, empantanamiento no ciertamente más hondo que el del
presente instante. Y observad que aquel movimiento, en que coincidían grandes
sectores del país, y al cual distaban mucho de ser ajenas las fuerzas políticas
que significaban el orden al regionalismo los puntos de vista más extremos,
fracasó porque a la hora de intentar por la violencia el derribo de unas
instituciones con respecto a las cuales la disconformidad era de carácter
general en el país sólo uno de los sectores, el sector obrero, dió el embate.
Y naturalmente, de
aquella lección es lógico sacar esta consecuencia: que, posiblemente, si se
repitiera ese caso, si sólo un sector extremo en la vida nacional intentara por
sí el movimiento de derribo que es hoy indispensable a la salvación y a la
dignidad de la patria, podría producirse exactamente el mismo resultado
negativo, porque atemorizadas otras clases sociales ante las repercusiones y
ante la dilatación del movimiento mismo, pudieran formar en torno al Poder,
como entonces la formaron aquella serie de reductos que, servidos por el
egoísmo del interés material, amparó al Poder público en tales circunstancias.
Lo que yo pretendo en estos instantes, arrostrando todas las invectivas de
quienes comulgando en mis ideas o viviendo en mi afinidad tienen una visión
política distinta, es decir a las clases conservadoras y medias del país que
por parte de los elementos extremos de la política española no se ansía ahora
un movimiento de tipo revolucionario que, al implantar cierto radicalismo
incompatible con el estado social y político del país, ponga en peligro todo el
porvenir de España, sino que estos hombres, nosotros, que somos los
extremistas, queremos ayudar a un movimiento que, salvando la dignidad de
España, derribe la monarquía para instaurar un régimen republicano dentro del
cual todas las ideas, libremente en su palenque, luchen por el triunfo de sus
respectivas aspiraciones. (Prolongada
ovación.)
Yo declaro, aunque el
ambiente este no me sea propicio -y cuanto menos propicio me resulte el
ambiente mayor, más íntima, más fuerte mi obligación de decirlo-, viendo que la
coordinación de estas fuerzas coincidentes en la nación española resulta
difícil por falta de organización nacional de los partidos republicanos y por
ausencia de grandes figuras en el campo de la izquierda antidinástica capaces
de agrupar en torno al prestigio de su nombre, a la gloria de su historial, a
la austeridad de su conducta, una suma de voluntades que exaltando a esas personalidades
las erijan en caudillos y en guías de una revolución, y al serlo constituyan
también una solvencia y una garantía para las clases medias, y aun -¿por qué no
decirlo?- para las clases capitalistas de la nación, yo declaro que pensé, ante
la dificultad, de momento insuperable, de estructurar este agrupamiento con
carácter nacional, en que era posible aglutinar regionalmente las fuerzas que
coincidieran en este propósito honrado y leal, pero con las debidas
precauciones.
Porque el año 1917
también nos dejó, además de la lección que queda expuesta, otra que tuvo todos
los caracteres de una traición. La fuerza y el ambiente revolucionario que creó
la Asamblea de parlamentarios, en donde coincidieron desde la figura venerable
y de una flexibilidad de talento político verdaderamente maravillosa de Pablo
Iglesias, pasando por los republicanos y por elementos del liberalismo
monárquico, hasta las extremas derechas españolas, aquel ambiente
revolucionario fué traicionado por el Sr. Cambó a cuenta de unas carteras
ministeriales que otorgó el Poder real. (¡Muy bien! Grandes aplausos.)
Habéis de ver cómo la
Historia, sin dejar que pasen centurias ni décadas siquiera, se ha cuidado de
esclarecerlo.
Una
maniobra casi inédita
Yo tengo aquí -no las
leo porque son extensas y sé por práctica cuánto fatiga la incrustación de
lecturas en una disertación oral- varias páginas de un libro editado en La
Habana, en que un periodista, el señor Capo, recoge las memorias del coronel
Márquez, primer presidente de las Juntas militares de Defensa, el hombre, ¡que
duda cabe!, que durante unos meses tuvo en sus manos los destinos de España.
¡Pero cuando las circunstancias, ajenas a los méritos personales, encumbran a
una figura a cimas que parecen inaccesibles, resulta tan difícil contemplar
desde ellas serenamente todo el panorama de la responsabilidad de una gestión!
Aquello fracasó y derivó en un caciquismo militar verdaderamente ruin, que tuvo
su culminación en los atropellos de que fueron víctimas los alumnos de la
Escuela Superior de Guerra, y que disoció el movimiento de tipo revolucionario
que caracterizó el primer impulso de las juntas militares de Defensa,
desviándolas del espíritu y de la simpatía del país. Estos elementos difusos de
la simpatía de las masas ciudadanas, que casi siempre y más en los países
latinos, están fuera de los cuadros orgánicos de las agrupaciones políticas,
son elementos imponderables que dan el triunfo u ocasionan la derrota
independientemente de la voluntad de aquellas colectividades políticas más
directamente interesadas por sus ambiciones, por sus aspiraciones, por su
historia, a la consecución del fin logrado.
Pues bien, en estas
páginas de las Memorias del coronel Márquez, se refiere -os lo voy a sintetizar-
cómo en vísperas de la famosa Asamblea de parlamentarios, a la cual con tanto
fervor acudieron las representaciones más típicamente austeras de todas las
fuerzas políticas del país, llegó a Barcelona, enviado por Palacio, el capellán
del batallón de Cazadores de Alba de Tormes, número 8; cómo este capellán
castrense se avistó con el coronel Márquez, para pedirle que interpusiera su
influencia -la influencia, realmente avasalladora- para impedir la celebración
de la Asamblea de parlamentarios; cómo este capellán enviado de Palacio instó
al coronel Márquuez a que, por lo menos, procurara convencer al Sr. Cambó, y
cómo -se citan nombres propios- el coronel Márquez, con los capitanes Herrero y
Villar, más este capellán, apellidado Planas, se entrevistaron con el Sr. Cambó
en el convento de Pompeya, sito al final del paseo de Gracia. Allí llegaron
estos militares, que representaban todo el espíritu de rebeldía que en aquellos
momentos latía en el Ejército, y allí concurrió también el Sr. Cambó, el hombre
indiscutiblemente más destacado por su talento y por su audacia de todos los
parlamentarios que habían de congregarse en Barcelona, en vista de la negativa
del Gobierno a convocar Cortes. Y allí el padre Ruperto, que, dice el coronel
Márquez en estas Memorias, es un misterioso personaje, que dispone de una
biblioteca enorme, de dos teléfonos, uno para la capital y otro para
comunicarse no se sabe con quién; habitación separada por un cuarto de baño y
un departamento reservado, del que extrae documentos voluminosos, de
misteriosos contenidos; allí, en esta celda, casi como una habitación de
Palace, del padre Ruperto en el convento de Pompeya (risas) se celebró la
entrevista de los tres comisionados de las Juntas militares, del Sr. Cambó, del
capellán Planas y del padre Ruperto. Cambó contesta que es imposible acceder a
lo que se le pide, que está por medio su crédito de político; se insiste; de
Palacio piden que no se celebre la Asamblea, y, por fin, el padre Ruperto da
con una maravillosa fórmula, que consiste en lo siguiente: en que se haga como
que se celebra la Asamblea y que no se celebre.
«¡Oh, maravilloso
padre Ruperto! -escribe el periodista Sr. Capo, recogiendo, indudablemente,
palabras casi textuales del Sr. Márquez-. En pocas horas elabora nada menos que
el modo de que los parlamentarios se reúnan y no se reúnan; que acuerden lo que
tengan por conveniente y que no acuerden nada; que le digan al rey la necesidad
de una reforma de la Constitución y que no se lo digan; que sepa España entera
que los Poderes actuantes están encanallados y que no lo sepa; que España está
gobernada por los peores y que no lo está; que la corrupción dicta sus
disposiciones y que no las dicta, y en fin, que se intenta renovar todo lo
podrido y que no se intenta. ¡Maravilla de talento el de este padre!» (Grandes
risas.) Pues bien; desde el convento (sigue la referencia) los militares,
acompañados del padre Planas, marchan hasta Teléfonos, pues «en la plaza de
Oriente» están esperando impacientes el resultado de la entrevista. Se habla
con Madrid, y se escucha a poco la voz de un personaje, que dice: «Coronel: una
vez más le quedo agradecido. Es la segunda vez que nos salva usted.»
¿Qué extraño tiene que
ante estas tretas en que se compromete la seriedad y la sinceridad de los
hombres públicos, adoptemos quienes estamos dispuestos a una colaboración en
pro de un fin común las debidas precauciones con los regionalistas? Con una
posición regionalista que signifique sinceramente la incorporación a la
legislación española de las aspiraciones autonómicas, por mi parte no hay
ninguna vacilación; pero yo vacilaré si determinados hombres explotan y
amenazan con esas aspiraciones para ejercer lo que en el nuevo Código
gubernativo tiene toda la figura delictiva de un chantaje. (Grandes
aplausos.)
La
esencia del fuero
Perdí el hilo, como
veis; iba a leer unas manifestaciones que hice yo en el Palacio provincial de
Vizcaya el año 1917, en esa reunión convocada para que las Diputaciones vascas
formularan sus aspiraciones en cuanto a la autonomía del país, al Poder
central. Entonces, dije:
«Nos hallamos frente
al triste espectáculo de la descomposición de un Estado, del Estado español,
cuyos organismos rectores están completamente corrompidos. Siendo este mi punto
de vista, es claro que los movimientos de regeneración que se produzcan en las
regiones fuertes, con vida propia, me han de parecer muy laudables, y más
laudables que nunca en los momentos presentes, que considero los más propicios.
Por lo tanto, estimo perfectamente razonable resurja ahora con vigor la
aspiración de estas provincias en pro de la restauración del espíritu de sus
fueros. Para cuanto signifique acoplamiento del espiritu enormemente
democrático, profundamente liberal de los fueros a las complejidades de la vida
social moderna, cuenten las Diputaciones no sólo con mi aprobación y
beneplácito personales, sino con el concurso entusiasta por parte de las gentes
que militan en el campo político donde yo me muevo.
Las Diputaciones
tienen el deber de concretar clarísimamente sus aspiraciones. Es natural que
las provincias vascongadas no pidan nada inspiradas por móviles egoístas, y por
ello no habrían de oponerse, sino todo lo contrario, a que aquel régimen que
desean para el país vasco fuera instaurado también en las demás regiones
españolas.
Aquí hay una tradición
foral que puede ser la base de la conquista de una mayor autonomía -luego
hablaré de la necesidad de reglar ese autonomía-, y yo digo: ¿si por esa
circunstancia, o por unas u otras razones de orden político, se produjera la
oportunidad de obtener esa mayor autonomía para el país vasco, había de
rechazarse porque no se concediera a la vez a las demás regiones?
Creo que, sin
perjuicio de laborar por que el régimen autonómico se implantase en las
restantes regiones, las provincias vascas deben continuar por el camino
emprendido de trabajar en pro de su autonomía. Ahora bien, si ésta no se regla,
tiene el peligro que se observa en todo Poder: el de que en su ejercicio tiende
al despotismo si no hay quien lo frene. Si se trata de ir de frente, por parte
de las Diputaciones, a la reintegración de las Juntas Generales, hay que cuidar
de volver a las fuentes primitivas de la soberanía de esos organismos, a lo que
en ese sentido pudiéramos llamar el macho de los fueros vascongados, a la
soberanía popular, de la cual nacían las instituciones vascongadas.
Opino que las
Diputaciones vascongadas harán una gran obra concediendo de una manera
efectiva, no sólo con declaraciones, sino con la práctica, la autonomía
municipal y, respetando otra mucho más sagrada, la autonomía individual.»
Esta posición mía del
año 1917, ante unas circunstancias absolutamente idénticas en la forma, aunque
menos intensas que ahora, es exactamente la misma que yo vengo propugnando y lo
que constituye o va a constituir el eje de la ya corta disertación que os
espera. Yo he tenido siempre una fuerte devoción por todo lo que era esencial
en el régimen foral vascongado. Nadie, a título de liberal, con conciencia
plena de lo que son los principios democráticos, puede sentir aversión por
instituciones que aquí, con anterioridad, secularmente, siglos y siglos antes
de que las conquistas ciudadanas plasmaran en las monarquías constitucionales,
representaban una soberanía verdaderamente popular, emanada del pueblo. Fué el
pueblo vasco quien se anticipó en siglos a destruir los vestigios de la
organización social medieval, y haciendo hijosdalgos a todos los vascongados
los colocó en pie de igualdad, sin aquella distinción oprobiosa que significaba
la calidad del siervo y la condición humilde y sumisa del esclavo. Fué el
pueblo vascongado el que cuidó de una manera tan profundamente radical de
evitar la intromisión de la influencia clerical en los destinos políticos del
país, que obligaba, para permitir la entrada en el territorio vizcaíno al
obispo de la diócesis, a declarar previo juramento que se comprometía a no
intervenir directa ni indirectamente en la vida política del país. Fué el fuero
de Vizcaya en esto tan riguroso y tan inflexible, que condenaba con la
expatriación, que castigaba con el destierro, reputándolo contra fuero,
quebrantamiento del fuero, a quienes usaran o instigaran la influencia clerical
para la marcha de los destinos públicos. Y fué, sobre todo en la santidad de la
independencia de la personalidad vasca, de los ciudadanos vascos, el fuero el
que instituyó el pase foral, en virtud del cual las demasías que pudiese
cometer la Corona no tenían vigencia en la tierra vascongada, porque no lo
consentían los vascongados, en uso de su libérrima voluntad.
Ante un fuero así,
ante unas instituciones así, por amplias, por ilimitadas que sean las
devociones democráticas ¿cómo no rendirles la pleitesía, el tributo de
admiración que merecen Códigos de tal naturaleza que se adelantaron en muchos
siglos a las monarquías y a las Repúblicas constitucionales?;(Gran ovación.)
Claro que aquí han
sucedido fenómenos en la vida contemporánea verdaderamente curiosos y dignos de
análisis, para que quienes somos liberales extrememos la vigilancia en
evitación de muy perniciosas intromisiones. Y el fenómeno más característico ha
sido que cuando aquí se ha manifestado primero como una corriente de gran
sentimentalidad adscrita a la devoción por la lengua vernácula, simpatizante
con todas las costumbres típicas del país, llevando si se quiere a términos de
idolatría, que yo no repudio, el amor a instituciones, a regímenes como los que
imperaron antaño en la vida vascongada; cuando ese movimiento ha surgido aquí
con pujanza, se ha apoderado de él rápidamente el clericalismo, lo ha domeñado,
lo ha hecho instrumento suyo, y aquellos hombres que exaltaron su devoción al
país y llegaban por ella incluso a extremos que las leyes pudieran considerar
punibles, olvidaban toda la tradición genuinamente civil del régimen y de las
instituciones vascongadas para ser reducto, trinchera, parapeto desde los
cuales la reacción combatía el espíritu mismo de libertad que fué
fundamentalmente la esencia del régimen y de las instituciones del país.
Y, claro, esta culpa
es nuestra también. Los apasionamientos de la lucha no consienten muchas veces
el discernimiento frío de los exámenes académicos, o, si queréis, científicos
de todo el sentido histórico de la tradición política del país. A mí me han tocado,
quizá, las batallas más recias con esos elementos. He sido durante largas
temporadas el hombre más odiado por ellos; pero yo, ni a través de esos odios
ni de esas agresividades que en la sinceridad de la lucha política reputo
santos, encontré un velo que me impidiera ver todo el sentido liberal de las
instituciones y de los regímenes antiguos del país vascongado. (Muy bien.)
Y lo que pido, a lo
que exhorto, lo que yo predico aquí, es que tengamos esta misma visión todos;
que en la obcecación de nuestras querellas políticas, que son inevitables, no
ceguemos hasta el punto de herir el sentimiento tradicional del país ante el
cual los demócratas no hacemos ninguna clase de claudicaciones, con nuestra
adhesión a algo que esencialmente es nuestro propio postulado. Y lo que yo pido
además, a lo que exhorto en estas circunstancias es, que si en esas fuerzas
latentes nacidas por una corriente sentimental, drenadas por el cauce político,
hay sinceramente ansias de restaurar la esencia de las libertades vascongadas
con aquellos acoplamientos indispensables a la complejidad de la vida moderna,
es decirles a ellas que nosotros estamos en esa misma línea de combate; que
nosotros estamos en ese misma fila; que al luchar por el derribo del régimen
monárquico vamos tras la implantación de un régimen que permita sustantivar de
nuevo, con aquellos acoplamientos que necesitan las complejidades de la vida
actual, lo que fué el nervio, la sustancia, el alma de los fueros; y a decirles
que quien se opone a ello no somos nosotros, que siempre la oposición más viva
que tuvieron las tradiciones vascas fué el absolutismo, y que hoy en España no
rige una monarquía constitucional; que la Constitución jurada se ha incumplido
por perjurio y que el país vasco, como toda la nación, debe levantarse en pie
para imponer su voluntad y hacer efectiva su soberanía en este territorio, cual
debe hacerse también en todos los demás de la Península ibérica. (Muestras
de aprobación y grandes aplausos.)
Los
liberales vascos ante el absolutismo
Hay un problema. Yo os
declaro aquí que gran parte de mi pequeña ilustración, de mi liviana
ilustración sobre la estructura de las viejas instituciones vascas y sobre el
carácter de su esencialidad, no la he aprendido en los textos pergeñados por
los exaltadores más idolátricos de esas instituciones. Mi pequeña ilustración
queda casi estrictamente ceñida a audiciones y lecturas de un hombre liberal,
verdaderamente benemérito, que siempre se ha colocado en una oposición
apasionada a quienes aquí simbolizaron y patrocinaron el nacionalismo vasco. Me
refiero, como muchos de vosotros os habréis anticipado a comprender, a nuestro
querido consocio, un liberal de verdad, que es digno de un tributo por su
hostilidad permanente a la dictadura: D. Gregorio de Balparda. Y D. Gregorio de
Balparda, en una conferencia dada en esta misma tribuna el año 1908, desfloró
lo que pudiéramos llamar sustancia aromática del fuero vizcaíno, para sostener
la doctrina muy apreciable de que cuanto era sustancial en el fuero de Vizcaya estaba
de hecho ya incorporado a la monarquía desde que la monarquía española adoptó,
al menos como burdo disfraz, según la práctica se ha demostrado, el tipo
constitucional. El Sr. Balparda, en demostración de esta teoría, evocó en esa
conferencia el recuerdo de cómo aquí las Juntas generales deliberaron y
resolvieron, a raíz de promulgarse en Cádiz la Constitución de 1812, si en el
texto de aquella Constitución estaban efectivamente recogidas, absorvidas, las
libertades vascongadas.
Y exhumó, entre otros recuerdos,
una junta general celebrada en la iglesia de San Nicolás, de Bilbao, el 16 de
octubre de 1812, la cual junta consignó en acta «la maravillosa uniformidad
entre los principios de la Constitución de la monarquía española y los de la
Constitución que desde la más remota antigüedad ha regido y rige en esta
provincia».
Y exhumó también,
entre otros recuerdos documentales, el de una ponencia nombrada por las Juntas
generales del año 20 en Guernica, la cual ponencia sintetizó sobre este mismo
problema su criterio en estos términos:
«La Comisión nombrada
en la Junta general para examinar la analogía que pueda tener con la
Constitución peculiar de Vizcaya, la promulgada para toda la monarquía en el
año 1812 por las Cortes generales y extraordinarias, y de si es necesario
renunciar a aquélla o si son conciliables en todo o en parte las ventajas de
las dos, tiene el honor de manifestar a V.S., que han rebosado sus corazones
del placer más puro al contemplar que las voces de libertad y dignidad del
hombre en sociedad que hasta aquí habían sido perpetuamente el patrimonio del
suelo vascongado, resonaban en todos los ángulos de la Península. En la gran
Carta que va a ser el nuevo iris de paz y de regeneración de las Españas, se
halla trasladado el espíritu de la Constitución de Vizcaya.»
Es muy respetable el
criterio de que no había lugar a pedir la subsistencia de regímenes parciales
de libertad si la esencia de estos regímenes estaba recogida en un texto
constitucional cuya vigencia era general y abarcaba el territorio del país
vasco como abarcaba el resto del territorio español; pero a hombre de la
sinceridad probadísima, inflexible del señor Balparda, pregunto yo ahora:
Si destruida, deshecha
la Constitución del Estado por quien previo juramento en el estrado del Palacio
del Parlamento se obligó a cumplirla, ¿serán tan ingenuos los liberales
vascongados que crean en una nueva frase fernandina como aquella, tristemente
célebre, por la traición que revela, de «Vayamos todos, y yo el primero, por la
senda constitucional»?
Yo he dicho en San
Sebastián que Santa María Magdalena pudo haber subido a los fondos cenagosos
del vicio hasta las cimas excelsas de la santidad; pero que la Historia no ha
registrado ni registrará jamás el caso de un rey que habiendo perdido el
prestigio por faltar a su juramento, vuelva a conquistar la aquiescencia y el
respeto de la Nación (Aplausos y vivas.)
¿Y a qué remontarnos a
fechas históricas, si el espectáculo reciente es la lección más dolorosa para
todos vosotros, liberales vascongados? ¿A qué el examen de actitudes dignamente
rebeldes del país y de sus gestores políticos ante el poderío de la Corona
española cuando ella pretendía invadir las atribuciones del país con
resoluciones contra fuero? ¿Queréis espectáculo más dañino y más perturbador
para lo que significa la tradición del país, que aquel que se nos ha dado en
estas nuestras tierras, nuestras digo, porque a ellas tengo desde una niñez
desvalida adscrita mi vida, y son las de mis hijos, y son las de mi alma...
(Los aplausos y aclamaciones impiden que el orador termine el párrafo.)
¿Habéis visto
espectáculo más tristemente doloroso que la abyección de las autoridades y
Corporaciones públicas vascongadas durante estos seis años, «record» del
oprobio y de la miseria política? ¿Cuándo se ha inferido un daño más grande a
los vestigios de la tradición autonómica vascongada que en estos últimos años?
¿Cuándo se ha dañado más considerablemente la esperanza de una resurrección
plena de las aspiraciones del país que en estos seis años? A las cabalgatas
grotescas, carnavalescas, organizadas por el dictador en Madrid, han ido los
chistularis, que representan lo más idílico de las tradiciones vascongadas; han
ido formando en ellas también los miqueletes, emblema del resto de soberanía
vascongada, para dar escolta de honor a quien ultrajaba el idioma vasco,
prohibía su enseñanza y escarnecía en todo momento y, con morbosa complacencia
las tradiciones del país (Ovación que dura largo rato.)
Y aquí, quienes se
decían amantes de la autonomía y de la tradición, han aceptado los
nombramientos misericordiosos de real orden para auparse en las Corporaciones
públicas, hasta cuyos escaños sólo se llegaba antes, con defectos o sin ellos,
mediante la expresión de la voluntad ciudadana, y desde los cuales sólo es
posible la dignidad en la gestión, la autoridad en la conducta y la
independencia con respecto al Poder central cuando no se deben a ese Poder
central los nombramientos, sino cuando éstos son verdadera expresión de la
voluntad del país vasco. (Muy
bien.)
¡Y la autoridad
gubernativa! ¡Ah! Para encontrar quien la ejerciera buscó la dictadura entre
los sedimentos viciosos que tiene toda sociedad contemporánea lo más ruin, lo
más abyecto, lo más vil, lo más miserable... (Una
ovación cerrada y las aclamaciones del público, puesto en pie, ahogan el final
de la frase.)
Y quienes le rendían
homenaje, quienes aguantaban sus improperios, sus injurias, sus caprichos, sus
veleidades, a veces inspiradas en el prostíbulo..., ¿esos eran autonomistas,
eran defensores del país vasco, eran amantes de su tradición? Esos eran unos serviles,
indignos de llamarse vascos y de llamarse españoles, porque en Vizcaya y en
España la dignidad ciudadana, como patrimonio del alma, es inajenable. (Muy
bien; grandes aplausos.)
Concluyo. Aquí, en
este estrado, como evocación viva de un pasado glorioso, como una reliquia que
casi por milagro subsiste al embate de los años, tenemos hoy con nosotros a un
viejo auxiliar cuyos brazos se han entrelazado muchas veces con los míos,
mientras se confundían sus lágrimas enternecedoras, evocadoras del pasado, con
aquellas otras que a mí me despertaba la esperanza: D. Juan Montes. Yo sé que
de mis ideas a las suyas hay gran distancia. El representa en este estrado a
aquel grupo de luchadores que en Bilbao empuñó las armas por defender la
libertad. ¡Mezquina hubiera sido la misión de aquellos bravos bilbaínos, hoy
reliquias vivas para nosotros, si todo el ímpetu de sus corazones, la
generosidad de su sangre, el ardimiento de sus almas los hubieran vinculado
exclusivamente a un nombre personal y a una rama dinástica! No; los vincularon
a la libertad, y la libertad, Sr. Montes, está hoy traicionada. El absolutismo
ha perdido su patronímico. Ya no existe el carlismo; murió D. Carlos. Hoy el
absolutismo es el alfonsismo, y frente al alfonsismo debe estar el espíritu liberal
de la Sociedad «El Sitio» y de todos los liberales que en ella tienen su hogar,
para decir, al enfrentársele, que quieren cerrar el paso al absolutismo.
Los liberales
vascongados identificados con el ideario que llevó a sus antepasados a las
barricadas y a los reductos no pueden ser hoy, sin incurrir en contradicción,
monárquicos de una monarquía absolutista. Y los vascongados todos que amen su
tradición tienen que negar el pase foral a las disposiciones de una monarquía
absoluta en pugna con las libertades del país. Hay que predicar la
desobediencia civil. Fué una fórmula cortés aquella del fuero de : «Se obedece,
pero no se cumple». ¡Liberales de Vasconia, ciudadanos de Vasconia: el lema
ahora, ante el absolutismo alfonsino, es «ni se obedece ni se cumple»! (Ovación
atronadora y vivas entusiastas.)
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