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1962. La rebelión histórica



Todas las revoluciones modernas acabaron robusteciendo el Estado. 1789 lleva a Napoleón, 1848 a Napoleón III, 1917 a Stalin, las perturbaciones italianas de la década del 20 a Mussolini, la república de Weimar a Hitler. Estas revoluciones, sobre todo después de que la primera guerra mundial hubo liquidado los vestigios del derecho divino, se han propuesto, no obstante, con una audacia cada vez mayor, la construcción de la ciudad humana y de la libertad real. La omnipotencia creciente del Estado ha sancionado cada vez esa ambición. Sería falso decir que no podía dejar de suceder esto. Pero es posible examinar cómo ha sucedido, y quizá sirva de lección.Aparte de un pequeño número de explicaciones que no constituyen el tema de este ensayo, el extraño y aterrador crecimiento del Estado moderno puede considerarse como la conclusión lógica de ambiciones técnicas y filosóficas desmesuradas, ajenas al verdadero espíritu de rebelión, pero que, sin embargo, dieron origen al espíritu revolucionario de nuestra época. El sueño profético de Marx y las potentes anticipaciones de Hegel o de Nietzsche terminaron suscitando, después de ser arrasada la ciudad de Dios, un Estado racional o irracional, pero en ambos casos terrorista.

A decir verdad, las revoluciones fascistas del siglo XX no merecen el título de revolución. Les ha faltado la ambición universal. Mussolini y Hitler trataron, sin duda, de crear un imperio y los ideólogos nacional-socialistas pensaron, explícitamente, en el imperio mundial. Su diferencia con el movimiento revolucionario clásico consiste en que, siendo herederos del nihilismo, prefirieron divinizar lo irracional, y sólo ello, en vez de divinizar la razón. Al mismo tiempo renunciaban a lo universal. Ello no impide que Mussolini se declare heredero de Hegel, y Hitler de Nietzsche; ilustran en la historia algunas de las profecías de la ideología alemana. A este respecto pertenecen a la historia de la rebelión y el nihilismo. Han sido los primeros que han construido un Estado basándose en la idea de que nada tenía sentido y que la historia no era sino el azar de la fuerza. La consecuencia no se ha hecho esperar. Desde 1914 Mussolini anunciaba la "santa religión de la anarquía" y se declaraba enemigo de todos los cristianismos. En cuanto a Hitler, su religión confesada yuxtaponía sin vacilación al Dios-Providencia y el Walhalla. Su dios era, en verdad, un argumento de mitín y una manera de elevar el debate al final de sus discursos. Mientras tuvo éxito prefirió creerse inspirado. En el momento de la derrota se juzgó traicionado por su pueblo. Entre ambos momentos, nada vino a anunciar al mundo que pudiera nunca considerarse culpable ante ningún principio. El único hombre de cultura superior que dio al nazismo una apariencia de filosofía, Ernst Junger, eligió, por otra parte, las fórmulas mismas del nihilismo: "La mejor respuesta a la traición de la vida por el espíritu es la traición del espírtu por el espíritu, y uno de los grandes y crueles goces de esta época consiste en participar en ese trabajo de destrucción".

Los hombres de acción, cuando carecen de fe, nunca creyeron sino en el movimiento de la acción. La paradoja insostenible de Hitler ha sido justamente querer fundar un orden estable sobre un movimiento perpetuo y una negación. Rauschning, en su Revolución del nihilismo, tiene razón cuando dice que la revolución hitleriana era un dinamismo puro. En Alemania, sacudida hasta las raíces por una guerra sin precedentes, la derrota y la angustia económica, no se mantenía ya en pie valor alguno. Aunque haya que contar con lo que Goethe llamaba "el destino alemán de hacerse todas las cosas difíciles", la epidemia de suicidios que afectó a todo el país entre las dos guerras dice mucho sobre la confusión de los espíritus. No son los razonamientos los que pueden devolver la fe a quienes desesperan de todo, sino solamente la pasión, y en este caso la pasión misma que yacía en el fondo de esta desesperación, es decir, la humillación y el odio. Ya no había un valor a la vez común y superior a todos estos hombres, en nombre del cual les fuese posible juzgarse los unos a los otros. La Alemania de 1933 se decidió, por lo tanto, a adoptar los valores degradados de sólo algunos hombres y trató de imponerlos a toda una civilización. En defecto de la moral de Goethe, eligió y sufrió la moral de la pandilla.

La moral de la pandilla es triunfo y venganza, derrota y resentimiento, inagotablemente. Cuando Mussolini exaltaba a "las fuerzas elementales del individuo" anunciaba la exaltación de las potencias oscuras de la sangre y el instinto, la justificación biológica de lo peor que producue el instinto de dominación. En el proceso de Núremberg, subrayó Frank "el odio a la forma" que anidaba a Hitler. Es cierto que este hombre era solamente una fuerza en movimiento, corregida y hecha más eficaz por los cálculos de la astucia y de una implacable clarividencia táctica. Hasta su forma física, mediocre y trivial, no era para él un límite, pues lo fundía en la masa. Sólo la acción le mantenía en pie. Para él, ser era hacer. Por eso Hitler y su régimen no podían prescindir de enemigos. No podían, petimetres frenéticos, definirse sino con relación a sus enemigos, tomar forma sino en el combate encarnizado que debía destruirlos. El judío, los francmasones, las plutocracias, los anglosajones y el eslavo bestial se han sucedido en la propaganda y en la historia para levantar, cada vez a una altura un poco mayor, la fuerza ciega que marchaba hacia su término. El combate permanente exigía excitantes perpetuos.

Hitler era la historia en su estado puro ("Devenir -decía Junger- vale más que vivir"). Predicaba, por lo tanto, la identificación total con la corriente de la vida, en el nivel más bajo y contra toda realidad superior. El régimen que ha inventado la política exterior biológica iba contra sus intereses más evidentes. Pero obedecía, por lo menos, a su lógica particular. Así, Rosenberg hablaba pomposamente de la vida: "El estilo de una columna en marcha, y poco importa hacia qué destino y para qué fin esta columna esté en marcha". Después de esto, la columna sembrará la historia de ruinas y devastará su propio país, pero por lo menos habrá vivido. La verdadera lógica de este dinamismo era la derrota total, o bien, de conquista en conquista, de enemigo en enemigo, el establecimiento del imperio de la sangre y la acción. Es poco probable que Hitler haya concebido, por lo menos primitivamente, este imperio. Ni por su cultura, ni tampoco por su instinto de inteligencia táctica, estaba a la altura de su destino. Alemania se hundió por haber emprendido una lucha imperial con un pensamiento político provinciano. Pero Junger había advertido esa lógica y dado su fórmula. Tuvo la visión de un "imperio mundial" y "técnico", de una "religión de la técnica anticristiana" cuyos fieles y soldados habrían sido también sus monjes, porque -y en esto Junger se encuentra con Marx-, por su estructura humana, el obrero es universal. "El estatuto de un nuevo régimen de mando sustituye al cambio de contrato social. El obrero es sacado de la esfera de las negociaciones, la compasión y la literatura, y elevado hasta la de la acción. Las obligaciones jurídicas se transforman en obligaciones militares". El imperio, como se ve, es al mismo tiempo la fábrica y el cuartel mundiales, donde reina como esclavo el soldado-obrero de Hegel. Hitler ha sido detenido relativamente pronto en el camino de este imperio. Pero aunque hubiera ido más lejos se habría asistido solamente al despliegue cada vez más amplio de un dinamismo irresistible y al refuerzo cada vez más violento de los principios cínicos, que eran los únicos capaces de servir a ese dinamismo.

Al hablar de esta revolución, Rauschning dice que no es ya liberación, justicia y elevación del espíritu, sino "la muerte de la libertad, la dominación de la violencia y la esclavitud del espíritu". El fascismo es, efectivamente, el desprecio. A la inversa, toda forma de desprecio, si interviene en política, prepara o instaura el fascismo. Hay que añadir que el fascismo no puede ser otra cosa sino renegarse a sí mismo. Junger deducía de sus popios principios que valía más ser criminal que burgués. Hitler, que tenía menos talento literario, pero, en esta ocasión, más coherencia, sabía que es indiferente ser lo uno o lo otro, desde el momento en que no se cree en el éxito. Se autorizó, por lo tanto, a ser lo uno y lo otro a la vez. "El hecho es todo" decía Mussolini. Y Hitler: "Cuando la raza corre peligro de que la opriman... la cuestión de la legalidad no desempeña sino un lugar secundario". Como, por otra parte, laraza tiene siempre necesidad de que la amenacen para existir, nunca hay legalidad. "Estoy dispuesto a firmarlo todo, a suscribirlo todo... En lo que me concierne, soy capaz, con toda buena fe, de firmar hoy tratados y romperlos mañana fríamente si el porvenir del pueblo alemán está en juego". Por lo demás, antes de declarar la guerra, el Führer declaró a sus generales que más tarde no se preguntaría al vencedor si había dicho o no la verdad. El leimotiv de la defensa de Goering en el proceso de Núremberg toma de nuevo esta idea: "El vencedor será siempre el juez, y el vencido, el acusado". Esto puede discutirse, sin duda. Pero entonces se comprende a Rosenberg cuando dice en el proceso de Núremberg que no había previsto que este mito llevara al asesinato. Cuando el fiscal inglés observa que "de Mein Kampf partía el camino directo que llevaba a las cámaras de gas de Maidanek", toca, por el contrario, el verdadero tema del proceso, el de las responsabilidades históricas del nihilismo occidental, el único, sin embargo, que no fue verdaderamente discutido en Núremberg, por razones evidentes. No se puede realizar un proceso anunciando la culpabilidad general de una civilización. Se ha juzgado solamente los actos que, por lo menos, gritaban a la faz de la tierra entera.

Hitler, en todo caso, inventó el movimiento perpetuo de la conquista sin el cual no habría sido nada. Pero el enemigo perpetuo es el terror perpetuo, esta vez al nivel del Estado. El Estado se identifica con "el aparato", es decir, con el conjunto de los mecanismos de conquista y represión. La conquista dirigida hacia el interior del país se llama propaganda ("primer paso hacia el infierno", según Frank), o represión. Dirigida hacia el exterior, crea el ejército. Todos los problemas son, por lo tanto, militarizados y se plantean en términos de potencia y eficacia. El general en jefe determina la política y, además, todos los problemas principales de administración. Este principio, irrefutable en cuanto a la estrategia, se generaliza en la vida civil. Un solo jefe, un solo pueblo, signifca un solo amo y millones de esclavos. Los intermediarios políticos, que son, en todas las sociedades, las garantías de la libertad, desaparecen para dejar lugar a un Jehová con botas que reina sobre multitudes silenciosas, o, lo que viene a ser lo mismo, que aúllan contraseñas. Entre el jefe y el pueblo, no se interpone un organismo de conciliación o de mediación, sino, precisamente, el aparato, es decir, el partido, que es la emanación del jefe y la herramienta de su voluntad de opresión. Así nace el primer y único principio de esta baja mística, el Führerprinzip, que restaura en el mundo del nihilismo una idolatría y lo sagrado degradado.

Mussolini, jurista latino, se contentaba con la razón de Estado, sólo que la transformaba, con mucha retórica, en absoluto. "Nada fuera del estado, por encima del Estado, contra el Estado. Todo del Estado, para el Estado, en el Estado". La Alemania hitleriana dio a esta falsa razón su verdadero lenguaje, que es el de una religión: "Nuestro servicio divino -decía un diario nazi durante un congreso del partido- consistía en llevar a cada uno hacia los orígenes, hacia las madres. En verdad, era un servicio de Dios". Los orígenes están, por lo tanto, en el aullido primitivo. ¿Quién es ese Dios del que aquí se trata? Una declaración oficial del partido nos lo dice: "Todos nosotros, aquí abajo, creemos en Adolfo Hitler, nuestro Fürher, y (confesamos) que el nacionalsocialismo es la única fe que lleva a nuestro pueblo a la salvación." Las órdenes del jefe, alzado en el matorral inflamado de los proyectores, en un Sinaí de tablas y banderas, constituyen la ley y la virtud. Si los micrófonos superhumanos ordenan una vez solamente el crimen, éste desciende de jefes en subjefes hasta el esclavo, que recibe las órdenes sin dárselas a nadie. Un verdugo de Dachau llora luego en su prisión: "No he hecho sino ejecutar las órdenes. Sólo el Führer y el Reichsführer han traído todo esto y luego se han ido. Gluecks recibió órdenes de Kaltenbrunner y, finalmente, yo recibí la orden de fusilar. Me cargaron con todo porque yo no era sino un pequeño Hauptschaführer y no podía transmitirlo más abajo en la fila. Ahora dicen que yo soy el asesino". Goering declaró en el proceso su fidelidad al Führer y que "existía todavía una cuestión de honor en esta maldita vida". El honor consistía en la obediencia, que se confundía a veces con el crimen. La ley militar castiga con la pena de muerte la desobediencia y su honor es la servidumbre. Cuando todos son militares, el crimen consiste en no matar si la orden lo exige.

La orden, por desgracia, exige raras veces que se haga el bien. El puro dinamismo doctrinal no puede dirigirse hacia el bien, sino solamente hacia la eficacia. Mientras haya enemigos, habrá terror; y habrá enemigos mientras exista el dinamismo, para que exista: "Todas las influencias capaces de debilitar la soberanía del pueblo, ejercida por el Führer con ayuda del partido...deben ser eliminadas". Los enemigos son herejes y deben ser convertidos mediante la predicación o propaganda o exterminados mediante la inquisición o Gestapo. El resultado es que el hombre no es ya, si pertenece al partido, sino una herramienta al servicio del Fürher, una rueda del aparato, o, si es enemigo del Fürhrer, un producto de consumo del aparato. El impulso irracional nacido de la rebelión no se propone ya sino reducir lo que hace que el hombre no sea un rodaje, es decir, la rebelión misma. El individualismo romántico de la revolución alemana se sacia por fin en el mundo de las cosas. El terror irracional transforma en cosas a los hombres, "bacilos planetarios", según la fórmula de Hitler. Se propone la destrucción, no solamente de la persona, sino también de las probabilidades universales de la persona, la reflexión, la solidaridad, el llamamiento al amor absoluto. La propaganda, la tortura, son medios directos de desintegración; más todavía: la decadencia sistemática, la amalgama con el criminal cínico, la complicidad forzosa. Quien mata o tortura no conoce sino una sombra en su victoria: no puede sentirse inocente. Por tanto, tiene que crear la culpabilidad en la víctima misma, para que en un mundo sin dirección la culpabilidad general no legitime sino el ejercicio de la fuerza, no consagre sino el éxito. Cuando la idea de inocencia desaparece en el inocente mismo, el valor de potencia reina definitivamente en un mundo desesperado. Por eso es por lo que una innoble y cruel potencia reina en este mundo en el que sólo las piedras son inocentes. Los condenados se ven obligados a ahorcarse los unos a los otros. Es asesinado el grito puro de la maternidad misma, como en esa madre griega a la que un oficial obliga a elegir a aquel de sus tres hijos que será fusilado. Así se ve, por fin, libre. El poder de matar y de envilecer salva el alma de la orquesta de presidiarios en los campos de la muerte.

Los crímenes hitlerianos, entre ellos la matanza de judíos, no tienen equivalentes en la historia porque la historia no contiene ejemplo alguno de que una doctrina de destrucción tan total haya podido nunca apoderarse de las palancas de mando de una nación civilizada. Pero, sobre todo, por primera vez en la historia, hombres de gobierno han aplicado sus inmensas fuerzas a instaurar una mística al margen de toda moral. Esta primera tentativa de una Iglesia edificada sobre una nada ha sido pagada con el aniquilamiento mismo. La destrucción de Lídice muestra bien que el aspecto sistemático y científico del movimiento hitleriano cubre en verdad un empujón irracional que no puede ser sino el de la desesperación y el orgullo. Frente a una aldea que se supone rebelde no se imaginan hasta entonces sino dos actitudes del conquistador: o bien la represión calculada y la ejecución fría de rehenes, o bien la voz salvaje y forzosamente breve de soldados exasperados. Lídice fue destruida por los dos sistemas conjugados. Ilustra las devastaciones de esta razón irracional que constituye el único valor que se puede encontrar en la historia. No sólo fueron incendiadas las casas, fusilados los cientro setenta y cuatro hombres de la aldea, deportadas las doscientas tres mujeres y trasladados los ciento tres niños para educarlos en la religión de Hitler, sino que además, equipos especiales emplearon meses de trabajo para nivelar el terreno con dinamita, hacer desaparecer las piedras, cegar el estanque de la aldea y, por fin, desviar la carretera y el río. Lídice, después de eso, no era ya verdaderamente nada, sino un porvenir puro, según la lógica del movimiento. Para mayor seguridad, se vació el cementerio de sus muertos, que recordaban todavía que había existido algo en aquel lugar.

La revolución nihilista, expresada históricamente en la religión hitleriana, no ha suscitado, por lo tanto, sino una pasión desesperada por la nada, que ha terminado volviéndose contra ella misma. La negación, esta vez por lo menos y a pesar de Hegel, no ha sido creadora. Hitler ofrece el caso, quizás único en la historia, de un tirano que no ha dejado nada en su activo. Para él mismo, para su pueblo y para el mundo, no fue sino suicidio y homicido. Siete millones de europeos deportados o muertos, diez millones de víctimas de la guerra quizá no basten todavía a la historia para juzgarlo: está acostumbrada a los asesinos. Pero la destrucción misma de las justificaciones últimas de Hitler, es decir, de la nación alemana, hace en adelante de este hombre, cuya presencia histórica fue la obsesión durante años de millones de hombres, una sombra inconsciente y miserable. La declaración de Speer en el proceso de Núremberg mostró que Hitler, aunque pudo detener la guerra antes del desastre total, quiso el suicidio general, la destrucción material y política de la nación alemana. Para él, el único valor siguió siendo -hasta el fin- el éxito. Puesto que Alemania perdía la guerra, era cobarde y traidora y debía morir: "Si el pueblo alemán no es capaz de vencer, no es digno de vivir".

Hitler decidió, por tanto, arrastrarla a la muerte y hacer de su aniquilamiento una apoteosis, cuando los cañones rusos derribaban ya las paredes de los palacios berlineses. Hitler, Goering, Himmler, Ley, se matan en subterráneos o celdas. pero esta muerte es una muerte para nada, es como un mal sueño, una humareda que se disipa. Ni eficaz ni ejemplar, consagra la sangrienta vanidad del nihilismo. "Se creían libres -grita histéricamente Frank-. ¡No saben que uno no se libera del hitlerismo". No lo sabían, ni tampoco sabían que la negación de todo es una servidumbre, y la verdadera libertad, una sumisión interior a un valor que hace frente a la historia y sus triunfos.


Albert Camus
Fragmento del capítulo III de «El hombre rebelde»








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