Éstos,
en sus lares y fuera de ellos, destacarían todos por su sorprendente madurez.
Esto tiene su explicación. La gente menuda madrileña —en particular la
que pertenece a familias republicanas— ha vivido, con una intensidad tan sólo
igualada por la de Barcelona, la sofocación de la sublevación militar, en julio
de 1936. En la que algunos, incluso, desempeñarían papeles tenidos —al menos
para ellos— por importantes. Como el de estafeta o chico de los recados, como
dirían los más castizos. Acto seguido presenciarían la formación, el desfile y
la marcha hacia los frentes de la sierra —Guadarrama, Somosierra— de las
columnas de milicianos. Y cuyo aire tan poco marcial permitiría a los
muchachetes mezclarse y desfilar con ellos, con los que se iban a
enfrentar con los «fachas».
En
fin, de una u otra forma se sintieron participantes en momentos históricos
clave. Otro de estos trances será el del levantamiento popular —octubre–noviembre de 1936—, cuando las columnas enemigas marchaban sobre
Madrid. Además de sobrecogedores testimonios, se dispone de abundantes
documentos fotográficos, que dan fe de la febril y entusiasmada participación
de menores de edad —a menudo al lado de sus madres— en las tareas de
fortificación. En particular, en la excavación de trincheras. Y, a no tardar,
van a vivir —directa o indirectamente— las
batallas en los suburbios de Madrid, sufrirán los primeros bombardeos, por
tierra y desde el aire, y tendrán que ayudar a sus familias —en las colas, para
obtener alimentos— a afrontar las primeras privaciones, ya que, en no pocos
casos, el hombre de la casa —el padre o el hermano mayor— han abandonado las
herramientas del trabajo para empuñar las armas. Éstos son, en suma, los niños
y las niñas que, día a día y noche a noche, serán evacuados de la capital con
destino a lugares donde el hambre y los bombardeos no han sentado, todavía, sus
reales.
Primero,
saldrán grupos de niños hacia
pueblos cercanos: El Escorial, Colmenar Viejo, Chinchón, Campo Real, Morata de
Tajuña, San Martín de la Vega… Luego, cuando la capital se transforme en zona
de guerra, las expediciones serán más numerosas y la gente menuda será
evacuada, por miles, hacia Cuenca, Guadalajara, Albacete, Murcia, Alicante,
Valencia, Castellón y Cataluña.
La
separación de las familias sería dolorosa y a menudo patética, pues se dan
muchos casos de muchachos y de muchachas que se niegan a ser evacuados —algunos
llegan a saltar del vehículo ya en marcha—, protestando porque
se les niega el derecho a defender Madrid. Entre otros, valga este ejemplo: Al
caer la tarde —del 14 de abril de 1931—, las multitudes se congregaron en la
Puerta del Sol, en el corazón de Madrid. Entre la gente estaba una joven de
quince años, estudiante de la escuela secundaria, que se llamaba Victoria
Román. «¡La República ha llegado sin derramamiento de sangre!, dijo uno de mis
maestros —recuerda Victoria, casi medio siglo después—. “Sí, replicó otro, sin
derramamiento de sangre… y viviremos para lamentarlo”. Me escandalicé al oírle
hablar así, pero luego habría de preguntarme si acaso no tenía
razón…». Cinco años más tarde, Victoria Román, estudiante universitaria, vio
que unos niños de corta edad arrastraban adoquines hacia el sitio donde hombres
y mujeres estaban levantando barricadas. Tenía previsto salir de la ciudad;
pero de pronto se sintió incapaz de hacerlo. «Me sentí completamente
identificada con el pueblo de Madrid. “Yo me quedo”, les dije a los encargados
de la evacuación que querían que acompañase a Levante a los niños que había
estado cuidando. No pertenecía a ningún partido político, era una típica
española indisciplinada que ahora estaba dispuesta a hacer cualquier cosa
para impedir el triunfo del fascismo. “Nadie puede abandonar Madrid en un
momento como éste”, les dije…».
La
animadversión hacia el enemigo que sembraba de ruinas «su pueblo» —como muchos
de ellos llamaban a la capital de España— no desmerecía, en absoluto, de la que
sentían sus mayores. Recuerdo haber bajado con permiso a Madrid —desde el
Guadarrama— al mes justo de haber llegado a la Zona Centro. Salía de comer
de una pensión de la calle de Carretas cuando vi que dos mozalbetes se estaban
peleando, tirados en el suelo. Parecía una
pelea a muerte, casi. Nos costó lo nuestro separarlos. Uno de ellos tendría
trece o catorce años y el otro once o doce. Afeamos al grandullón su conducta.
Este, sofocado, replicó en el acto: ¡Es que me ha insultado! Y, tras recuperar
algo más de aliento, añadió: «¡Me ha llamado “facha”!».
A
las pocas semanas de ir y venir por aquellas tierras, uno acababa dándose
cuenta de que aquellos niños y niñas, con sus actitudes vitales, tenían muy
poco que ver con los de Valencia o los de Barcelona. Por lo menos en aquellas
fechas.
Para
coordinar más eficazmente la evacuación
e instalación de los niños, número que aumentaba día a día, el Ministerio de
Instrucción Pública y el de Sanidad y Asistencia Social crearon, el 28 de
agosto de 1937, el Consejo Nacional de la Infancia Evacuada. Encargándose a
Victoria Kent la delegación del mismo en París, con María Lacrampe de principal
asesora. Y María Lejárraga en Bruselas. En septiembre de 1937, Regina Lago,
encargada de la sección Organización del Régimen Pedagógico de la Delegación
Central de Colonias Infantiles, daba cuenta del número de centros que había
entonces en España: en
total, 564 colonias que acogían a 45 248 niños y niñas. De éstas, 158 eran
colonias colectivas, con 12 125 niños y 406 en régimen familiar, con 33 123
niños. De acuerdo con un informe del Ministerio de Instrucción Pública, en
diciembre de 1937 funcionaban 170 colonias colectivas, que albergaban a 16 953
niños y niñas en zonas de Levante: Valencia, Castellón, Alicante y Murcia. Así
como en Aragón, Cuenca, Albacete y Cataluña. En esta última región, La Ayuda
Infantil de Retaguardia, dependiente de la Generalitat, se encargó de todo lo
referente a la evacuación. Con ella colaboraban
otras instituciones como Sello Pro–Infancia o el Refugio de Nieves Salvador
Seguí.
Los
niños, como ya se ha señalado, eran acogidos en régimen familiar o colectivo,
en colonias. En el primer caso residían en familias, pero mantenían una
relación estrecha con los maestros responsables del grupo al que pertenecían.
Ellos eran los encargados de «vigilar» su estancia familiar y de que fuesen
atendidas sus necesidades culturales. La mayor implantación de esta modalidad
se debió a los problemas que planteaba la organización de colonias colectivas.
Estas últimas estuvieron
instaladas en hoteles, balnearios, palacetes, casas de campo y otros edificios
cedidos o requisados. Normalmente tenían huerta y jardín y se procuró crear en
su interior ese calor del hogar del que tan necesitados estaban los niños. Cada
colonia tenía un director responsable, varios maestros y personal auxiliar. Las
colonias fueron buenos laboratorios para poner en marcha proyectos de
renovación pedagógica.
Los
continuos avances de las tropas franquistas a lo largo de 1938 fueron agravando
el problema de las evacuaciones. El hundimiento de distintos
frentes —en particular el de Aragón, en la primavera de 1938— desencadenaba el
repliegue de grandes contingentes de población hacia el territorio, cada vez
más menguado, en poder de los republicanos. Estas incesantes oleadas de refugiados
desbordaban todas las previsiones que, como es lógico, afectó, especial y
duramente, a los menores. Muchas colonias de Levante y Cataluña tuvieron que
convertirse en meros refugios, donde el hacinamiento de sus moradores impedía
desarrollar la labor asistencial y educativa para la que habían sido
proyectadas. Por otra parte, en las ciudades
y sobre todo en Barcelona, se endurecieron las condiciones de vida, lo que se
tradujo en un considerable aumento de las enfermedades infantiles.
Eduardo
Pons Prades
Los
niños republicanos en la Guerra de España, 1997
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