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1990. Los niños madrileños



Éstos, en sus lares y fuera de ellos, destacarían todos por su sorprendente madurez. Esto tiene su explicación. La gente menuda madrileña —en particular la que pertenece a familias republicanas— ha vivido, con una intensidad tan sólo igualada por la de Barcelona, la sofocación de la sublevación militar, en julio de 1936. En la que algunos, incluso, desempeñarían papeles tenidos —al menos para ellos— por importantes. Como el de estafeta o chico de los recados, como dirían los más castizos. Acto seguido presenciarían la formación, el desfile y la marcha hacia los frentes de la sierra —Guadarrama, Somosierra— de las columnas de milicianos. Y cuyo aire tan poco marcial permitiría a los muchachetes mezclarse y desfilar con ellos, con los que se iban a enfrentar con los «fachas». 

En fin, de una u otra forma se sintieron participantes en momentos históricos clave. Otro de estos trances será el del levantamiento popular —octubre–noviembre de 1936—, cuando las columnas enemigas marchaban sobre Madrid. Además de sobrecogedores testimonios, se dispone de abundantes documentos fotográficos, que dan fe de la febril y entusiasmada participación de menores de edad —a menudo al lado de sus madres— en las tareas de fortificación. En particular, en la excavación de trincheras. Y, a no tardar, van a vivir —directa o indirectamente— las batallas en los suburbios de Madrid, sufrirán los primeros bombardeos, por tierra y desde el aire, y tendrán que ayudar a sus familias —en las colas, para obtener alimentos— a afrontar las primeras privaciones, ya que, en no pocos casos, el hombre de la casa —el padre o el hermano mayor— han abandonado las herramientas del trabajo para empuñar las armas. Éstos son, en suma, los niños y las niñas que, día a día y noche a noche, serán evacuados de la capital con destino a lugares donde el hambre y los bombardeos no han sentado, todavía, sus reales. 

Primero, saldrán grupos de niños hacia pueblos cercanos: El Escorial, Colmenar Viejo, Chinchón, Campo Real, Morata de Tajuña, San Martín de la Vega… Luego, cuando la capital se transforme en zona de guerra, las expediciones serán más numerosas y la gente menuda será evacuada, por miles, hacia Cuenca, Guadalajara, Albacete, Murcia, Alicante, Valencia, Castellón y Cataluña. 

La separación de las familias sería dolorosa y a menudo patética, pues se dan muchos casos de muchachos y de muchachas que se niegan a ser evacuados —algunos llegan a saltar del vehículo ya en marcha—, protestando porque se les niega el derecho a defender Madrid. Entre otros, valga este ejemplo: Al caer la tarde —del 14 de abril de 1931—, las multitudes se congregaron en la Puerta del Sol, en el corazón de Madrid. Entre la gente estaba una joven de quince años, estudiante de la escuela secundaria, que se llamaba Victoria Román. «¡La República ha llegado sin derramamiento de sangre!, dijo uno de mis maestros —recuerda Victoria, casi medio siglo después—. “Sí, replicó otro, sin derramamiento de sangre… y viviremos para lamentarlo”. Me escandalicé al oírle hablar así, pero luego habría de preguntarme si acaso no tenía razón…». Cinco años más tarde, Victoria Román, estudiante universitaria, vio que unos niños de corta edad arrastraban adoquines hacia el sitio donde hombres y mujeres estaban levantando barricadas. Tenía previsto salir de la ciudad; pero de pronto se sintió incapaz de hacerlo. «Me sentí completamente identificada con el pueblo de Madrid. “Yo me quedo”, les dije a los encargados de la evacuación que querían que acompañase a Levante a los niños que había estado cuidando. No pertenecía a ningún partido político, era una típica española indisciplinada que ahora estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para impedir el triunfo del fascismo. “Nadie puede abandonar Madrid en un momento como éste”, les dije…».

La animadversión hacia el enemigo que sembraba de ruinas «su pueblo» —como muchos de ellos llamaban a la capital de España— no desmerecía, en absoluto, de la que sentían sus mayores. Recuerdo haber bajado con permiso a Madrid —desde el Guadarrama— al mes justo de haber llegado a la Zona Centro. Salía de comer de una pensión de la calle de Carretas cuando vi que dos mozalbetes se estaban peleando, tirados en el suelo. Parecía una pelea a muerte, casi. Nos costó lo nuestro separarlos. Uno de ellos tendría trece o catorce años y el otro once o doce. Afeamos al grandullón su conducta. Este, sofocado, replicó en el acto: ¡Es que me ha insultado! Y, tras recuperar algo más de aliento, añadió: «¡Me ha llamado “facha”!».

A las pocas semanas de ir y venir por aquellas tierras, uno acababa dándose cuenta de que aquellos niños y niñas, con sus actitudes vitales, tenían muy poco que ver con los de Valencia o los de Barcelona. Por lo menos en aquellas fechas. 

Para coordinar más eficazmente la evacuación e instalación de los niños, número que aumentaba día a día, el Ministerio de Instrucción Pública y el de Sanidad y Asistencia Social crearon, el 28 de agosto de 1937, el Consejo Nacional de la Infancia Evacuada. Encargándose a Victoria Kent la delegación del mismo en París, con María Lacrampe de principal asesora. Y María Lejárraga en Bruselas. En septiembre de 1937, Regina Lago, encargada de la sección Organización del Régimen Pedagógico de la Delegación Central de Colonias Infantiles, daba cuenta del número de centros que había entonces en España: en total, 564 colonias que acogían a 45 248 niños y niñas. De éstas, 158 eran colonias colectivas, con 12 125 niños y 406 en régimen familiar, con 33 123 niños. De acuerdo con un informe del Ministerio de Instrucción Pública, en diciembre de 1937 funcionaban 170 colonias colectivas, que albergaban a 16 953 niños y niñas en zonas de Levante: Valencia, Castellón, Alicante y Murcia. Así como en Aragón, Cuenca, Albacete y Cataluña. En esta última región, La Ayuda Infantil de Retaguardia, dependiente de la Generalitat, se encargó de todo lo referente a la evacuación. Con ella colaboraban otras instituciones como Sello Pro–Infancia o el Refugio de Nieves Salvador Seguí. 

Los niños, como ya se ha señalado, eran acogidos en régimen familiar o colectivo, en colonias. En el primer caso residían en familias, pero mantenían una relación estrecha con los maestros responsables del grupo al que pertenecían. Ellos eran los encargados de «vigilar» su estancia familiar y de que fuesen atendidas sus necesidades culturales. La mayor implantación de esta modalidad se debió a los problemas que planteaba la organización de colonias colectivas. Estas últimas estuvieron instaladas en hoteles, balnearios, palacetes, casas de campo y otros edificios cedidos o requisados. Normalmente tenían huerta y jardín y se procuró crear en su interior ese calor del hogar del que tan necesitados estaban los niños. Cada colonia tenía un director responsable, varios maestros y personal auxiliar. Las colonias fueron buenos laboratorios para poner en marcha proyectos de renovación pedagógica.

Los continuos avances de las tropas franquistas a lo largo de 1938 fueron agravando el problema de las evacuaciones. El hundimiento de distintos frentes —en particular el de Aragón, en la primavera de 1938— desencadenaba el repliegue de grandes contingentes de población hacia el territorio, cada vez más menguado, en poder de los republicanos. Estas incesantes oleadas de refugiados desbordaban todas las previsiones que, como es lógico, afectó, especial y duramente, a los menores. Muchas colonias de Levante y Cataluña tuvieron que convertirse en meros refugios, donde el hacinamiento de sus moradores impedía desarrollar la labor asistencial y educativa para la que habían sido proyectadas. Por otra parte, en las ciudades y sobre todo en Barcelona, se endurecieron las condiciones de vida, lo que se tradujo en un considerable aumento de las enfermedades infantiles.


Eduardo Pons Prades
Los niños republicanos en la Guerra de España, 1997










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