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1966. La Agrupación al Servicio de la República condena la quema de conventos

Convento Nuestra Señora de las Maravillas, Madrid


La multitud caótica e informe no es democracia, sino carne consignada a tiranías

Unas cuantas ciudades de la República han sido vandalizadas por pequeñas turbas de incendiarios. En Madrid, Málaga, Alicante y Granada humean los edificios donde vivían gentes que, es cierto, han causado durante centurias daños enormes a la nación española, pero que hoy, precisamente hoy, cuando ya no tienen el Poder público en la mano, son por completo innocuas. Porque eso, la detentación y manejo del Poder público, eran la única fuerza nociva de que gozaban. Extirpados sus privilegios y mano a mano con los otros grupos sociales, las Ordenes religiosas significan en España poco más que nada. Su influencia era grande, pero prestada: procedía del Estado. Creer otra cosa es ignorar por completo la verdadera realidad de nuestra vida colectiva.

Quemar, pues, conventos e iglesias no demuestran ni verdadero celo republicano ni espíritu de avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo o criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas materiales que a destruirlas. El hecho repugnante avisa del único peligro grande y efectivo que para la República existe: que no acierte a desprenderse de las formas y las retóricas de una arcaica democracia en vez de asentarse desde luego e inexorablemente en un estilo de nueva democracia. Inspirados por ésta, no hubieran quemado los edificios, sino que más bien se habrían propuesto utilizarlos para fines sociales. La imagen de la España incendiaria, la España del fuego inquisitorial, les habría impedido, si fuesen de verdad hombres de esta hora, recaer en esos estúpidos usos crematorios.

La bochornosa jornada del lunes queda, en alguna parte, compensada en Madrid por la admirable del domingo. La prontitud, espontaneidad y decisión con que la gente madrileña reaccionó ante la impertinencia de unos caballeritos monárquicos fue una amonestación suficiente, por el momento, que daba al Gobierno motivo holgado para podar ejecutivamente su ingénita petulancia. Nada más debió hacerse. De otro modo, aprenderían un juego muy fácil, consistente en provocar con un leve gesto de ellos convulsiones enormes en el pueblo republicano. No; si quieren, en efecto, suscitar en nosotros grandes sacudidas, que se molesten, al menos, en preparar provocaciones de mayor tamaño. A ver si pueden.

Lo que es preciso evitar de la manera más absoluta es que falte al Gobierno, ni durante una fracción de segundo, la confianza en sí mismo y en la plenitud de su representación. Este Gobierno, si alguno en el mundo, ha sido ungido por la más clara e indiscutible voluntad de la nación. Los enemigos de la República no han intentado siquiera ponerlo en duda, cualesquiera que fueren sus ilusiones y sus manejos de otra índole. En cuanto a los republicanos, es cosa de evidencia rebosante que nadie puede presumir de haber hecho más por la República que ese grupo de hombres exaltado hoy a los cargos de ministros y demás oficios gubernativos. Nadie ha trabajado más por el cambio de régimen; nadie se ha expuesto más entre los españoles vivientes. Es, pues, intolerable que grupo alguno particular, atribuyéndose con grotesca arbitrariedad la representación de los deseos nacionales, reclame tumultuariamente del Gobierno medidas y actuaciones que el capricho haya inspirado. Son demasiados los millones de españoles los que han votado a la República para que el montón de unos cientos o unos miles aspire a ser más España toda que el resto gigantesco. Con toda esta teatralería de vetusta democracia mediterránea hay que acabar desde luego y sin más. No hay otro «pueblo» que el organizado. La multitud caótica e informe no es democracia, sino carne consignada a tiranías.

Por otra parte, esa plenitud de representación que en el Gobierno reside le obliga a conservar intacto el depósito soberano de confianza que entera una nación le ha entregado. Es el Gobierno de todos los que han votado la República, y tiene el deber tremendo de llegar integro y sin titubeos hasta el momento en que nos devuelva, instaurado, ya, el nueva Estado: la República española.

Porque de esto se trata estrictamente y no de anticiparse a calificar esa República con uno u otro adjetivo. Después de siglos de despotismo franco o disfrazado va España, por vez primera, a decidir con libertad, e inspirándose en su destino más propio, la organización de su vida. Por eso es muy especialmente criminal todo intento de tiranizarla de nuevo imponiéndole formas de imitación. La originalidad, a veces dolorosa, de nuestra historia, augura con toda probabilidad soluciones y modos nuevos que pocos sospechan hoy. Por lo menos, no hay gran riesgo en vaticinar que España no será -como algunos dicen por ahí- una República burguesa. Sólo el desconocimiento pleno de nuestra conformación histórica puede creer tal cosa. España, que no ha podido vivir con plenitud, ni siquiera con suficiencia, la época Moderna, precisamente porque le faltó burguesía, no es verosímil que a esta altura de los tiempos y bajo una forma republicana resulte, por magia, constituida en nación específicamente burguesa. Todo anuncia más bien que España llegue a organizarse en un pueblo de trabajadores. El modo y el camino para arribar a ello serán, de seguro, distintos de los que se han ideado en otros pueblos, y sin gesticulación ni violencias revolucionarias. Entre innumerables razones, hace creer esto que nuestra economía es de un equilibrio tan inestable, por su escaso volumen, que ya la menor contracción de la riqueza pública -y todo intento revolucionario la suscitaría- será catastrófica y estrangulará el conato mismo de desórdenes graves.

Es preciso, por tanto, que de la manera más inmediata y resuelta impongan el tono de la nueva democracia exacta, limpia, dura como el metal técnico, cuantos españoles posean la dosis suficiente de buen sentido, y que no sean pseudointelectuales incapaces de pensar tres ideas en fila. Hoy no tiene la República más peligros que los fantasmas.

Nos induce a esta fe, entre otras cosas, ver cómo los estudiantes, que son, con el grupo de hombres gobernantes, quienes más hicieron por el advenimiento de la República, han ofrecido una nota ejemplar con su total ausencia de las asquerosas escenas incendiarias. Pero es preciso que se preparen para dar a esa ejemplaridad, en el inmediato futuro, carácter más activo. Tienen que defender fieramente la dignidad de su República. Fíense de su instinto insobornable, tesoro esencial de la juventud, del cual ha de emanar el único futuro verdadero. Fíense de él y rechacen todo lo que es falso, sin autenticidad, como esas falsas representaciones de manidos melodramas revolucionarios y esas imitaciones insinceras de lo que un pueblo semiasiático tuvo que hacer en una hora terrible de su Historia. Exijan implacablemente que se cumpla el estricto destino español, y no otro fingido o prestado.


Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset, R. Pérez de Ayala
El Sol, 11 de mayo de 1931








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