Creo firmemente —ya lo he dicho— que estas elecciones contribuirán a la consolidación de la República. Pero andan por ahí gentes antirrepublicanas haciendo vagos gestos de triunfo o amenaza, y de otro lado hay gentes republicanas que sinceramente juzgan la actual situación peligrosa para la República. Pues bien: suponiendo que con alguna verosimilitud sea esto último el caso presente, yo elijo la ocasión de este caso para gritar por vez primera, con los pedazos que me quedan de laringe: « ¡Viva la República! ». No lo había gritado jamás: ni antes de triunfar ésta ni mucho menos después, entre otras razones porque yo grito muy pocas veces.
Quién es el que grita
Pero como todo anda
un poco confundido, y los españoles del día tenemos poca memoria, quiero
recordar o hacer constar algunas cosas que hasta ahora he callado o no he
querido subrayar. Desde el fondo de mi largo y amargo silencio, estrujándolo
como un racimo lleno de jugo, quiero rememorar a mis lectores y a todos los
españoles —porque tengo tanto derecho como cualquiera otro para dirigirme a
ellos— quién es el ciudadano que ahora, precisamente ahora, grita: «¡Viva la
República!»
El que grita se sintió en radical
desacuerdo desde el día siguiente al advenimiento de la República con la
interpretación de esta y la política que iniciaban sus gobernantes. Yo no puedo
demostrar con documentos la verdad literal de esta frase. Dejémosla, pues, como
una frase y nada más. Pero lo que sí puedo demostrar con documentos es que ya
el 13 de mayo —por tanto, al mes justo de la proclamación del nuevo
régimen— protesté airadamente, junto a Marañón y Pérez de Ayala, contra la
quema de conventos, que fue una faena aún más que repugnante, estúpida. Esto el
13 de mayo; pero el 2 de junio publicaba yo un artículo titulado: «¡Pensar en
grande!», invitando a tomar la República en forma y formato opuestos a los que
empezaban a adoptarse. Y en 6 de junio, convocados a elección los ciudadanos,
apareció otro artículo mío titulado: «¡Las provincias deben rebelarse contra
los candidatos indeseables!» El 25 del mismo mes mi discurso electoral en
León, donde, contra todo mi deseo, había sido presentado candidato, comenzaba
así, según la transcripción algo incorrecta de los periódicos leoneses:
«¿Queréis,
gentes de León, que hablemos un poco en serio de la España que hay que hacer?
Con
profunda vergüenza asisto a la campaña electoral que se está llevando a cabo en
toda la Península. Trátase, nada menos, que de unas elecciones constituyentes.
Se moviliza civilmente al país para que elija a unos hombres que van a fabricar
el nuevo Estado. Es un gigantesco edificio el que hay que construir, y no hay
edificio si no hay en la cabeza un plano previo de líneas vigorosas.
Lo
que me parece vergonzoso es que los cientos de discursos pronunciados en España
no enuncien una sola idea clara, que defina algo sobre ese Estado que hay que
construir. Solo se han pronunciado palabras vanas y hueras prometiendo en
palabrería fantástica, sin saber si se puede o no realizar. Porque esto importa
poco a esos palabreros, que solo quieren hostigar a las masas con palabras
vanas e insensatas para que, como un rebaño de ovejas, vayan a las urnas o,
como un rebaño de búfalos, vayan a la revolución. Y a eso se le llama democracia.»
Con esto llegamos al 13 de julio, es
decir, aún no transcurridos los tres meses desde el 14 de abril. Pues bien: en
esa fecha leyeron los lectores de Crisol otro artículo mío titulado: «Hay que
cambiar de signo a la República». Y en 9 de septiembre, este otro: «Un
aldabonazo». Y en 6 de diciembre pudo oírse en el «cine» de la Ópera mi
discurso sobre «Rectificación de la República». Y el 13 del mismo mes, en las
primeras consultas del Presidente recién elegido, fue el que ahora da su grito el
único que pidió la formación de un Gobierno sin colaboración socialista, que
preveía funesta para la República y para el socialismo. No mucho después, en el
periódico antedicho, se imprimieron unos párrafos bajo el lema: «Estos
republicanos no son la República», etcétera, etc., etc...
Estos recuerdos precisarán un poco en
la mente del lector la fisonomía del que ahora grita «¡Viva la República!», y
le harán pensar que, si lo grita, es a sabiendas y a pesar de lo que ha sido
durante esta primera etapa la política republicana. Corregirán de paso un
error que he oído más de un a vez, según el cual yo consideraria haberme
equivocado al recomendar en cierta hora a los españoles que se constituyesen en
República, que había perdido la ilusión, que juzgaba sin remedio la política
republicana y demás suposiciones igualmente superficiales. Los datos ahora
rememorados, con la impertinencia de sus fechas exactas, demuestran que no me
fué necesario esperar a que los gobernantes republicanos de la primera hora comenzasen
a desbarrar par a saber que lo iban a hacer: que, de tal modo esperaba y
presumía por anticipado su descarrío, que me adelanté a insinuar mi
discrepancia, como me adelanté a echar en cara a las provincias que iban, por
inconsciencia, a elegir diputados indeseables, como me situé, desde luego, y
por innúmeras razones, en posición de no actuar durante el primer capítulo de
la historia republicana, según hice constar desde mi primer discurso en la
Cámara, que fué, entre paréntesis, el primer discurso de oposición a la
política del Gobierno. Pero no me interesa de todo esto lo que signifique como
demostración vanidosa de capacidad previsora. Lo que me interesa es refutar con
esos hechos y con esos datos incontrovertibles el error en que están los que
suponen que yo recomendé la instauración de la República "porque"
creyese que, desde, luego. iban a ir preciosamente las cosas. No sólo no lo
creía, sino que —y éste es el motivo de las anteriores recordaciones— no acepto
en persona que presuma de alguna seriedad que pretenda juzgar
las posibilidades históricas de un régimen por lo acontecido en los dos
años y medio después de su natividad. Y es sencillamente grotesco que intenten
hacer tal cosa los monárquicos defensores de un régimen extranjero, que no durante
dos años y medio, sino durante dos siglos y medio ha maltraído a España en
desmedro, decadencia y envilecimiento lamentables y constantes, haciéndola
llegar a esta República en un estado tal de desmoralización y de falta de
aptitudes por parte de masas y minorías, que él ha sido, en definitiva, la
causa de estos dos años y medio pesadillescos.
Porque si han sido
tales para el labrador andaluz y para el cura de aldea, no crean estos señores
que el que grita ahora "¡Viva la República!" los ha pasado en un lecho
de rosas. Durante ellos se me ha insultado y vejado constantemente desde las
filas republicanas, y, claro está, también desde las otras. Algunos
sinvergüenzas, algunos insolentes y algunos sotaintelectuales que son lo uno y
lo otro, y que hasta ahora, por lo que fuera, no se habían resuelto a atacarme,
han aprovechado la atmósfera envenenada de esos años para morderme los
zancajos. Pero hay más: los hombres republicanos han conseguido que por vez
primera después de un cuarto de siglo, no tuviera yo periódico afín en que
escribir. Y esto no significaba sólo que me hubiesen quitado la vihuela para mi
canción, sino que me planteaba par añadidura los problemas más tangibles,
materiales y urgentes. ¿Me entiende el labrador andaluz a quien han desecho su
hacienda y el cura de aldea a quien han retirado su congrúa?
Pues con esto
termina mi argumento "hominis ad hominem". Este hombre es el que
grita ahora: "¡Viva la República!"
Por
qué lo grita
¿Lo hará por misticismo republicano? Tampoco. En
materia de política no admito misticismo, ni siquiera admito que se sea
republicano, como suele decirse, "por principios". Siempre he
sostenido qué en política no hay eso que se llama principios. Los principios
son cosas para la Geometría. En política hay sólo circunstancias
históricas, y éstas definen lo que hay que hacer. Yo sostuve hace tres años, y
sostengo hoy con mayor brío, que la única posibilidad de que España se salve históricamente, se rehaga y
triunfe es la República, porque sólo mediante ella pueden los españoles llegar
a nacionalizarse, es decir, a sentirse una Nación. Y esto
es cosa Infinitamente más importante que las estupideces o
desmanes cometidos por unos gobernantes durante la anécdota de un par de años. Ya a estas horas, en estas
elecciones, aunque los electores, todavía torpes, envían al Parlamento gentes
en buena parte tan indeseables como las anteriores, han sentido que actuaban
sobre el cuerpo nacional, han despertado a la conciencia de que se trataba de
su propio destino. Todavía no han votado por y par a la nación, sino movidos reactivamente por intereses particulares, de orden material o de orden espiritual, la
propiedad o la religión —para el caso da lo mismo, porque ambos intereses,
aunque sean respetables, son particulares, no son la Nación—. Mas por ahí se empieza: es el aprendizaje de la política
que termina descubriendo la Nación como el mis auténtico, más concreto y más decisivo interés
político, porque es el interés de todos.
Muchas veces, una de ellas en plena Dictadura, he afirmado
que la República es el ún¡co régimen que automáticamente se corrige a sí
mismo, y en consecuencia, no tolera su propia falsificación.
La República, o expresa una realidad nacional, o no puede vivir. La
República es, quiérase o no, sinceridad histórica, y ésa es la suprema fuerza a
que puede llegar un pueblo. Cuando éste ha conquistado su propia sinceridad,
cuando cobra esa radical conciencia de sí mismo, nada ni nadie se le puede
poner enfrente. Las Monarquías, en cambio, fácilmente se convierten en máscaras
que un pueblo se pone a si mismo, y no le dejan verse y sentirse y ser y a lo
mejor bajó el antifaz, remilgado de una Corte se van muriendo y pudriendo por
dentro.
Esténse, pues, quedos los monárquicos. Tenemos profundo derecho
—¡qué diablo, derecho!—, tenemos inexcusable obligación los españoles de hacer
a fondo la experiencia, republicana. Y esta experiencia es larga como todo lo
que posee dimensiones históricas. Tienen que pasar muchas cosas. Lo primero que
tenía que pasar era que vomitasen las llamadas "izquierdas" todas las
necedades que tenían en el vientre. Que esto haya acontecido es ya un avance y
una ganancia, no es pura pérdida. Ahora pasará que van a practicar la misma operación
con las suyas las llamadas "derechas". Luego, España, si desde ahora
la preparamos, tomará la vía ascendente.
Como tenemos, pues, la obligación de hacer esa gran experiencia,
sépanlo, estamos resueltos a defender la República. Yo también. Sin desplantes
ni aspavientos, que detesto. Pero conste: yo también. Yo, que apenas si cruzo
la palabra con esos hombress que han gobernado estos años. algunos de los
cuales me parecen no ya jabalíes, sino rinocerontes.
Pero ¿qué queríais, españoles? ¿Que hubiesen estado ahí
esperando, armados de punta en blanco, hombres maravillosos para gobernaros?
Pero ¿qué habíais hecho antes para tener esos hombres? ¿Creéis que esas cosas
se regalan, que lograrlas no supone dolores, esfuerzos, angustias a los
pueblos? Si queréis regalos, si queréis manteneros en vuestra concepción de la
vida estrecha, interesada, sin altitud y sin arrestos, sin anchura de horizonte
delante, sin afán de fuertes empresas, sin claridad de cabeza, tenéis que
contentaros por los siglos de los siglos con elegir entre D. Marcelino Domingo
y el señor Goiooechea.
Los republicanos que no eran la República
Los hombres que han gobernado estos dos años y que querían para
ellos solos la República, no eran en verdad republicanos, no tenían fe en la
República. Como no me refiero a nadie en particular, no tengo por qué hacer las
excepciones que la justicia "nominatim" reclamaría. Eran incapaces de
comprender que las trasformaciones verdaderamente profundas y sustantivas de la
vida española, las que pueden hacer de este pueblo caído un gran pueblo
ejemplar, son las que el régimen republicano, como tal y sin más, produciría a
la larga y automáticamente. Por eso necesitaban con parentoriedad otras cosas,
además de la República, cosas livianas, espectaculares, superficiales y de una
política ridiculamente arcaica, como la expulsión de los jesuítas, la
descrucifixión de las escuelas y demás cosas que por muchas razones y en muchos
sentidos —conste, en muchos sentidos— han quedado ya bajo el nivel de lo
propiamente político. Es decir, que no son siquiera cuestión. Otras, que son
más auténticas, y que, quiérase o no, habrá que hacer, como la reforma agraria,
tenían que haber sido acometidas bajo un signo inverso, sin desplantes
revolucionarios, bajo el signo rigoroso de la más alta seriedad y competencia.
Se ha visto que esos hombres, al encontrarse con el país en
sus manos, no tenían la menor idea sobre lo que había que hacer con ese país.
No habían pensado ni siquiera en la Constitución que iban a hacer, la cual, al
fin y al cabo, es lo más fácil, por ser lo más abstracto de la política.
La opinión pública y sus representantes
de ahora
Ahora bien: exactamente lo mismo acontece a las fuerzas ahora
triunfantes, como tendremos ocasión de ver en los meses próximos. ¿Es que en
serio pueden presentarse ante los españoles, como gentes que saben lo que hay
que hacer con España, los grupos supervivientes de la Dictadura que la han
tenido siete años en sus manos sin dejar rastro de fecundidad y menos después
de muerto el único de esos hombres que poseía alma cálida y buen sentido, que
era el propio general Primo de Rivera? Y con más vehemente evidencia hay que
decir lo propio de los monárquicos.
Como todo esto es un poco absurdo, me
es forzoso desde ahora repetir lo mismo que desde la iniciación de la República
decía yo a sus gobernantes: que erraban si creían que los electores los habían
votado a ellos. Tampoco ahora han votado a los candidatos triunfantes. Han
votado sus propios dolores, sus irritaciones sus afanes, sus imprecisos deseos,
pero no a los monárquicos, ni a los dictatoriales ni a la C.E.D.A., ni a la
nebulosa de los agrarios. Los diputados de "derecha" representan hoy,
sin duda, una gran porción de la opinión pública, como representaron todavía
mayor volumen de ella los que comenzaron a gobernar en julio de 1931. Pero la
opinión pública, como las palabras de la sibila, es siempre enigmática, y hay
que saber interpretarla.
Contra todas las demagogias
Mi grito: "¡Viva la República!" no va, pues, dirigido
a ninguna galería. Al contrario: yo lo lanzo hoy contra todas las galerías,
contra todas las masas, contra todas las demagogias. Porque la propaganda de
"derechas " ha sido tan demagógica, tan vergonzosa y tan envilecedora
de las masas como aquella contra la cual protestaba yo en mi discurso de Leónn.
No basta tener razón, como la han tenido, en encresparse contra las violencias
y la frivolidad de un Gobierno insensato. Es preciso, además, tener razón ante
España, ante el decoro nacional, que reclama de todos nosotros desesperados
esfuerzos para levantar el nivel moral de nuestra vida pública. Al frenesí del
obrerismo va a suceder la exacerbación del señoritismo, la plaga más vieja y
exclusiva de España.
Pero, repito, nada de esto que ha pasado y pasa es tiempo
perdido e inútil desastre. Todo eso será necesario para que un número
suficiente de españoles llegue al convencimiento de que es preciso empezar
desde el principio, y, reuniéndose en grupo apretado como un puño, iniciar una
política absolutamente, limpia y sin anacronismos.
La política del halago a las masas, a cualquier masa, nstá
terminando en el mundo. El fascismo y el nacionalsocialismo son su últimia
manifestación, y a la par, el tránsito a otro estilo de organización popular.
Hay que ir más allá de ellos y evitar a todo trance su imitación. Un pueblo que
imita, que es incapaz de inventar su destino, es un pueblo vil. El mimetismo de
rancias políticas francesas ha sido la "gran viltá" de las
"izquierdas". Un pueblo que imita está condenado a perpetuo
anacronismo. Tiene que esperar a que los otros ensayen sus inventos, y cuando
él quiere copiarlos ya ha pasado la hora de ellos.
La afirmación de la moral de la nación
Cada pueblo renace hoy de afirmar lo que más falta le hacía; por
eso tiene que descender, en profundo buceo de sinceridad, al sótano de sus
angustias, de sus lacras y de sus defectos, y luego emerger de nuevo en un
ansia gigantesca de corrección y perfeccionamiento. En España no ofrece duda
que es lo que más falta: moral. Es un pueblo desmoralizado en todos los
sentidos de la palabra —el ético y el vital—. Sólo puede renacer de una
política que comience por ser una moral, una moral exasperada, exigentísima,
que reclame al hombre entero y lo sature, que arroje de él cuanto en él hay de
encanallamiento, de vileza, de chabacanería, de chiste e incapacidad para las
nobles empresas.
Porque es bien claro —basta mirar sobre las fronteras—que
tampoco puede hoy la política fundarse en los intereses. Tendrá que contar con
ellos, pero no fundarse en ellos. Esa política que hostiga y sirve a los
intereses de grupos, de clases, de comarcas es precisamente lo que ha fracasado
en el mundo. Uno tras otro, los intereses parciales —el capitalista, el
obrerista, el militarista, el federalista— al apoderarse del Estado han abusado
de él, y abuso con abuso han acabado por neutralizarse, dejando el campo franco
a la afirmación de los valores morales en torno a la idea de Nación.
¿Serán los jóvenes españoles, no sólo los dedicados a
profesiones liberales, sino los jóvenes empleados, los jóvenes obreros
despiertos, capaces de sentir las enormes posibilidades que llevaría en si
condensadas el hecho de que en medio de una Europa claudicante fuese el pueblo
español el primero en afirmar radicalmente el imperio de la moral en la política
frente a todo utilitarismo y frente a todo maquiavelismo? ¿No sería esa la
empresa que para el pueblo español —el gran decaído y gran desmoralizado—estaba
a la postré guardada? ¿De qué otra cosa podría renacer una raza pobre y de
larga, larga experiencia, un pueblo viejo, y que cuando ha sido de verdad lo
que ha sido, ha sido, sobre todo, digno? Hablando en serio, y en última
lealtad, ¿qué otra cosa puede hacer el español si quiere de verdad hacer algo
sino ser de verdad "honrado e hidalgo"?
Eso por lo pronto. Luego podría ser todo lo demás.
José Ortega y Gasset
El Sol, 3 de diciembre de 1933
Eso por lo pronto. Luego podría ser todo lo demás.
José Ortega y Gasset
El Sol, 3 de diciembre de 1933
No hay comentarios:
Publicar un comentario